Ese numerito Bollywood al final de Slumdog Millionaire, las escenas de Pierce Brosnan en Mamma Mia o Los Miserables y Sweeney Todd en su integridad. El género musical es un hueso duro de roer que ha resistido a las dentelladas del director más reputado. Muy pocos son capaces de encajar una escena de baile sin perder los anillos ni provocar espasmos de vergüenza ajena. Menos aún los que han conseguido colar su obra en una carrera de premios donde predomina y se aplaude el drama.
Dicen que La La Land ha salvado el género, que es digna heredera de Stanley Donen y la definitiva vuelta nostálgica que necesitaba Hollywood. La película del joven Damien Chazelle no es solo un homenaje al arte que le da de comer, el séptimo, es una lección de jazz ejecutada de la forma más arriesgada: con partitura original y disfrazada de historia de amor.
Ahora se nos vende como una apuesta infalible, pero que un chaval de 30 años haya colocado este guión a una major como Universal tiene más mérito del que parece. Aunque venga precedida por la deliciosa Whiplash.
Él y su mejor amigo de la carrera, el compositor Justin Hurwitz, tenían la intención muy clara desde la olvidada Guy y Madeleine en un banco del parque, de 2009. Este guión desdichado de chico conoce a chica, a ritmo de claqué y arranques cantarines de la protagonista, es considerado ahora el boceto de la que nos ocupa. Fue calificada como indie norteamericano por su encanto amateur y no se comió un rosco en los festivales, amén de algunas buenas críticas en la prensa neoyorquina. Pero es como si a La La Land le quitásemos los millones de presupuesto, las caras conocidas y el tufillo a estreno invernal de cara a los Oscar.
En definitiva, el encanto se mantendría porque sus jóvenes realizadores son un diamante pulido a fuerza de Guys y Madeleines. Con Mia y Sebastian, los amantes de La La Land, han alcanzado la cumbre casi una década después con algo más que el apadrinamiento de Hollywood. Ella, una camarera con aspiraciones interpretativas alimentadas en el balcón de Casablanca; él, un misántropo enamorado del jazz que quiere recuperar un antiguo garito ahora convertido en un Salsa y Tapas.
Todavía queda ver la reacción del público, que hasta ahora se ha visto envuelto en un fenómeno hype que desconoce. Pero las razones que han cautivado a los críticos, lejos de análisis sesudos sobre los años dorados del género musical, son bastante universales.
Números musicales sin arcadas
Es complicado calzar una coreografía o un canto sin excusa aparente dentro de una película normal. Es por eso que los musicales no son normales y no deben serlo. La La Land tiene ese toque de fábula unido a una historia de retos profesionales que la salvan de ser una noñería sin contenido. También es una historia de amor, de decepción, de ensoñaciones y de difícil solidaridad hacia las pasiones del otro.
En esa dualidad se mueven también los números musicales, un equilibrio que se ve en duetos íntimos lleno de risas nerviosas como City of Stars o enormes bailes grupales como el Another day of sun de la obertura. La virtud de la película es que no se pierde en la sobriedad de unos ni en el exceso de otros. Te devuelve a la trama con la misma facilidad que te saca de ella, recordándote en todo momento que no estás viendo una ficción normal, es una sobreficción.
“Llevan esos outfits ridículos y rompen a cantar. No tiene nada que ver con la vida real. Nadie hace algo jodidamente parecido”, afirmaba Damiel Chazelle en una entrevista. Parece fácil pronunciar la palabra “ridículo” sabiendo que tu película no roza ese término en ningún momento. Pero conseguirlo no es tan sencillo. Ahí está Baz Luhrmann, que tras haber alcanzado ese preciado equilibrio entre historia e histrionismo musical en Moulin Rouge, se perdió en medio del confeti de El gran Gatsby.
Chazelle, en cambio, puede respirar tranquilo incluso en la escena de un atasco con gente cantando y bailando en los capós, o en la que Emma Stone y Ryan Gosling vuelan por la bóveda del planetario de Los Ángeles. Prueba superada.
Una banda sonora ideal (y original)
Un gran porcentaje de este mérito –el mayor, por encima de interpretaciones– reside en las piezas firmadas por Justin Hurwitz. Son tiempos en los que la música ha sido relegada a un segundo plano, aunque muchas veces la banda sonora sea lo único salvable de una producción mediocre.
En La La Land hay mezclas que parecían imposibles hasta que el compositor de Whiplash se sentó a la partitura. Jazz, pop, baladas a piano y típicas canciones (ahora sí) del Hollywood de los años 50.
Toda esta amalgama de sonidos marida mejor de lo que parece, y la muestra está en el tema Epilogue del álbum original de la película (disponible en Spotify). Damien Chazelle y su alma gemela sienten una pasión desmedida por la música negra, al nivel del protagonista interpretado por Gosling. El director plasma en sus criaturas, como en el joven baterista de Whiplash o en su primer Guy, ese perfil de melómano exagerado que no traga a quien no comulgue con sus gustos.
Sebastian, alma atormentada por su arte en La La Land, está dispuesto no solo a dedicarse al jazz como profesión, sino también a “salvarlo”. Lo hará a través de paciencia, sacrificio al enrolarse en una boyband de judas (liderada por John Legend) y unas piezas al piano que quitan el hipo.
Esa es la gran baza musical de la película: hacer jazz sin desmerecer al jazz añejo, ese que solo se puede componer a base de estudio y un purismo demencial. Y a la vez hacerlo más accesible que los biopics de grandes figuras como Miles Davis (Miles Ahead), Ray Charles (Ray) y Charlie Paker (Bird).
La química de lo cotidiano
Por último, la decisión de elegir a una pareja de actores sin dotes musicales ni de baile ha generado controversia sobre todo en la cantera de Broadway. Emma Stone no es la cantante más afinada y Ryan Gosling, si bien tiene una voz agradable, no maneja ni un poco de solfeo. Pero en cuanto se lanzan a interpretar A lovely night no podríamos imaginarnos a un par mejor.
La química va más allá de sus muchas virtudes interpretativas, es una simpatía real que ayuda a un idilio que hemos visto mil veces. Ellos manejan la historia y generan sensaciones comedidas en el público. Su Mia y su Seb son personajes con muchos más vértices que Don Lockwood o Kathy Selden, pero a la vez son irreales a más no poder. De ahí que empaticemos solo hasta donde el cine nos permite disfrutar con ellos. Una relación sana que, termine como termine su historia, nos va a dejar un regusto dulce al salir de la sala.
“El musical es en cierta forma la idealización del cine”, escribía Godard en la crítica de The Pajama Game. La La Land también nos convierte en unos idealistas durante dos horas (o más) y por eso no hay razones para dejar de amarla.