Decía G.K. Chesterton que “los cuentos de hadas superan a la realidad, no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos”. En tiempos de villanas como la Maléfica que llegó el pasado viernes 30 de mayo a nuestros cines, tan aburguesada que trae consigo bajo las alas muñecas de edición limitada, esta cita del escritor y periodista británico bien podría mutar en otra, menos inspiradora, quizás, pero más adecuada a la lógica de mercado que tanto motiva a la todopoderosa Disney, productora de la película interpretada por Angelina Jolie: si los cuentos de hadas han dejado hoy por hoy de superar a la realidad, es porque nos dicen que los dragones, o sea, las villanas, se pueden comprar y vender.
Esta nueva versión Disney del clásico animado La bella durmiente (1959) nos hace preguntarnos en primer lugar, como en el caso de la exitosa Alicia en el País de las Maravillas (1951/2010), si el punto de vista más “oscuro” y “adulto” que aduce ya desde su frase promocional —precisamente, “no creas en los cuentos de hadas”— es real, o solo otra estrategia de maquillaje. La propia película no nos permitió antes del estreno despejar todas las incógnitas, pues, al menos en España, Disney no mostró al grueso de la prensa sino sus veinte minutos más espectaculares, profusos en efectos digitales y escenarios de ensueño, haciendo del mensajero poco más que un publicista; y solo veinticuatro horas antes del estreno se organizó un pase de prensa en condiciones, pero con cabida para muy pocos críticos.
No obstante, nuestro paso por taquilla nos permite sembrar dudas razonables sobre la credibilidad de la propuesta, al menos en lo que se refiere al protagonismo revulsivo de la más famosa villana del universo Disney, frente a la que la princesa Aurora (Elle Fanning) es una mera secundaria. La visión de Maléfica como arquetipo capaz de subvertir un régimen tradicional, no ya literario o cinematográfico sino también sociopolítico, se estrella contra una concepción del personaje, compartida por otras relecturas recientes de cuentos de siempre, en términos de madre de repuesto, y de mujer humillada por un hombre, tal y como les ocurre a la Reina Ravenna (Charlize Theron) de Blancanieves y la leyenda del cazador (2012), o a la Malvada Bruja del Oeste (Mila Kunis) de Oz, un mundo de fantasía (2013), también producida por Disney.
Paradojas y contradicciones de la bruja moderna
¿Es resentimiento y venganza, o es justicia, lo que ha de impulsar a la villana auténtica, es decir, a la bruja, a la maga? Quien está proponiendo nuevos rumbos para ella misma y el espectador, quien está teniendo el valor de abrir en canal supuestos paraísos terrenales que han acallado durante siglos lo más auténtico de nosotros mismos, ¿se conformaría con procurar que todo cambie para que todo siga igual, como hace Maléfica? Son preguntas de especial relevancia si consideramos que, en los últimos años, han resurgido brujas del ensayismo, hechiceras en guerra contra las asignaciones de género y la figura de “lo mujer”.
Hoy tenemos a la activista y feminista Silvia Federici, o la indomable Virginie Despentes; pensadoras capaces de apreciar que las estrategias actuales del sistema, más sofisticadas y sutiles que en épocas previas, han logrado teñir de supuesta emancipación representaciones de nuestros cuerpos, de nuestras relaciones, cuyo objetivo último no es otro que alentar nuestra inseguridad y, con ella, unas ansias de integración y un consumismo mórbidos. Los corsés del sistema han dejado de tener varillas para convertirse en implantes siliconados invisibles, que cortan las alas de las heroínas y las atrapan en una dualidad hada/arpía perpetuadora de estereotipos inmemoriales... y suculentos resultados económicos.
Al respecto, es interesante recuperar una nota publicitaria que Disney enviaba masivamente en 2011 a los medios —y que en no pocos casos fue reconvertida en noticia—, que, bajo el título Ellas siguen queriendo ser princesas, mezclaba resultados de una encuesta efectuada a 359 (sic) mujeres españolas según la cual el 90% de las niñas prefieren disfrazarse de princesa a hacerlo de médico, con las cifras de beneficios obtenidos mundialmente por productos de la compañía, 4.000 millones de dólares. Se concluye de inmediato que, en un panorama de sinergia entre lo ideológico y lo económico tan indisimulado como el descrito, otorgar el papel protagonista a la mala del cuento solo se va a permitir si, por el camino, se ha desactivado todo el potencial agitador, subversivo, aniquilador, del verdadero Mal.
El triunfo de esta artimaña reside en que, tanto en la pantalla como en el dormitorio infantil, acaba siendo imposible percibir en la heroína, en la villana, algo más que una muñeca —no importa si estilizada, gótica, rubia o rota—, en la cual proyectar las insatisfacciones, los complejos, las frustraciones que han motivado, precisamente, quienes las facturan. En cierto modo, la princesa y el hada de antaño, estaban tan alineadas con el orden establecido que resultaba casi entrañable dejarse alienar por sus limitadas aspiraciones. En cambio, con la conciencia en el aire de otras posibles aproximaciones a los mitos de siempre, resulta decepcionante que una Maléfica encarnada por la majestuosa Angelina Jolie termine siendo una villana arrepentida, una madrastra obsequiosa, una auténtica vergüenza para las fuerzas del Mal.