RoboCop en estado de sitio

Dice su guionista que la idea de RoboCop se le ocurrió viendo el cartel de Blade Runner. En lugar de un policía humano que ajusticiaba robots, Edward Neumeier haría un policía robot que ajusticiase humanos. El guión llegó a manos del holandés Paul Verhoeven, que tras leerlo con detalle optó por tirarlo a la papelera. Fue su esposa Martine quien lo rescató y quien le convenció de que los temas de la película podían servirle para trenzar sus propias metáforas.

Las fuerzas del orden sometidas al control empresarial tomaban otro tono releídas desde el ángulo de la sátira. Verhoeven convertiría a Robocop en el Jesucristo de la gestión corporativa. El hombre al que la técnica resucitaría al tercer día para expiar nuestros pecados a pisotón y pistola.

Robocop aparece en Detroit porque era la ciudad perdida. La urbe más populosa de Michigan había sido antes la ciudad del motor: allí se fundó Ford, allí apareció Dodge, allí nació Chrysler. Detroit era la ciudad de la que salían los coches. Su club de baloncesto se llama los Pistons (pistones) y su música, la de la Ciudad Motor, fue la Motown. En los ochenta, cuando aparece la película, Detroit es un páramo de desempleo, con las empresas comprándose unas a otras y externalizando los puestos de trabajo a latitudes de menores sueldos y mayores beneficios. Cuando Zev Chafets repasaba “la tragedia de Detroit” en 1990 en el New York Times Magazine, recordaba que la ciudad “se mantuvo todos los ochenta a la cabeza en desempleo, en pobreza per cápita y en mortalidad infantil”.

En la cinta de Verhoeven, ese caos lo iba a solucionar la policía privatizada. Un modelo de negocio con agentes muy económicos y muy obedientes. Primero, con el musculoso ED-209, que no entiende de pacificación y revienta a balazos al vicepresidente que le da de comer. Y luego, con nuestro protagonista, que tendrá un recuerdo borroso de su pasado humano y un tic de pirueta con la pistola.

Con RoboCop (1987), Verhoeven postuló un género donde se hizo fuerte: el blockbuster de acción con lectura subversiva. Seguiría con Desafío Total (1990), donde Schwarzenegger en lugar de viajar compraba recuerdos de vacaciones y terminaba por no distinguir entre memoria y ficción, y Starship Troopers (1997), donde sólo se era ciudadano tras un par de años de invasión militar en territorio extranjero. Lograba enhebrar películas de gran presupuesto con discursos contra la codicia empresarial, el patriotismo militarizado y los efectos de la propaganda. Como los luchadores de aikido, tomaba la fuerza ajena para usar su impulso. Verhoeven hace motor del sexo y de la violencia: es Instinto básico (1992) y Showgirls (1995) y muchos envíos (unos dicen ocho versiones, otros once) hasta que le rebajaron la calificación de Robocop de película para adultos a película permitida.

Las odiosas comparaciones

Ahora el personaje vuelve a las pantallas de cine en RoboCop (2014), y para enmarcar ese regreso no basta con comparar las cintas. Hay que mirar las noticias y repasar las redes sociales.

“Día 301 de dictadura en Detroit”. “Día 305 de dictadura en Detroit”. “Hoy, día de la marmota, es el día 315 de dictadura en Detroit”. Estos mensajes aparecen regularmente en la cuenta de twitter del profesor Steven Shaviro, un filósofo especializado en audiovisuales que imparte clases allí. En julio de 2013, cuando ese contador aún no tenía tres cifras, la revista Time dedicaba su portada a los rascacielos de Detroit coronándolos con esta frase: “¿Va a ser tu ciudad la próxima?”. El informe interior denominaba la situación de “colosal bancarrota”.

Detroit es hoy el monumento a una deuda municipal desbaratada que se usa para eliminar derechos, retirar pensiones y suprimir servicios de salud. La ciudad donde el poder se ha arrebatado a los ciudadanos y se ha regalado a los arrendatarios para que la gestionen a su gusto. Todo esto que tanto les suena está allí a pleno rendimiento. Detroit es el laboratorio. La capital occidental de los recortes.

Esa es una de las dos grandes historias en gestión metropolitana que ha dado Estados Unidos en 2013. La otra fue el toque de queda impuesto en la ciudad de Boston, donde un atentado con explosión bastó para que agentes armados obligaran a los ciudadanos a meterse en sus casas para después revisarlas al asalto, fusil en mano, y después sacarles uno por uno, a los padres de familia y a sus señoras y a sus hijos adolescentes, con las manos tras la nuca. Gente inocente echada de sus hogares a punta de pistola, así en los arrabales como en Oriente Medio, así en la calle como en la tele.

La versión de 2014, dirigida por un José Padilha que nos encandiló con sus películas de Tropa de Élite (2007 y 2010), dibuja un Robocop que personifica lo que Verhoeven pretendía exorcizar. El heroísmo sentimental en la época de los drones es un triste y lejano remedo del agente-herramienta que reparte justicia a todos menos a los altos ejecutivos, que resultaba ser su cuarto mandamiento. El mundo de hoy y sus noticias de ahora atestiguan el acierto del Robocop original. El Detroit futurista de 1987 era un núcleo de maldad que ha resultado ser más benigno que el Detroit de verdad en 2013. Su distopía se ha quedado corta.