Héctor Abad Gómez fue asesinado por paramilitares la tarde del 25 de agosto de 1987 en Medellín. Colombia atravesaba uno de los periodos más sangrientos de su historia. Abad, 65 años, médico, profesor, defensor de los derechos humanos, candidato a la alcaldía de su ciudad, había visto morir a lo largo de su vida de forma violenta a muchos compañeros, alumnos, colegas. En 2006, su hijo, el escritor Héctor Abad Faciolince, publicó 'El olvido que seremos'. Lo que iba a ser en palabras de su autor “un perdón, un olvido y, en parte, también, una venganza, pero una venganza simbólica”, se ha convertido en uno de los libros más tiernos y desgarradores de este siglo, y también en uno de los más vendidos. Fernando Trueba, con dudas iniciales, aceptó el reto de llevar la historia al cine. La película, rodada en Medellín, protagonizada por Javier Cámara y ganadora de un Goya, se estrena este viernes en España. Hablamos con Héctor hijo sobre su padre, el libro y las emociones que se desataron durante el rodaje.
Es difícil imaginar una película de un libro tan denso en emociones, tan prolijo en detalles, tan íntimo… Al propio Trueba le costó ver que se podía hacer…
Sí, cuando se lo pedimos, tanto él como su esposa, Cristina, lo releyeron y nos dijeron que lo sentían mucho, pero que no era posible. Por eso que dices, en parte, y también por motivos técnicos. Lo que en un libro no nos cuesta nada hacer, que pasen veinte años, en una película complica mucho las cosas: hay que envejecer a los actores demasiado tiempo. Cambian los decorados, los coches, la manera de vestir, todo, y se vuelve muy caro y complejo. Además, lo que mencionas, lo íntimo, eso pasaba por nuestra experiencia, la mía y la de mi familia, y era difícil para Trueba meterse en esas faldas y en mis pantalones. Pero al fin, con ayuda de David, el hermano de Fernando, vieron que era posible hacerlo, haciendo uso de herramientas muy cinematográficas de guión y de saltos temporales, incluso de color. Y los productores y yo, que le insistimos a Fernando para que aceptara, al ver el resultado, supimos que teníamos razón: él era la persona que podía dirigir esta película.
Recuerda a su padre como un “radical alegre”…
Sí. Tenía opiniones muy claras sobre las prioridades que debería haber en los gastos políticos, gubernamentales, de un país como Colombia: había que satisfacer primero las necesidades básicas de toda la población, como son el agua potable, la vivienda, la salud, la educación, el alimento... Le parecía increíble que un país con tantos recursos naturales y humanos no pudiera brindar a toda la población lo básico, lo más importante, lo ineludible antes de empezar a gastar en otros lujos. Pero él no pedía estas cosas con ira, sino con alegría, con una sonrisa, con buenas maneras incluso, porque era un hombre muy dulce y muy cortés. Pero sin perder nunca de vista sus objetivos: nada de violencia, y lucha pacífica por obtener lo básico para todos. Todavía hoy estas cosas básicas no se suministran a todos los colombianos. Su mensaje, muy sencillo, sigue vivo, por lo tanto. Cuando se satisfaga lo fundamental, hablamos de lo otro.
Y estaba convencido de que Javier Cámara podía encarnar el papel de su padre… sorprendió al propio Trueba con su sugerencia ¿acertó?
Yo había visto en Cámara, primero, un gran parecido físico con mi padre. Luego sabía también que era un gran actor, capaz de saltar de una personalidad a otra, de un tipo de personaje a otro sin sentirse incómodo. Tenía también esa alegría y esa dulzura que emanaba mi padre incluso cuando se enojaba. En un principio, cuando lo sugerí, los productores dijeron que todos los actores debían ser colombianos, y sobre todo el protagonista. Cuando los mejores actores, los que quizá podrían haber hecho bien el papel, declararon que no podían, Fernando y los productores volvieron a pensar en Cámara. Tampoco fue fácil convencerlo a él: tenía que aprender otro acento, otra forma de ser; tenía que actuar en medio de un montón de actrices colombianas que no conocía, de fotógrafos, camarógrafos, y en Medellín, que no tiene la mejor fama. Pero un día, en casa de Fernando Trueba, por Arturo Soria, creo que le dimos los últimos argumentos para que no se negara. Y Javier hace un papel extraordinario. Tanto que a veces me confundo en las fotos y no sé si estoy viendo a Cámara o a mi padre. Fue una especie de reencarnación muy conmovedora.
