Del cuello de Jonás Trueba cuelgan dos etiquetas. Le incomodan, pero cada vez que se publica una crítica de sus películas se le agarran un poco más a la piel. La primera le señala como un heredero ambiguo de la nouvelle vague, ya sea para alabar a sus referentes o para todo lo contrario. La segunda le ha tocado por rematar la saga de cineastas vivos más influyentes de nuestro país. “Al menos eso es cierto. ¿Soy el hijo de Fernando Trueba?, parece que sí”, bromea mientras se encoge de hombros.
Cada año, desde la presentación en 2010 de su ópera prima Todas las canciones hablan de mí, Jonás Trueba invita a acercarse a su cine de manera genuina. A sus 35 años ha estrenado el cuarto título de su corta pero constante trayectoria en la pantalla con la misma intención. La reconquista, desde este viernes en las salas, no tiene nada que ver con duelos históricos ni insistencia amorosa.
Manuela y Olmo son dos treinteañeros que se reencuentran para evocar el idilio que vivieron a los 15 años. ¿No es eso amor? “Es más bien una encrucijada curiosa sobre hasta qué punto nos determina nuestra adolescencia. Será la crisis de los 30”, explica el director. No es la primera vez que Trueba juega al despiste con los títulos de sus cintas. “Me gusta que trabajen, que no sean obvios. Y que no signifiquen lo mismo antes que después de ver la película”, confiesa.
San Sebastián fue la mejor puesta de largo de su carrera y las impresiones que llegaban desde la Concha afianzaban su presencia en la alfombra roja. Una de las mejores reseñas figuró en El País de la mano de Carlos Boyero, pero a Trueba no le bastaron sus palabras bonitas. “Que Boyero me compare con la nouvelle vague es una vaguería, como todo lo que escribe”, dice hastiado.
Rechaza que le digan cineasta afrancesado o que cuando rueda en Madrid le queda parisino. “Yo me defiendo, pero tendría que venir alguien ajeno a decir ¡joder!, que estos tíos están filmando en España, a la española”, reclama.
Después se disculpa por parecer brusco, pero “han sido muchos años de recibir paladas de arena y uno no termina de asumir sus clichés”. Lejos de subirse al carro de un estilo manoseado por la cultura popular, como el de Truffaut y Eric Rohmer, Trueba reconoce que su cine puede inquietar a un público que no está acostumbrado a esa flema. “Presiento que mi nueva película va a ser un coñazo”, admitió hace un año en una entrevista con eldiario.es.
Parece un extraño boicot, y quizá lo fuera, pero también era una forma de avisar de que en La reconquista no abundan los fuegos artificiales. En ninguna de sus cintas, en realidad. “Mi cine, sin que suene peyorativo, es bastante tosco”, explica. Pero tosco como la vida misma. Tampoco pretende aburrir o experimentar jugando con los nervios del espectador. “Simplemente lo otro me parece anticine, antivida”.
Sin guiones 'antivida'
Para Jonás Trueba, las secuencias deben ocurrir en un tiempo directo y proporcional a la realidad, sin que eso signifique que sean un espejo de la misma. Lo otro, la sucesión frenética de fotogramas, es una forma de anestesiar el cerebro. “Es más probable que surja la vida en esa prolongación”, aclara.
Aunque la fórmula de su cine es inexacta y con variables, también se reconocen varias constantes. Primero, el trabajo improvisado de los guiones. A veces llega a plató con una idea espontánea y otras con algunos garabatos escritos para los actores. “Decidí que, en vez de encerrarme en mi casa durante meses a hacer una escaleta, haría otro tipo de escritura más inmediata y menos cocinada”, explica sobre una técnica que al mismo tiempo rezuma naturalidad.
