La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Doce formas diferentes de llevar a Shakespeare al cine

Javier Pulido / Javier Pulido

Madrid —

Shakespeare es el autor universal; el más representado, adaptado y leído en todas las partes del mundo. Como advierte Harold Bloom en su ensayo Shakespeare: la invención de lo humano, no hay nada arbitrario en esta supremacía: “Las obras de Shakespeare son la rueda de nuestras vidas, y nos enseñan si somos los engañados del tiempo, o del amor, o de la fortuna, o de nuestros padres, o de nosotros mismos”. Todo aquel cineasta, de Cukor a Zeffirelli, de Polanski a Emmerich, que se atreva con su obra, sabe que la batalla está perdida de antemano. Como dice Bloom, “su universalidad te derrotará, sus obras saben más que tú”.

Nada como el hogar

Whedon tenía que haber celebrado su vigésimo aniversario de boda en los canales de Venecia. Ese era el plan inicial, porque a última hora prefirió embarcarse en una versión atípica de Mucho ruido y pocas nueces: 12 días de rodaje, presupuesto raquítico, un texto fiel al original y su hogar como única localización.

¿El reto? Demostrar que Shakespeare “inventó” el género de las comedias románticas y de enredo hace ya 400 años y que su obra sigue teniendo plena vigencia en el siglo XXI.

Evidentemente, la última adaptación de Mucho ruido y pocas nueces dista de ser teatro filmado, y Whedon aprovecha la ocasión para rendir homenaje a las screwball comedies de los años 30 mediante una sugestiva fotografía en blanco y negro y una elegante, dadas las circunstancias logísticas, planificación de secuencias.

¿Un capricho autoral? En absoluto, en casa del director se hacían lecturas colectivas de Shakespeare, una costumbre que ha mantenido con los años y en la que ha acabado enredando a amigos y compañeros de rodaje.

Shakespeare con acné

El moderado éxito de Romeo+Julieta (Baz Luhrmann, 1996) abrió el camino a un ramillete de producciones dirigidas a un público adolescente que se inspiraban levemente en la obra de Shakespeare y que hacían buena la máxima de Helen Mirren de que al Bardo de Avon es mejor verlo que leerlo. Diez razones para odiarte (Gil Junge, 1999) fue la más consistente, con diferencia, del lote.

Como decía el bueno de Roger Ebert, y aunque no lo parezca es un piropo, la película está basada en La fierecilla domada de la misma manera que Starship Troopers lo está en Titus Andronicus. Es decir, se utiliza el texto original como punto de anclaje para que los personajes interpretados por Julia Stiles, Heath Ledger y Joseph Gordon-Levitt se sitúen por encima del estereotipo teen y resulten creíbles.

Diez razones para odiarte es el clásico ejemplo de sleeper convertido en película de culto con los años. Una década después, llegó incluso a transformarse en fugaz serie televisiva.

Todos los caminos conducen a Troma

Por alguna misteriosa razón que se nos escapa, Lloyd Kaufman pensó que sería una buena idea dar luz verde a una película escrita y declamada en verso que uniera en singular crossover a Romeo y Julieta y el vengador tóxico, la estrella de los estudios Troma.

Tres años después, James Gunn –ahora en Marvel– reescribió el guión, convirtiendo a Julieta en stripper y a (T)Romeo, en un camello. La versión final prescindió de los versos y añadió más elementos de comedia: Julieta es bisexual; Tromeo, un masturbador compulsivo, y la narración corre a cargo de la aguardentosa garganta de Lemmy de Motorhead.

Tromeo y Julieta (Lloyd Kaufman, 1996) es tan violenta, chapucera y turbia como cualquier película de la Troma, pero no se resigna a ser una parodia trash de la obra original. De alguna manera extraña funciona, a pesar de ese desconcertante final que acaba provocando un ataque de risa al mismísimo Shakespeare.

El bardo animado

La obra de Shakespeare resiste cualquier lenguaje, formato y género, pero convertir a los protagonistas de Romeo y Julieta en gnomos de jardín quizá resultara algo excesivo. Gnomeo y Julieta (Kelly Asbury, 2011) aspiraba a convertirse en un nuevo Toy Story, con esas historias de objetos animados que cobran vida cuando no hay humanos de por medio, pero la acumulación de chascarrillos y personajes –cada uno con su frase estrella– acababa por convertir la trama principal en un sinsentido.