“El mejor método de educación es la felicidad”, decía su padre…
Mi papá creía en eso. Toda la vida fue profesor. Lo que le gustaba era encontrar en cada uno de sus estudiantes, y también de sus hijos, lo que pensaba que eran sus talentos, sus cualidades. No le interesaba tanto corregir lo malo, sino más bien resaltar, estimular lo bueno. Sabía descubrir quién sería bueno para mirar imágenes (un radiólogo) o para encontrar detrás de una serie de síntomas dispersos la asociación con una enfermedad rara (un internista). Sabía cuál de mis hermanas sería mejor para dedicarse casi exclusivamente a la maternidad y cuál a los números o a la medicina. Creo que descubrió muy pronto que yo podía ser feliz escribiendo, mucho más que hablando, y me insistía mucho para que escribiera, no para que fuera famoso, ni nada por el estilo, sino para que fuera feliz en la soledad de la escritura, en la corrección de las palabras, en el acto de imaginar y contar lentamente una historia, frase por frase. Creo que los buenos maestros son así: ven para qué sirven sus pupilos, y se lo dicen, para que lo desarrollen y puedan ser felices en un trabajo que no será trabajo, porque será exactamente lo que les gusta. Por eso insistió también en que la más musical de mis hermanas fuera música... y así sucesivamente.
Guardó por años la camisa ensangrentada que llevaba su padre el día del asesinato y la quemó cuando escribió el libro, en 2006. “La única venganza, el único recuerdo, y la única posibilidad de olvido y de perdón consistía en contar lo que pasó”. ¿Fue una liberación?
Fue muchas cosas, escribir ese libro. Un perdón, un olvido y, en parte, también, una venganza, pero una venganza simbólica. Al príncipe Hamlet se le aparece el fantasma de su padre, que también se llamaba Hamlet, y le pide dos cosas: recuérdame y véngame, porque fui asesinado. Hamlet casi se enloquece al no saber cómo vengarse; provoca que su novia, Ofelia, se enloquezca más que él, y la lleva al suicidio. Al fin encuentra una forma simbólica de venganza: el teatro dentro del teatro, la representación del asesinato de su padre. Yo he releído muchas veces Hamlet, una de las obras más grandes de la literatura universal. Antes y después del asesinato de mi padre. En las dudas de Hamlet veía mis propias dudas, mis propias obsesiones, el mismo hecho de que por muchos años tenía que recordar a mi padre diariamente. Pero a pesar de mi nombre heroico, Héctor, no soy un guerrero. Siempre he pensado que soy, como en el verso de Quevedo, “un cobarde con nombre de valiente”. Y por eso me pareció bien que mi venganza se limitara al acto simbólico de escribir un libro con los hechos, una representación del injusto asesinato. Y nada más. Creo que aprendí así la mejor manera de recordar a mi padre, y también la forma de no tener que seguir recordándolo todos los días: mis recuerdos son ahora un libro, una película, unos recuerdos ajenos.
Huyó a Europa para no estar presente durante el rodaje en Medellín, pero al final una circunstancia familiar le obligó a regresar y sí presenció algunas tomas…
Lo más importante de ese regreso a Colombia (por fuerza mayor, mi esposa estaba enferma y la operaron) fue que el tiempo pasado con Fernando, Cristina y Javier en el rodaje, hicieron que una simpatía inicial se convirtiera en una amistad que sé que va a durar toda la vida, para siempre. Y pude ver la forma en que Fernando dirige, que fue una escuela para todos los que trabajaron y actuaron para él, una cátedra también para los mismos productores, que le dieron vía libre de modo que su talento y creatividad se pudieran desplegar. Pude asistir también, sin intervenir nunca, al rodaje, y ver lo largo y difícil (e incluso tedioso, a veces) que puede ser hacer una película. También pude ver cómo Fernando sacaba lo mejor del talento de mi país, y cómo el punto de vista de un extranjero le convenía mucho a la historia, porque podía dirigir con toda la libertad del mundo, sin los prejuicios locales que todos tenemos. Mi esposa sabe que le agradezco su oportuna enfermedad, que por suerte no pasó a mayores. Y pude estar sin estorbar ni molestar a nadie, que era lo que menos quería hacer. No soy persona de cine, y no sé nada de todo eso. Así que miraba y me quedaba callado.
