Crítica

‘Gru 4’ saca el mejor partido posible de la fórmula, pero eso no es algo necesariamente bueno

2 de julio de 2024 22:15 h

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En España se van a estrenar con dos semanas de diferencia Gru 4: Mi villano favorito y Padre no hay más que uno 4: Campanas de boda. La última entrega de la saga de Santiago Segura llega el 17 de julio, sirviendo providencialmente para desvelar lo mucho que tienen en común ambas sagas, más allá de que las dos vayan por su cuarta película y del hábito de arrasar en taquilla. Ambas son franquicias, en efecto, destinadas al público familiar: su humor es blanco, normalmente infantil, pero puede enmascarar de vez en cuando algún guiño a los padres que acompañan a sus hijos en forma bien de referencias a la cultura pop de los 80 (caso de Gru), bien de apelaciones al españolito cuñado que cada padre pueda llevar dentro.

Hay más. La narración de Gru y Padre no hay más que uno ha ido perdiendo convicción progresivamente, dando paso a encadenados de gags con una coartada argumental muy endeble, y esto se debe a que los protagonistas de ambas sagas concluyeron su arco de redención… en la primera película. Del mismo modo que el Javier de Santiago Segura aprendía a ser un padre responsable, el Gru al que en España dobla Florentino Fernández (actor recurrente en Padre no hay más que uno) se apartaba de sus actividades de villano para criar a sus hijas. Y no ha habido marcha atrás. Aunque Chris Renaud, cocreador de Mi villano favorito, explicara hace poco su decisión de que el tiempo no pasara por sus personajes, esto dista de implicar que Gru vuelva a la casilla de salida. Ahora es un padrazo, y punto.

Gru y Padre no hay más que uno son marcas que se alargan en el tiempo sin ningún progreso narrativo específico. Esto garantiza tanto un conservador mantenimiento de la fórmula —con el matiz de que Segura, al menos, sí tiene el imperativo de ver crecer a sus hijas humanas— como la garantía de que el público sabe exactamente a qué atenerse con cada cita en las salas. Padre no hay más que uno lleva cuatro convocatorias desde 2019 y Gru seis desde 2010 contando dos entregas centradas en los Minions, sin que el dinero haya dejado de fluir. Las marcas respectivas saben cómo atraer con puntualidad a las familias, y seguramente se deba a que entienden a la perfección qué tipo de entretenimiento han de ofrecerles. Con lo que todo está tan delimitado, en un caso y en otro, como para que no haya disonancias ni sorpresas. 

Las familias españolas y mundiales saben para qué pagan la entrada. Bowfinger International Pictures e Illumination Entertainment también. Aunque en el caso de Illumination, que en 2023 logró con Super Mario Bros. una de las películas de animación más taquilleras de la historia, quizá sea interesante analizar cómo es ese modelo de producción tan lucrativo. Ese que se vanagloria de desarrollar las películas de animación más rentables del mercado.

Luz, movimiento y pedorretas

Illumination tiene por norma que el presupuesto de cada película ronde entre los 56 y los 75 millones. Acaso por lidiar con el fontanero más famoso de Nintendo, Super Mario Bros, costó un poco más, pero igualmente a este estudio vinculado a Universal —cuya animación acostumbra a desarrollar una subsidiaria francesa, Mac Guff— le suelen salir los números. Su producción siempre es barata y esto afecta, claro, a la imagen. Illumination suele disimular que sus texturas no están demasiado definidas mediante colores vivos y (de forma ajustada al nombre del estudio) sobreiluminados, con una plantilla reconocible para los diseños de los personajes y unos guiones bastante alejados de la ambición de Pixar.

Illumination sigue viviendo además en los infames años 2000 de la animación estadounidense, cuando a la estela de Shrek DreamWorks acostumbraba a poblar sus películas de guiños a la inmediata actualidad pop y música de radiofórmula. En el caso del estudio que fundó Chris Meledandri en 2007 estas licencias pueden prodigarse —irónicamente dada la cantidad de niños que suele arrastrar a los cines— en clásicos boomer, e incluso ser el centro de películas enteras como ocurre con el díptico ¡Canta!. El humor, por último, no es el colmo de la sofisticación, y halla de hecho en la creación de los Minions como mascotas de Illumination su punta de lanza: galimatías con la voz de Pierre Coffin, slapstick y escatología suave. Son los personajes favoritos de los niños. También de algunos progenitores.

