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Festival de Venecia

Noah Baumbach se ríe del miedo a la muerte en Venecia con una imposible adaptación de DeLillo

Venecia —
31 de agosto de 2022 21:26 h

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¿Qué sentido tiene la muerte si perdemos el miedo a ella?, ¿actuaríamos igual en nuestro día a día si dejáramos de temer el fin de nuestra existencia? La muerte no solo nos paraliza o hace que veamos una luz al final del túnel, desde que uno tiene conciencia de que la vida se acaba, su vida cambia. Todo adquiere una nueva connotación. Una familia es una forma de dejar un legado; una pareja, una manera de no pasar en solitario una existencia marcada por ese miedo. Y esto, que suena grave e impostado, es de lo que se ríe Noah Baumbach en White Noise (ruido de fondo), la imposible adaptación de la novela de Don DeLillo con la que se ha abierto el Festival de Venecia.

Imposible, porque DeLillo maneja los cambios de tono en su obra a su antojo. Pasa de lo denso a lo ligero y de lo dramático a lo satírico en un santiamén. Su radiografía de la clase burguesa americana en los años 80 consigue viajar entre géneros sin olvidarse de su objetivo, clavar el bisturí en una sociedad alienada, feliz devorando sensacionalismo en la tele y consumiendo en sus centros comerciales, único sitio donde olvidan su existencia infeliz y marcada por un exagerado miedo a morir.

Adaptar un libro tan suicida era, aunque suene redundante, un acto suicida, y se agradece que Baumbach haya salido de sus dramas íntimos de familias y parejas para abordar una película ambiciosa, grande y consciente de sus pretensiones. Por desgracia, la película no consigue nunca dejar claro su tono ni viajar entre ellos de forma suave y ligera. El White Noise de Baumbach funciona mejor cuando va a la sátira bestial que cuando se toma en serio, y el problema es que a veces unos momentos se confunden con otros sin saber si pretende hacer reír o trascender.

Hay riesgo en la propuesta, ambición en las intenciones y mucha mala leche. Sin embargo, uno sale con la sensación de que el juego nunca termina de funcionar del todo y que se alarga demasiado. Eso a pesar de una nueva demostración del talento de Adam Driver —aquí como un profesor universitario que ha construido su prestigio hablando de Hitler— y de unos secundarios con apariciones breves pero contundentes, como Don Cheadle como compañero de la universidad de Driver y Barbara Sukowa como una sorprendente monja en el hilarante 'chimpún' final del filme.

White Noise plantea el dilema de cómo actuaríamos si hubiera un escape de una sustancia tóxica que pone en peligro a toda una población que debe huir de sus casas. El planteamiento apocalíptico es lo de menos. Es una excusa para analizar las dinámicas familiares, de pareja y universitarias; el poder de los medios para atontar y dar forma a comportamientos y estados mentales. También los roles masculinos y femeninos. Los hombres siempre aseverando, dictando sentencia, marcando las pautas y mostrando que solo saben solucionar los conflictos desde la ira y la venganza, creyéndose salvadores aunque sean torpes. Las mujeres, como las quieren en los medios y en los suburbios pijos americanos, abnegadas esposas capaces de cocinar pollo frito con chile mientras el mundo se va al garete fuera del chalé. La esposa de Driver es Greta Gergwig, pareja del director que aquí no funciona como contrapunto al protagonista. Sus escenas, donde se escenifica ese miedo a la muerte que sobrevuela como un “ruido de fondo” —y de ahí el título de la película— suenan impostadas y falsas. Quizás por eso todo funciona mejor cuanto más loco y surrealista es, incluido ese cierre musical con canción nueva de LCD Soundsystem.

Una propuesta con la que Netflix tendrá difícil su presencia en los Oscar, que parece que buscará más con Bardo y la secuela de Puñales por la espalda. White Noise es una película mutante e irregular. A ratos vibrante y fascinante —el duelo entre Cheadle y Driver hablando de las relaciones maternofiliales de Hitler y Elvis— y a ratos decepcionante, aunque siempre arriesgando y al borde del abismo. Un filme que recoge una novela escrita en los 80 para darse cuenta de que aquello que contaba DeLillo no solo sigue vigente, sino que se ha ampliado. Aquel miedo a morir, aquellas dinámicas alienantes, se han multiplicado tras la pandemia. Baumbach cuenta que releyendo el libro en el confinamiento se sorprendió de lo actual que es. 

Luego se dio cuenta de que no era solo la pandemia, sino que si lo hubiera leído en otros momentos de la historia reciente estadounidense, como después del atentado de las Torres Gemelas o con la elección de Trump, también hubiera encajado a la perfección. DeLillo captó un estado de ánimo inherente a Estados Unidos, esa locura que impregna todo y que Baumbach ha intentado trasladar logrando una obra que es una rareza en una filmografía que también necesitaba arriesgarse, aunque fuera para fallar.