“Si me mataran por lo que hago, ¿no sería una muerte hermosa?”, aseguró su padre años antes de su asesinato…
Hay un verso de Petrarca que quizá está detrás de esa frase: “Un bel morir tutta una vita onora”, una bella muerte honra toda una vida. Sin embargo la muerte heroica, aunque tenga algo de belleza, sin duda, en el hecho de sacrificarlo todo por una idea, tiene también algo muy duro para los demás, en especial para la familia del héroe. Puede llevar a actos muy trágicos y muy tristes. El hijo de Héctor, en la Ilíada, llora al ver a su padre vestido con las armaduras de guerrero. Su esposa sabe que va a morir cuando salga al campo de batalla a enfrentarse con Aquiles. Su padre, Príamo, tiene que besarle la mano al asesino de su hijo para que al menos le deje llevarse el cadáver y hacerle las honras fúnebres. Sin duda queda una larga memoria de los héroes, pero quizá el hijo de Héctor hubiera querido tener un padre menos heroico, más cobarde, más anónimo. Estoy muy orgulloso de mi papá, claro que sí, pero su muerte heroica casi nos destruye. No es bueno un país que necesita héroes, no sé quién lo dijo, pero estoy de acuerdo. Y en últimas mi padre también dijo que no quería que lo mataran, dijo que detestaba las armas... pero bueno, nunca lo detuvo el miedo.
Su madre, Cecilia Faciolince, sus cuatro hermanas, usted, todos han sido testigos del rodaje de la película de sus vidas, se han encontrado con los actores y actrices que les han dado vida en la pantalla…
Esa es una experiencia muy rara y muy bonita. Los actores nos visitaban, nos espiaban, nos observaban de un modo que no es el normal. Patricia Tamayo visitó muchas veces a mi madre, para encarnarla. Averiguó el tipo de color exacto que usaba para pintarse las uñas, incluso el perfume, así el realismo del cine no incluya el olor. Copió su forma de mover las manos, de reírse o llorar. El actor que hacía mi papel en la edad adulta copió mi manera de hablar, mis tics nerviosos, mi forma de estar siempre despeinado. Al niño le quedó más difícil, porque yo ya no tenía mucho de niño... Las actrices que representaban a mis hermanas, las estudiaron también, las visitaron. Mi mamá le decía a Patricia, y le dice aún: “la mía”. Una de mis hermanas se ofendió porque ella “no era gorda”; otra se puso muy feliz porque ella “no era tan bonita”. Esto de representar a personas vivas, y no imaginadas, sino ya más viejas, pero todavía vivas, tiene que ser un reto especial para los actores. Eso me ha hecho reflexionar mucho sobre su trabajo. No hace mucho tiempo, este mismo año de la peste, en Alcalá de Henares, en la casa de Cervantes, encontré un fragmento de él en el que dice cuáles son las cualidades que debe tener un actor.
Su padre fue un militante por los derechos humanos. Un profesor, un médico más preocupado por solucionar los problemas que causaban las enfermedades que por curarlas, un activista de la no violencia que hablaba del aire, el agua, el alimento, el abrigo y el afecto como las cinco cosas que lo solucionarían casi todo. ¿Qué cree pensaría hoy, en este mundo tan radicalizado ideológicamente, tan desigual y sumido en una pandemia global?
Fue siempre un médico y un profesor. Como médico, no le gustaba la medicina más activa y, digámoslo así, carnicera, la de los cirujanos. Por supuesto que los respetaba mucho, pero nunca fue un buen cirujano: le gustaba la medicina no violenta: la preventiva, la higiene, la salud pública. Vacunaba por los pueblos y las selvas, ayudaba a construir acueductos y alcantarillados. Enseñaba a las mujeres del pueblo, a simples campesinas, normas elementales de higiene y salud. Su última lucha por los derechos humanos fue también una lucha médica: según las estadísticas, que lo obsesionaban como una herramienta muy útil para entender los problemas de una sociedad, la primera causa de muerte en Colombia ya no eran las diarreas en los niños, como al principio de su carrera médica, sino la violencia: la muerte propinada por unos hombres contra otros. Publicó artículos sobre “epidemiología de la violencia”, en los años 50, cuando eso no se usaba mucho todavía. Y cayó contagiado, como los médicos de hoy, por la misma peste que combatía, la violencia asesina. Creo que hoy estaría muy satisfecho al ver que cada día hay más personas que se convencen de que las armas más importantes que tenemos contra la pandemia son la higiene, el lavado de manos, las mascarillas y, sobre todo, las vacunas. Se sentiría muy orgulloso de que las hayan podido desarrollar en solo un año los científicos. Pero estaría dando gritos, gritos muy educados, para que la distribución de las vacunas fuera más equitativa en el mundo entero, en la India, en Colombia, en otros países que necesitan las vacunas como si fueran agua para la sed. Y estaría muy triste y muy alarmado por la violencia de estos días en Colombia, con muchos manifestantes muertos por exceso de fuerza policial, y mucha infraestructura destrozada por manifestantes violentos. Mi padre participó en muchas manifestaciones en las que ni sus hijas ni su único hijo, yo, lo acompañábamos. Pero en sus marchas se usaban pañuelos blancos y mucho silencio, nunca bates o martillos, nunca piedras y mucho menos fuego o gasolina. Seguiría haciendo y diciendo lo mismo, creo yo.