En El empleo, la famosa película de 1961 dirigida por Ermanno Olmi, un joven entregaba cuerpo y alma a cambio de un puesto fijo en una oficina. Aquella película describía un proceso de selección que implicaba ir dejando atrás la dignidad, la ilusión e incluso la identidad. El triunfo, siempre presunto, era ingresar en el mundo triste y lúgubre del trabajo diario.
Más de medio siglo después, superados milagros económicos, La mano invisible decide prescindir del humor que atravesaba aquella película tan seria de Olmi y opta por un lenguaje opuesto al del neorrealismo para poner en juego cuestiones parecidas, ahora con sus protagonistas ya instalados en la alienación colectiva a jornada completa.
El ciempiés humano
Un albañil construye muros que luego derrumba, un mecánico monta y desmonta un automóvil, un mozo de almacén desplaza bultos sin utilidad aparente, una teleoperadora realiza encuestas acerca de la consideración del propio trabajo… Once individuos han sido seleccionados para realizar cada uno una tarea o más bien su parodia, pero la singularidad no termina ahí: su labor, que desempeñarán todos los días simultáneamente en el espacio diáfano de una nave industrial, contará con la presencia de un público que concurrirá a verlos trabajar, jaleando, aplaudiendo o abucheando sus procedimientos como en cualquier espectáculo deportivo.
Sin conocer la obra literaria que la inspira, una novela homónima de Isaac Rosa que tomaba su título de la expresión que en economía define la capacidad autorreguladora del libre mercado, La mano invisible se propone como una metáfora estricta que en cierto modo se estrangula a sí misma. Una metáfora austera como lo es todo en este primer largometraje de David Macián, que junto a su coguionista Daniel Cortázar nos trae la calavera de una película, los cimientos, la ficción desnuda.
Casi una simulación que, sin alzarse del suelo, despide perfumes recurrentes de ciencia-ficción distópica, no tanto en su modalidad lucha obrera sino en la que apela a relatos clásicos de caza al hombre y parábolas en tiempo real como las de Charlie Brooker para Black Mirror.
La vida por un salario
Desde que los obreros salieran de la fábrica para la cámara de Lumière, el cine ha sido opio y ha sido martillo. La mano invisible no es exactamente cine para burgueses a la manera de Ken Loach ni un alegato furioso a la manera de Elio Petri, pero tampoco es escapismo del que gusta y disfruta el proletariado, que en la pantalla suele buscar alimento y motivo para sus fantasías.
La mano invisible es una película cuya mayor virtud es también su insuficiencia: que abate. Un ejercicio de puesta en escena que, escéptico de la ficción como ceremonia capaz de operar cambios, entrega el ánimo y elige cerrar sin tesis, prudente y sometido, señalando el suceso, fascinante primero, descorazonador después y finalmente aburrido, que es siempre un hormiguero visto de cerca. Al menos hasta que lo meamos, le prendemos fuego o lo despabilamos con un palo.
La mano invisible, forjada en modo cooperativo, es una película-pecera muy disciplinada con su presupuesto, contenida en lo plástico y precaria incluso para la gran pantalla. Esos rigores, sin embargo, encajan en su voluntad principal, que parece ser dar a ver los artificios y, con los mínimos elementos, construir una suerte de reality show donde el concepto trabajo ha sido despojado de su utilidad y convertido en insignificante espectáculo entomológico.
Las posibilidades que ofrece para intimar con sus personajes son nulas y la empatía que nos puedan despertar será mecánica, una respuesta automática a los estereotipos. Es la elección de una película que tampoco se pronuncia como sátira y se limita a extenuar una idea, la de partida, para sobre ella ir desarrollando lo que parece ser un pequeño e incómodo ensayo sobre la humillación.
A los espectadores, ociosos –claro– y algo avergonzados por un tema que nos alude como público y protagonistas, nos quedará buscar discreto acomodo en algún lugar entre la realidad y la representación mientras nos volvemos a hacer la pregunta, no por cándida menos pertinente, de todos los días por la mañana: quién, cuándo y por qué inventó este embrutecedor y penoso sistema de funcionamiento.