Entrevista

Pablo Larraín, director de ‘El conde’: “Chile sigue quebrado y dividido por la figura de Pinochet”

Javier Zurro

11 de septiembre de 2023 23:01 h

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Han pasado 50 años y la herida todavía supura. Medio siglo desde que Augusto Pinochet dio un golpe de Estado y acabó con el Gobierno democrático de Salvador Allende. El 11 de septiembre de 1973 daba comienzo una dictadura que, durante 17 años, provocó 3.065 desaparecidos y muertos además de más de 40.000 represaliados. Asesinatos, torturas… Pinochet machacó la libertad de un país y terminó saliendo del poder tras un referéndum convocado por él mismo para mantenerse ocho años más en el poder. Una votación que pensaron que tenían ganada y que causó un movimiento popular que terminó con el dictador fuera del poder. Eso sí, como en España, Pinochet nunca fue juzgado por sus crímenes. Murió en la cama sin pagar por lo que hizo.

Aquella impunidad hizo que su figura nunca fuera impugnada del todo, y que en Chile todavía se le vea con nostalgia. Una impunidad que ha provocado un halo de eternidad. En esa idea es en la que descansa el motor de El conde, la película que ha dirigido el chileno Pablo Larraín, escrita junto a Guillermo Calderón y ganadora del premio al Mejor guion en el pasado Festival de Venecia. Lo hacía casi coincidiendo con esos 50 años del golpe de estado. Un guiño sádico del destino.

El cine de Larraín siempre ha tenido a Pinochet presente. Fue él quien mostró la campaña cuasi publicitaria que llevó a la victoria en el referéndum en la brillante No; y quien puso el dedo en la llaga de los abusos sexuales de la iglesia durante años en Chile en El club. Pero, hasta ahora, el dictador nunca se había encarnado en un personaje. Lo ha hecho de una forma única. En El conde, Pinochet es un vampiro que no ha muerto, sino que vive retirado en una casa junto a su mujer y uno de sus sirvientes. 

Sigue comiendo los corazones y chupando la sangre de los chilenos hasta que un día decide que quiere morir y sus hijos se reúnen para repartirse todo lo expropiado porque al dictador no le molesta que le llamen asesino, pero sí que le llamen ladrón. Larraín construye una sátira en blanco y negro, de herencia expresionista, con mucho colmillo -valga la redundancia- político y muchas ganas de, como dijo en su discurso al recoger el premio al mejor guion, acabar con la impunidad. 

Con El Conde vuelve, además, a Chile tras rodar en Hollywood dos biopics como Jackie y Spencer. Durante la promoción de su película sobre Lady Di, aseguró que la había hecho para que su madre pudiera ver una de sus películas. Larraín, de familia conservadora, se ha convertido en el azote de las huellas de la dictadura chilena y, si Spencer era un filme para su madre, ¿para qué ha hecho El Conde? El director confiesa desde Venecia que su madre no ha visto todavía la película y que esta vez no la hizo para nadie. “Las motivaciones de las películas a veces son bastante misteriosas. No tengo una motivación con respecto a la audiencia. Esta vez no creo que hubiera una motivación”, asegura.

Pinochet es una persona que murió en plena impunidad, libre, sin haber ido a la cárcel nunca. Es posible que hubiese sido distinto si lo hubiéramos juzgado como lo hicieron los argentinos

Quizás la única que hubo fue la necesidad de ajustar cuentas con el pasado y realizar un ejercicio de memoria histórica. Hacerlo con “el cine, que es la gran máquina del tiempo que hemos inventado como sociedad, como cultura, y que te permite pensar lo pensado, vivir lo vivido y te permite recordar y dejar una huella de memoria y de percepción sobre el pasado. En este caso, una huella sobre sobre la impunidad y cómo la impunidad produce eternidad”.

Cree que todavía “cuesta acercarse” a esa figura, y cree que es “porque quizás es una figura muy reciente para algunos”. Para él, todo depende de encontrar “el ángulo correcto, los actores correctos o el tono correcto”. “Chile es un país que está dividido, que sigue quebrado por por la figura y la presencia de Pinochet, y probablemente eso fue debido a la falta de justicia. Pinochet es una persona que murió en plena impunidad, libre, sin haber ido a la cárcel nunca, y es posible que hubiese sido distinto si lo hubiéramos juzgado como lo hicieron los argentinos o los uruguayos”, añade.

Su aproximación al dictador es desde la sátira, desde el absurdo, y el director tiene claro que para él no había otra forma de atacar el tema. “Para mí era la única forma de hacerlo. Me parece que acercarse a Pinochet de una manera realista o dramática, produce la primera complicación, que es que Pinochet podría generar alguna forma de empatía. Quizás el blanco y negro y la sátira produce la distancia necesaria para poder verlo, observarlo y tener la sensibilidad correcta hacia hacia alguien que hizo tanto daño. Alguien que, por tanto, tiene que ser mirado desde el ángulo correcto”, explica sobre su filme.

Esa impunidad eterna que Larraín expone en su película queda de manifiesto con ese final abierto, en color -en contraste con el resto del filme- y con un vínculo muy directo a la actualidad. ¿Podría haber una secuela con Pinochet enfrentándose a Boric? El director niega que tenga “nada que ver con el gobierno de Gabriel Boric”, pero sí “con cómo la historia tiene ciclos que se repiten y hay que estar atentos y con los ojos abiertos”.