El cine estadounidense tiende a suavizar cualquier mirada crítica cuando se trata de examinar los problemas estructurales del capitalismo. Los años posteriores al crack de Lehman Brothers han inspirado sobre todo miradas paralizadas y paralizantes al fenómeno, ejemplificadas en los minutos finales del telefilme Malas noticias: los organismos reguladores proveen de liquidez a los bancos sin poder intervenir en la manera en que estos gastan el dinero público. Hacerlo sería impensable, socialista.
De alguna manera, el relato de la crisis económica ha perdurado en el ecosistema hollywoodiense: aquí y allá, vemos cintas de género protagonizadas por aparentes clases medias que se quedaron atrás o viven en ciudades fantasma abandonadas por la América posindustrial (Siete deseos, No respires). Pero ni siquiera un hundimiento tan dramático ha merecido un cuestionamiento crítico solvente alrededor del capitalismo desregulado.
Ahora que los desajustes de la economía estadounidense siguen apareciendo en diversas películas pero han dejado de ocupar un espacio central en el mainstream, nos llega Molly's game. El debut como director cinematográfico del guionista estrella Aaron Sorkin (The newsroom, El ala oeste de la Casa Blanca) examina una historia sobre dinero, mucho dinero, protagonizada por una mujer que, según el autor, hacía lo correcto: una especie de pelotazo ético (y alegal), donde se busca jugadores de póker que despluman y son desplumados, y se reciben las correspondientes propinas, sin que las ruinas ajenas importen mucho porque suele tratarse de millonarios.
En el filme, y en la realidad, una deportista fracasada se ve involucrada en la organización de timbas. El atractivo de los encuentro, además de un cierto aroma de clandestinidad, nacía de la participación de estrellas de Hollywood (destaca un cruel jugador sin nombre, aparentemente inspirado en Tobey Maguire). Con los años, Bloom se convierte en la “reina del póker” y su fortuna llama la atención tanto de las autoridades como del crimen organizado, siempre deseoso de blanquear dinero adquirido a través de métodos inconfesables.
Una historia de fortunas sin excesos de glamur
En parte, Molly's game es una especie de sueño húmedo de los defensores de la teoría del goteo, según la cual los enriquecimientos son intrínsecamente buenos porque acaban filtrándose a capas más bajas de los estratos sociales. Es como la versión real de Conserje a su medida, una comedia romántica de amor y ambición donde el personaje de Michael J. Fox compraba un hotel mediante las propinas que recibía. Porque Bloom consiguió edificar un negocio millonario también a través de los propinas, en este caso de los jugadores adinerados.
El planteamiento se mueve en zonas algo mixtas, como un drama de personajes que intenta evitar las luces y sombras estridentes. No estamos ante una propuesta desatadamente frívola como El lobo de Wall Street, ante esa fascinación por el pícaro y sus fiestas locas fastidiadas por tristones agentes federales. Tampoco se transita por los caminos de la biografía no autorizada de personajes negativos, como aquella El fundador que nos hablaba de la apropiación de un negocio ajeno (McDonald's) por parte de un viajante sin escrúpulos.
Molly's game habla de esa emprendedora un poco por azar que, tras ser repudiada, toma su posición en un negocio de hombres. Sorkin ha destacado esa parte: el empoderamiento de una mujer que es excluida de manera arbitraria de las timbas y consigue levantar su propia y exitosa alternativa. El autor no se abandona excesivamente a la exhibición de glamur, ni tampoco apuesta por el tenebrismo que condiciona tantos filmes sobre juegos de azar. El papel de aguafiestas es compartido, esta vez, por el FBI y la mafia italiana.
El enfoque es agridulce pero no falta un elemento compartido con El lobo de Wall Street y otras historias de ascensiones y caídas dinerarias: el desinterés (infinito en el filme de Scorsese) hacia las personas que perdieron su dinero, hacia los que pagaban la fiesta de los protagonistas más o menos carismáticos. La falta de empatía con los perdedores, aquellos que en las películas sobre póker se suelen calificar como primos. Aunque, en este caso, uno de ellos haya diseñado una estafa piramidal. En este mundo de ilusiones, engaños, faroles y ruinas se mueve la protagonista, aparentemente sin perder la bondad y la inocencia, pero acumulando estrés.
Fondo clásico y maneras modernas
Los filmes biográficos del Hollywood clásico tendían a presentarnos vidas idealizadas y contempladas desde la admiración. A veces, las miopías y cegueras de centrarse únicamente en el individuo llegaban a extremos sorprendentes. El gran secreto, por ejemplo, se centraba en los problemas matrimoniales del piloto del Enola Gay, el avión que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, sin dedicar un solo segundo a los miles de víctimas japonesas.
Molly's game no llega a estos extremos de desconexión respecto a la realidad. Tampoco apuesta por la carta lacrimógena y victimizadora, contradictoria con los guiños a una especie de feminismo hipercapitalista. Pero sí juega la carta del star system y presenta a intérpretes con capacidad para atraer y sugestionar a la audiencia como Jessica Chastain (Molly Bloom) e Idris Elba (el abogado de la protagonista). El planteamiento del relato, dirigido por su misma voz en off, combina diálogos extensos propios de Sorkin e imágenes y breves escenas e insertos que intentan proporcionar un visionado fluido y dinámico.
Se impone, eso sí, la fortaleza y el punto socarrón de la voz principal. Domina el discurso autoapologético que terminó por convencer al juez (la Bloom real salió de su juicio con una multa de mil dólares, una pena de prisión suspendida y la obligación de realizar 200 horas de trabajos comunitarios). Aún así, el actor y director nos ofrece algunas notas al pie del relato principal, imágenes y gestos fugaces apuntados mediante el montaje, en forma de caídas en la depresión, vulnerabilidad y alusiones bastante sobrias al consumo de drogas.
Elba, por su parte, interpreta a un letrado íntegro y entregado. Y su rol parece destinado a posibilitar que la audiencia más escéptica asuma el tono exculpatorio de la película. Quizá seamos demasiado cínicos como para creerlo, pero Sorkin nos cuenta que una persona se mueve en un negocio nocturno y semiclandestino, entra en contacto con el crimen organizado, apenas mancha su inocencia en el proceso, cobra las deudas de manera escrupulosamente ética y sigue preocupada por proteger la privacidad de sus antiguos clientes incluso cuando la persigue la Fiscalía.
A pesar del montaje modernizado y algo intrusivo, el resultado remite de nuevo al biopic clásico y su tendencia a excluir del cuadro algunas partes conflictivas (como la contribución, consciente o no, al blanqueo de dinero mafioso). El filme defiende una cierta integridad, bastante relativa y cuestionable. Puede ser leído a la vez como una advertencia sobre las fortunas (cuando el capital se acumula en cantidades suficientes, acabarán apareciendo buitres, criminales y tentaciones) o como una historia de emprendimiento lícito pero alegal marcada por un momento de debilidad perdonable. Ante los riesgos financieros que toma, el personaje comienza a tomar comisiones del dinero de las partidas y su negocio deviene ilegal.
Sorkin emplea todo su recetario para ofrecer un visionado potencialmente atractivo, muy verbal, que combina la nota sutil con el subrayado y con un cierto (¿excesivo?) gusto por mimetizarse en el personaje de Elba. Porque Sorkin siempre ha despuntado por saber escribir monólogos y diálogos persuasivos, y esta vez prácticamente ejerce de abogado de la protagonista. Para bien o para mal, el escritor de Algunos hombres buenos ha escogido, esta vez, tomar partido por la defensa.