El director justifica así -aunque odia este verbo- que sus películas no surgen de arrebatos o borracheras con los amigos. “La gente pensó que iba de sobrao cuando dije que Los exiliados románticos nacieron de una conversación entre copas con los que serían los protagonistas”, cuenta. Pero esa es una de las ventajas de este joven sobre muchos directores reputados y veteranos que convierten sus platós en un cuadrilátero de boxeo: la comunicación con sus actores.
“No sienten que lo que yo escribo es la Biblia, lo trabajo con ellos para que se encuentren más cómodos”, y así puede añadir dejes imprecisos y auténticos. Eso también le ha llevado a generar un cierto fetichismo hacia sus intérpretes y amigos, como es el caso de Francesco Carril, que le ha acompañado en sus tres últimos títulos. Un tándem que forma parte a su vez de esa familia artística, siempre en expansión, que se ha convertido en una elegante marca de la casa Trueba.
Si es mainstream, no es culto
mainstreamOtro de los insultos más repetidos hacia la figura de Jonás Trueba es el de “pedante”. En La reconquista, dos niños en plena edad hormonal se escriben citando a Patricia Highsmith. En Los exiliados románticos, un personaje recita un cuento completo de memoria. “Si un chaval saca una pistola y se mata, nadie te cuestiona que eso no pueda suceder. En cambio, si le muestras recitando a Patricia Highsmith, surge una tensión ridícula”, se lamenta.
La música, sin embargo, parece un arte más afín a ojos de los foráneos. Por eso su anterior película se basó en las canciones de Tulsa, de Miren Iza, y la trama de esta última descansa en las composiciones de Rafael Berrio. Exactamente en tres, que el músico toca en un escenario mientras la cámara no le quita el ojo de encima. “Sé que esa escena llama la atención porque no estamos acostumbrados a escuchar una canción completa, como para escuchar tres”, reconoce.
Esa es la fatigante dualidad a la que se enfrenta Trueba como cineasta. Los que le embisten por copista y los que no conciben sus nuevas narrativas. Luego está la cruda realidad que sacude a cada pieza del sector, una por una, sin perdonar a nadie.
Por la carretera comarcal
Se podría trazar un mapa con las distintas distribuciones que ha intentado Trueba desde que se estrenó con Todas las canciones hablan de mí. No es por su espíritu aventurero, sino porque las vías normales del cine comercial le vetaron la entrada desde el inicio.
Su ópera prima fue lanzada con el impulso de Alta Films, una de las productoras indies más relevantes del país. Aún así, los cines no quisieron hacerle un hueco entre su cartelera y fue entonces cuando el director decidió fundar su propio sello, Los Ilusos Films. Con la película homónima -Los ilusos- fueron entregando cada una de las copias en mano a esos cines periféricos que siempre se conforman con las sobras. “Era bonito porque por primera vez ellos tenían una película antes que el resto, de forma exclusiva”, cuenta.
En Los exiliados románticos recorrieron como trotamúsicos varios cines de verano con la compañía de Tulsa. Sin embargo, asegura que esta última película necesitaba una distribución convencional. “Sentí que al principio que las salas nos echaban y ahora nos vuelven a abrir las puertas con una película pequeña”, dice orgulloso.
Al final ha salido de lo que llama carreteras comarcales para manejar por la principal y aprovechar la campaña promocional que estrenaron en San Sebastián. “Parece que los españoles nos autoexcluímos a los perímetros, pero hay que reivindicar nuestro hueco. Sigo creyendo que el cine hay que verlo en las salas”, defiende.
Y concluye con una anécdota que pone de manifiesto la situación del sector, que no solo vive sumido en la precariedad económica, sino también intelectual. “Estuvimos hablando con muchos dueños de salas que no están dispuestos a ver las películas que van a programar. Es para flipar, pero hoy basan todo en la bolsa y la especulación”. Por eso la visión romántica del cine, la bohemia de la nouvelle vague, suena algo añeja. Hoy en día, el mejor reflejo del negocio actual se ve en cualquier película de Wall Street.