Estos son los rasgos básicos de Gru y los Minions, pero puestos a abordar su forma de entender la animación no basta con la condescendencia. Illumination trabaja un canon alejado del hiperrealismo y la recargada fotografía digital de Pixar, así como alérgico a la fluidez que Disney Animation —con la bochornosa excepción de Wish— ha dominado históricamente. Illumination prioriza el movimiento enloquecido en la senda de lo que le ha interesado últimamente a Sony en las películas del Spiderverso y Los Mitchell contra las máquinas, o en líneas generales ha primado su estilo NPR (extendido a Ninja Turtles o la última de El gato con botas). La estética de Illumination es mucho más desaliñada, pero imprime un ritmo análogo y muy agradecido para la actual e hiperestimulada subjetividad colectiva. 

Un adolescente asiduo a TikTok puede, en definitiva, conectar fácilmente con los Minions. Y este énfasis por el movimiento nos lleva directamente a una película tan celebrada popularmente —no así desde la crítica— como la citada Super Mario. Lo más interesante del film dirigido por Aaron Horvath y Michael Jelenic no radicaba entonces en su forzosa condición de escaparate corporativo, lleno de previsibles guiños a la tradición gamer. Lo llamativo era que en función a basarse en videojuegos sin más argumento que dar saltos, Illumination había practicado finalmente un severo vaciado de sus persuasiones narrativas. Sobrevivía algún empeño en hacer pasar a Super Mario Bros. por una película convencional a la medida de Hollywood, pero tan liviano y subordinado al movimiento constante de los personajes que en ciertos compases la propuesta se antojaba hasta vanguardista.

Curiosamente el gran fallo de Minions: El origen de Gru había sido su rumbo indeciso, sin saber si quería tirar por la vía del anterior film centrado en los enanos amarillos para entregar otro anárquico festival de la chorrada, o por el entretenimiento familiar más domesticado —humor a rebufo de la trama— de las películas de Gru como tal. Gru 4: Mi villano favorito carece de esa confusión, sabe qué película quiere ser. Otra cosa es que esa película sea buena.

El caos con tiralíneas

La paradoja interna de Gru y Padre no hay más que uno viene a ser la misma: descartar cualquier viso de narración, con sus progresos emocionales y sus evoluciones de personajes, y que sin embargo la dependencia absoluta del gag no depare frescura alguna. No hay caos, no hay una coreografía meditada como podía haberse percibido en Super Mario Bros. —donde las calles de Brooklyn devenían plataformas del Reino Champiñón antes de llegar propiamente al Reino Champiñón—, sino una metódica administración de estímulos. Multitud de chistes derivativos a los que el argumento se repliega y difumina en la memoria, logrando que buena parte de las películas de Gru sean intercambiables entre sí.

En esta ocasión parece que Gru y su familia deben meterse en un programa de protección de testigos bajo la amenaza de un antiguo rival del protagonista, dando con nuevas identidades en un barrio residencial. Los protagonistas tienen que intentar camuflarse de personas normales, pero ese no es para nada el centro de la propuesta humorística; no es, para que nos hagamos una idea, una revisión de concepciones sobre la “normalidad” como fuera, por ejemplo, La familia Addams. De hecho, el guion, como si tuviera el mismo déficit de atención de los Minions, se prolonga en todo tipo de desvíos apenas argumentales. Entre ellos destaca una subtrama donde tres de los susodichos Minions se transforman en Megaminions: Minions todopoderosos que intentan ejercer de superhéroes.

Esta subtrama, por llamarlo de alguna forma, destaca no porque sea ingeniosa o pueda tener su gracia —que tampoco tiene demasiada en realidad—, sino porque la película le dedica tres escenas contadas. Los Megaminions parecen haber sido diseñados pensando más en la campaña promocional de Gru 4 que en sus opciones cómicas, porque al fin y al cabo es lo que sucede cuando se lidia con proyectos tan codificados por directrices empresariales: la distancia entre la película y el aparato publicitario es anecdótica. Todo forma parte de un mismo evento, donde las expectativas han de ser satisfechas sin aspavientos. Una vez asumiendo que el equilibrio más solvente de estas películas pasa por dejar a los Minions que hagan lo que quieran mientras los protagonistas fingen tener objetivos, Illumination se asegura del taquillazo, y de poder seguir haciendo películas sin variar el modus operandi.

Así que Gru 4 es una cosa vacua y hortera, subiendo la apuesta si acaso en el último departamento al llegar a dedicarle todo un exasperante número musical a Tears for Fears y Everybody Wants to Rule the World. La maquinaria sigue rindiendo a la perfección, los Minions saben cómo continuar exprimiendo las agónicas carcajadas de la parte más ominosa de nuestro ser, y el combo con Padre no hay más que uno este verano va a ser tan letal artísticamente como beneficioso para las finanzas de la industria. Tampoco es nada para deprimirse. Teniendo en cuenta los últimos movimientos de Pixar y su propio desempeño económico, no hay una gran diferencia entre las circunstancias de producción de un Gru 4 o de un Del revés 2