De momento, el referente a batir en animación es El rey León y sus selváticos guiños a Hamlet. Curiosamente, la mucho más desconocida secuela incorporaba elementos de Romeo y Julieta y, cerrando el círculo, la tercera entrega narra la historia de Simba/Hamlet a través de dos personajes secundarios; una técnica narrativa similar a la que propuso Tom Stoppard en su película Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1990).

Desconocido rey Godard

Una servilleta inmortalizó el acuerdo más antinatural de la historia del cine. Sucedió en 1985 en el Festival de Cannes, cuando los propietarios de Cannon –recuerden, la casa de Chuck Norris– reclutaron a Jean-Luc Godard para que filmase una versión actualizada de la tragedia El rey Lear.

La propuesta era jugosa: el guión lo firmaría Norman Mailer, que también protagonizaría la película y contaría con Woody Allen en el papel de bufón. ¿Qué podría fallar?

Básicamente, todo. Asegura Peter Sellars, director de teatro y actor ocasional, que Godard nunca se leyó entero El rey Lear, al menos cuando estaba rodando la película. Sólo ojeó las tres primeras páginas y las tres últimas, por lo que la película versa sobre los intentos del director de Al final de la escapada de llegar a la página cuatro. O eso, o Godard cometió un mayúsculo acto de sabotaje contra la industria del cine.

Evidentemente, la película no tiene nada que ver con el material de Shakespeare. Se desarrolla en un escenario post-Chernobyl en el que “las películas y el arte no existen y deben ser reinventadas”. El rey Lear de Godard fue tan difícil de conseguir durante años que Tarantino puso en uno de sus primeros CV que había trabajado en la película. Total, nadie la había visto y no podían desmentirle.

Persiguiendo a Ricardo

Al Pacino tenía un gran sueño, adaptar Ricardo III al cine, sepultado por una amarga realidad: imposible mejorar la memorable versión de 1955 protagonizada y dirigida por Laurence Olivier. En su lugar, filmó un ensayo en el que se preguntaba por la relevancia de Shakespeare a finales del siglo XX, intercalando momentos clave de la tragedia con entrevistas a actores y gente de a pie.

Un proyecto fácil sobre el papel, casi imposible de llevar a la práctica: En busca de Ricardo III (1996), que tuvo que ir sacando adelante entre rodaje y rodaje, le llevó cuatro años de vida y abarcó 80 horas de material, que tuvieron que ser editadas por hasta seis personas.

Durante parte de este tiempo no hubo una dirección clara, como se puede deducir de los gestos de cabreo del reparto, ni tampoco demasiado dinero. La batalla final se rodó en un solo día y sólo gracias a la ayuda desinteresada de Michael Mann, que aportó extras y personal técnico.

El modelo Branagh

En 1989, tres de cada cuatro artículos sobre Kenneth Branagh hablaban del advenimiento del nuevo Laurence Olivier. Tras consagrar su carrera a Shakespeare en los escenarios teatrales, ambos debutaron en la dirección con una magistral adaptación cinematográfica de Enrique V.

Las similitudes se acaban aquí. El Enrique V de Olivier (1944) era un vehículo de propaganda patriótica en un momento en que Inglaterra necesitaba héroes; un caballero embutido en una brillante armadura. La versión de Branagh era mucho más realista y no escondía los aspectos menos amables de un personaje en tránsito a la madurez sepultado por la culpa.

Tiende a olvidarse, pero el gran mérito de Branagh consistió en hacer asequible Shakespeare a los espectadores de Cocodrilo Dundee, por citar un ejemplo de la época, utilizando armas propiamente cinematográficas y sin recurrir a la trampa del teatro filmado.

Tragedia en la Tierra del Sol Naciente

“No soy especialista en Shakespeare, sólo lector. Si me citas una línea, no la reconoceré”. Ni Trono de sangre (1957) ni Ran (1985) son adaptaciones literales de Macbeth y El rey Lear. En el mejor de los casos, Akira Kurosawa llevó a cabo una transposición del espíritu de las obras originales a un contexto bien diferente: la sociedad feudal japonesa del siglo XVI.

Kurosawa, buen conocedor y amante de la literatura y cultura occidentales, mantuvo algunas de las constantes: la lucha contra el destino, el conflicto en el seno de la familia entre la autoridad paterna y la desobediencia filial, o la destrucción trágica del héroe motivada por factores internos o externos.

Las amistades peligrosas de Falstaff

Sir John Falstaff siempre fue uno de los personajes favoritos de Orson Welles. Es el compañero de correrías pendenciero, borrachín y lujurioso del príncipe Hal, que le repudia una vez accede al trono y ya con el nombre de Enrique V.

