Hace ya una década larga, El secuestro de Michel Houellebecq alcanzaba cierta notoriedad como extravagancia entre lectores de todo el mundo que celebraban la revelación como cómico de un escritor, a la postre el más dotado para cantar el desencanto de nuestro tiempo, bien dispuesto para la caricatura y la autohumillación, cosa que, por otra parte, ya había demostrado con creces en su obra literaria.
Aquella película se fundaba sobre una anécdota real (la desaparición momentánea del autor durante la promoción de su novela El mapa y el territorio) y operaba en una zona franca entre realidad y ficción donde el escritor, interpretándose a sí mismo, aceptaba encantado su ausencia del mundo para desarrollar un estupendo síndrome de Estocolmo y una verdadera amistad con sus captores.
La alegre colaboración entre Houellebecq y el actor y director Guillaume Nicloux, responsable de otros títulos de empaque y tiniebla como La tour o Los confines del mundo, se repetiría en Thalasso (2019), otro encierro, esta vez edénico, donde el escritor, deambulando en albornoz un balneario de Normandía, se certificaba capaz de aguantarle el contraplano sin parpadear, o al menos parpadeando muy, muy, muy despacio, al mismísimo Gerard Depardieu. Las perlas dialécticas y de conducta se entreveraban en el metraje de aquella película en la que ya asomaba la sensación de que tal vez se estaba estirando el chicle.
Literatura en movimiento
La relación de Michel Houellebecq con el cine es antigua y fundamental en la construcción de un autor que ya a finales de los setenta se había fogueado como director de un par de cortometrajes dramáticos, uno de ellos adaptando a Jean Ray. Desde entonces, además de las desiguales adaptaciones de sus novelas, entre las que se cuenta la apreciable Ampliación del campo de batalla, que contó con su participación en el guion; y sendas versiones, una alemana y otra francesa, más reciente, en formato miniserie, de Las partículas elementales, el escritor, convertido ya en estrella mediática, se ha prestado a un puñado de apariciones, con o sin crédito, en diversos títulos comerciales. Además, ha encarnado algún que otro protagonista extravagante como el de Near Death Experience (donde se contiene su mítica danza a ritmo de Black Sabbath en maillot ciclista) y ha comparecido en documentales como To Stay Alive: A Method, basado en su ensayo Rester Vivant, donde junto a Iggy Pop desgranaba un buen puñado de reflexiones sobre arte, poesía y salud mental.
Eso por no hablar de sus comentarios escritos al trabajo de Pasolini, Kurosawa, Dreyer, Haneke o Larry Clark, o de títulos derivados de sus libros como 9 Songs, el porno arty que fue inspirado a Michael Winterbottom por la lectura de Plataforma, tal vez la novela más romántica, si es que no lo son todas, firmada por el autor. O de la adaptación de La posibilidad de una isla, un ramalazo de gramática eurotrash rodado en el infierno de Huelva, que él mismo dirigió alterando el guion sobre la marcha, logrando una película defenestrada por el planeta en pleno pero destinada a ser apreciada en el futuro en todas y cada una de sus singulares decisiones.
En la piel de Blanche Houellebecq, otra vez a las órdenes de Nicloux, el escritor parte a promocionar su nuevo libro a Guadalupe, y en esa Francia de ultramar coincidirá con la humorista Blanche Gardin, también interpretándose a sí misma como invitada a presidir un aberrante concurso de dobles de Michel. Y una serie de imprevistos, acuñados entre la farsa y la sandez, alterarán y pondrán color, drama y afecto a la estancia de los protagonistas en la isla antillana.
Un monstruo de dos cabezas
Ejecutada sobre un guion de escenas abiertas que admiten el gesto espontáneo e instalada en ese ecosistema de personajes improbables, suerte de familia encontrada, que orbitaba las dos películas anteriores, En la piel de Blanche Houellebecq se acomoda en las neurosis de cada uno de los protagonistas y se permite escanciar comentarios de actualidad, chistes ordinarios y chanzas racistas que vienen amortiguadas por una cita innecesaria de la escritora Maryse Condé en la que se insiste en recordar, por si acaso, que una comedia es una comedia: “La risa es el primer paso hacia la liberación. Se empieza por reír. Reímos, entonces nos liberamos. Nos liberamos, entonces podemos combatir”.
Y reímos, es cierto, pero solo ocasionalmente. Casi siempre en la contemplación de un Houellebecq tan entendible en su postura ante el mundo, en su humor corporal en apariencia inoperante, pero en verdad deudor de un Buster Keaton bien pochado, instalado en la estupefacción, con la mirada lela pero el pilluelo pronto.
Es esa presencia merluza del escritor, y un encanto basado en el conocimiento de su obra literaria, lo que sostiene una película que pierde el resto de sus activos en el traslado internacional, entre otros la química que debería aportar Blanche Gardin, una humorista de pie muy popular en el país vecino, conocida por sus críticas frontales al feminismo victimista y maniqueo, o los sabrosos cameos de Gaspar Noé y de Françoise Lebrun, así como el comentario recurrente en la trama que alude, y en cierto modo pretende atenuar, a una polémica entrevista reciente que Houellebecq mantuvo con el filósofo Michel Onfray que se saldó con una denuncia del rector de la gran mezquita de París por incitación al odio.
La película quita hierro y elude el conflicto. Juega cartas ligeras y en lo cinematográfico resulta acorchada, si bien se hace liberadora en su indiferencia y feliz en sus relámpagos de inverosimilitud, que acaban por calibrar una comedia kitsch, deliberada en sus fallas y balsámica en la mofa que hace del lenguaje inclusivo, la inopia contemporánea y otro montón de pamemas de esta época donde la verdad de la literatura ha de ser reemplazada por el registro, si no del movimiento, al menos de la inercia de una modernidad quietista y carente de propósito.