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Martin Scorsese y la religión como arma de doble filo

Si no hubiese sido director de cine, Martin Scorsese sería cura. El director de Uno de los nuestros profesa una fe que le acompaña desde su niñez. Cuando no levantaba un metro del suelo solía ayudar como monaguillo en la parroquia de su barrio. Echaba una mano en los funerales y las misas a un párroco llamado Francis, amigo del realizador y con quien compartía la pasión por el cine.

De la misma manera que la fe ha estado presente en toda su vida, la iconografía religiosa lo ha estado en su filmografía. Tomando múltiples y extrañas formas: desde lo evidente de las interesantísimas Kundun y La última tentación de Cristo, hasta el retrato mundano de personajes como el de Ving Rhames en la injustamente denostada Al límite.

La fe vuelve ahora, más compleja y reflexiva que nunca, con un proyecto en el que Scorsese lleva trabajando más de dos décadas y para el que habían sonado actores con Daniel Day-Lewis o Ken Watanabe. Silencio es un sueño cumplido para él, pero también es una película irregular para muchos. 

Shūsaku Endō y la religión del sufrimiento

Scorsese descubrió Silencio de la mano de un hombre de hábito. Paul Moore, una de las voces progresistas más importantes del arzobispado neoyorquino, contactó con él después de haber visto La última tentación de Cristo y, después de una larga charla, le regaló a modo de despedida una novela histórica escrita por ShÅ«saku Endō.

Era la historia de Sebastián Rodrigo, o lo que es lo mismo, la de los jesuitas portugueses que viajaron hasta el Japón del siglo XVII para difundir la palabra de Dios entre los campesinos. Y se encontraron de bruces con una inquisición que perseguía a los curas para hacerlos apostatar aunque les costase la vida.

El libro, publicado en nuestro país en 2009 por Edhasa, es una novela histórica atípica. En un momento en el que el subgénero literario se pierde en las minuciosas recreaciones y descripciones de episodios históricos, rescatar el relato que Endō publicó en 1966 nos pone los pies en el suelo. Es una descarnada confesión de apenas 250 páginas sobre lo que significa no sólo tener un sentimiento religioso, sino difundirlo y defenderlo.

Andrew Garfield interpreta a Rodrigo en una epopeya que sigue al pie de la letra, y casi de manera enfermiza, la novela de Endō. Una historia de sacrificio y de dudas que nos plantea cómo se siente un predicador que corre el peligro de descubrir que Dios no está dónde él esperaba ni se presenta cuando se le necesita.

Su personaje nos guía por un Japón peligroso y violento que Scorsese retrata con una puesta en escena imponente. Acostumbrado a tratar con los monólogos interiores, la voz de Rodrigo apuntala el pensamiento del realizador. “Raza digna de compasión, nosotros, los sacerdotes, nacidos en este mundo para el servicio del hombre, sólo para servir. Y sin embargo, no existe un ser tan miserable y solitario como el sacerdote cuyo servicio se torna imposible”, dice Sebastián Rodrigo en la novela.

La de Silencio es una religión ligada al dolor y el estoicismo. Por eso mismo, dejar que una religión extranjera se propagase era admitir que el campesino podía profesar algo que las élites no controlaban. La religión era el ejercicio del poder de una fuerza que ellos no legitimaban. “El pecado mayor contra Dios era la desesperación. Lo sabía bien. Pero no conseguía explicarme porque Dios seguía en silencio”.

¿Un Dios afónico?

Ante la persecución y el despotismo de la clase dirigente nipona, los jesuitas portugueses solo podían contraatacar con la palabra. Pero cuando por mucho que se rece, eso no es suficiente... llega el conflicto. El silencio de Dios es lo más doloroso para un creyente.

Scorsese plantea su discurso en base a esta cuestión para psicoanalizarse a sí mismo, y descubrir, si acaso, cómo entiende la fe y la profesa. Pero ensimismado en su viaje espiritual, corre el peligro de dejar al espectador rezagado. Endō hacía del trayecto una excusa para hablar de la opresión, de la sociedad nipona de la época, de la soberbia del eclesiástico o de la épica absurda del martirio y la falsa muerte espléndida.

Pero Scorsese prefiere la narración sin garra, el sosiego de sentirse desamparado, la soberbia convertida en locura –ese Garfield enajenado tras ver en su reflejo la cara de Jesucristo– y, en última instancia, un tratado sobre la fe sin lectura social.

“Cristo no murió por los elegantes ni por los buenos. Morir por los buenos, por los exquisitos, es cosa fácil; pero morir por los miserables, por los podridos, es algo muy difícil”, escribía Endō. El cura era un campesino más, predeterminado a difundir la fe, pero también a mejorar la vida de los que le rodeaban. “No nos dé por muertos, que tiene que quedar una azada, una por lo menos, aunque sea pequeña, para labrar esta tierra desolada”, narraba. 

Es muy difícil negar que durante gran parte del metraje, la fascinación que siente por el material original se transmite. Su primera hora es un prodigio visual y actoral orquestado para deconstruir el idealismo y fanatismo de los clérigos protagonistas. Pero luego el relato se deshilacha y el ritmo cae. Difuminadas sus intenciones, Silencio ofrece ciertos momentos de verdadera inspiración entre tediosas conversaciones y minutos de caminar sin rumbo.

“Cuando rezaba no era para darle las gracias a Dios, era para pedir su ayuda o para airear sus quejas y su resentimiento. Sacerdote como era, se sentía degradado y avergonzado”, explicaba Rodrigo en la novela.

Scorsese se centra en este sentimiento y lo exprime, pasando por alto una historia en la que había mucha más tela que cortar. Opta por la gravedad omitiendo el humor que caracterizaba al personaje del padre Garpe, que interpreta con autoridad Adam Driver, o el retrato de secundarios más allá de su función narrativa. Eso sin mencionar el hecho de convertir al villano de la función, Inoue, en un personaje histérico más propio del cine de Tarantino que de un antagonista complejo y tridimensional.

Duele pues reconocer que la energía y el ritmo al que nos tenía mal acostumbrados, y que el material original pedía, se torna esta vez en languidez. Pero no en una calma interesante que dominaba Kundun, o La edad de la inocencia. Esta falta de rumbo termina por vagar sobre los mismos conceptos e ideas una y otra vez, volviéndose tan reiterativa como poco sutil.

La redención según Scorsese

En Al límite, Scorsese terminaba la aventura de Nicolas Cage, acomodándolo en los brazos de Patricia Arquette con una imagen que imitaba a la Pietà de Miguel Ángel. Es una constante en toda su carrera: el personaje que busca una redención última que expíe todos sus pecados. Charlie en Malas Calles, Jake LaMotta en Toro Salvaje, Eddie Felson en El color del dinero, Teddy Daniels en Shutter Island... y ahora Sebastián Rodrigo en Silencio.

En cierto sentido, el cine es la redención de Scorsese, el arte que le ha mantenido vivo y le ha salvado en más de una ocasión. Pero la religión es su espada de Damocles: algo que siempre ha sentido pero que se ve incapaz de seguir al pie de la letra.

Por eso, Silencio es valiosa en términos cinematográficos: no sólo se encuadra perfectamente en la carrera de Scorsese, sino que es un producto que cuesta cada día más ver en cualquier multisalas. Producciones a este nivel de introspección pero con tal marketing y distribución es un privilegio reservado a unos pocos. Pero ahí nos queda Scorsese para recordarnos que existen infinitos cines, igual que existen infinitas maneras de entender la fe.