Welles, que se sentía juguete roto de la industria cinematográfica, no podía evitar verse reflejado en su oronda figura al abordar la amistad traicionada, tema en torno al que gira parte del argumento. Su obsesión por Falstaff se remonta a 1939 y a su obra teatral The five kings, donde fusiona partes de Enrique IV (primera y segunda) y Enrique V, y que en cierta manera es el precedente más evidente de Campanadas a medianoche (Orson Welles, 1965).

La película se rodó en España, con un presupuesto limitado y en blanco y negro. Si hacemos caso a la autobiografía de Jess Franco, Memorias del Tío Jess, Orson Welles engañó al productor Emiliano Piedra para sacar adelante su proyecto: la inversión de Campanadas a medianoche se recuperaría con los beneficios obtenidos por una versión de La isla del tesoro de la que Welles se desentendió pronto. “Nadie quería hacer la película, nadie había querido hacerla nunca. Había sido un truco del almendruco para sacar pasta”.

El César de Nigeria

El buen Samuel Johnson escribió que Julio César era “de alguna manera fría y poco conmovedora” pero, si hubiera visto la feroz adaptación de la Royal Shakespeare Company, habría opinado lo contrario.

El director británico Gregory Doran traslada la acción a la actualidad de un estado africano y su reparto de brillantes actores negros con sus bellos acentos contemporizan la cuestión principal de si era o no César un tirano en ciernes al que había que eliminar.

Contra todo pronóstico, el texto original resurge de la recontextualización más cristalino –y conmovedor– que nunca, y su actor principal, el formidable Jeffery Kissoon, mide su larga sombra con la de tiranos que todos hubiéramos querido muertos, como Idi Amin, Mobutu Sese Seko o Ibrahim Badamasi Babangida.

Que caiga César

De vuelta en italia, Paolo y Vittorio Taviani siempre sintieron por Shakespeare el respeto reverencial que se tiene al hermano mayor. En 2012 se decidieron por fin a matarle, rehaciendo su letra sin traicionar el espíritu.

Su César debe morir es la versión cinematográfica más honesta y brutal que se haya rodado jamás de Julio César, y eso incluye la obra maestra de Mankiewicz y Brando. Está interpretada por los reclusos de la cárcel Rebibia, presos de la Camorra condenados a cadena perpetua que aportaron su agitado caudal vital a una obra que toca temas tan atemporales como la libertad, la traición, la duda y el crimen.

De la obra de Shakespeare, sólo se conservó el espíritu original y la trama narrativa. Los diálogos se tradujeron a los diversos dialectos hablados por los presos. César debe morir es un docudrama psicoanalítico que prueba que Shakespeare lo contiene todo y lo revela todo, de la Londres isabelina a los bajos fondos de Nápoles.

Enrique V en PortlandEnrique V

Mi Idaho privado (Gus Van Sant, 1991), epítome del cine indie de los 90, es el resultado de la feliz fusión de varios proyectos a los que Gus Van Sant no sabía cómo dar salida. Entre ellos, una adaptación de Enrique IV en soneto shakesperiano con el título de Aullando a la luna. El visionado de Campanadas a medianoche le dejó tan impactado que decidió incorporar elementos de Enrique IV y Enrique V a una agridulce historia ambientada en desolados entornos de Portland.

La relación entre los chaperos Mike Waters (River Phoenix) y Scott Favor (Keanu Reeves, una actualización nada disimulada del salvaje príncipe Hal) bascula en torno a la presencia/ausencia de ese Falstaff vicioso y modernizado que es Bob Pigeon, y que monopoliza la función hasta el punto de que Van Sant le recortó siete minutos de presencia en pantalla para que Mi Idaho privado no acabara pareciendo un remake sensu stricto de Enrique V.

La obra más oscura

Las adaptaciones cinematográficas de Shakespeare han esquivado tradicionalmente las obras más oscuras y desconocidas del poeta y dramaturgo inglés. Una ausencia a la que han puesto remedio títulos recientes como Coriolanus, con el que Ralph Fiennes se estrenó en la dirección en 2011 tras haber interpretado al general romano que protagoniza la tragedia en escenarios teatrales.

Es una versión violenta, transgresora y plagada de anacronismos aunque fiel a la letra original, en línea con lo que hizo Julie Taymor con Tito Andrónico en Titus (1999), un grand guignol que tardó cinco años en estrenarse en España y que dejó tan exhausto a Anthony Hopkins que le retiró de la interpretación durante un tiempo.