Sylvester Stallone es una estrella de Hollywood asociado perdurablemente a dos personajes: Rocky Balboa y John Rambo. Lleva décadas de carrera profesional como actor, también como guionista y director de algunos de los filmes que ha protagonizado. En dura competencia con Arnold Schwarzenegger fue uno de los dos grandes pilares del cine de acción, de las macho movies, de los años ochenta y noventa del siglo pasado.
La historia de Rocky Balboa, un boxeador discreto que ejerce de matón de un prestamista y que acaba encontrándose con un combate con el campeón mundial, se entrelazó con una mitología stalloniana basada en hechos reales. Lo encarnaba un hombre italo-americano que se lo había currado, que había desempeñado trabajos precarios, que había sido actor secundarísimo en producciones variopintas y que había protagonizado un filme erótico de baja estofa para pagarse un techo.
Para cuando llegó el momento de Rocky, Stallone ya había gozado de un papel protagonista en la producción de bajo presupuesto Días felices, pero tuvo que conseguir su papel soñado escribiéndoselo él mismo… y negándose a vender el guion a menos que se le adjudicase ese papel principal que los productores no querían darle. Los altibajos constantes de su carrera profesional, más inestable que la que ha mantenido el intérprete de Terminator, añadieron algún punto más de identificación con ese primer Rocky Balboa que resistía, caía y se levantaba de nuevo.
La editorial Malpaso ha llevado a las librerías la versión española de Sylvester Stallone, héroe de la clase obrera. El título del volumen ya explica una parte de la historia: su autor, el historiador y docente David Da Silva, dimensiona la sintonía del actor y director como una estrella que guiñaba el ojo a una audiencia trabajadora. Las primeras películas de Stallone como guionista nos trasladaban a la América que habitaba en barrios donde podía abundar la pobreza. Nos hablaban de héroes imperfectos y de derrotas dulces, o victorias amargas, que se escapaban de las concepciones dualistas sobre éxito y fracaso.
Capra en el gimnasio
Nacido de un trabajo académico posteriormente reelaborado y actualizado, Sylvester Stallone, héroe de la clase obrera resulta muy divertido de leer. El peso de la exposición recae en buena medida en la elaboración de declaraciones y consideraciones del mismo Stallone, de otros participantes en sus filmes, o de ensayistas como Peter Biskind (Mi Hollywood). Algunas de ellas provienen de libros o de artículos previamente publicados, pero Da Silva también entrevistó a una decena de profesionales con los que ha trabajado el actor, como los realizadores Mikael Häfström (Plan de escape) o Norman Jewison (F. I. S. T: Símbolo de fuerza).
Las declaraciones públicas de Stallone se convierten en una de las fuentes fundamentales en la elaboración de interpretaciones sobre su propia obra. Y eso resulta problemático. Al fin y al cabo, el actor ha caído a menudo en una cierta autocomplacencia y en el señalamiento de culpables externos a quienes culpabilizar de los filmes más cuestionados.
Da Silva suele contemplar todo desde un prisma favorecedor, pero no deja de señalar algunas decepciones. Lamenta, por ejemplo, que Stallone optase por algunos encargos de dudosa categoría cuando las sucesivas resurrecciones profesionales que ha vivido (a raíz de las acogidas positivas de Cop land, de Rocky Balboa, John Rambo, y Creed) le podían haber permitido escoger esos otros proyectos, más creativos y arriesgados, que el actor siempre parece dejar para otro momento.
Da Silva asocia a Stallone con un ‘humanismo liberal’, que define como individualista y orientado a conseguir la máxima libertad, a diferencia de un ‘humanismo colectivo’ que aspiraría a conseguir la máxima igualdad. El ensayista considera a Stallone un nuevo Frank Capra (Qué bello es vivir) por el “humanismo populista” que proyectan las mejores películas de ambos. Y eso puede resultar acertado, siempre que se atiendan a las aristas ideológicas de ambas filmografías.
La edad dorada de Capra, en la que encadenó obras como El secreto de vivir o Caballero sin espada, se ha visto a menudo como un paraíso perdido de una americanidad ideal. Pero no hay que olvidar que Capra era un gran cineasta políticamente confuso, que desvirtuaba la intencionalidad de las historias que ideaban sus guionistas. En lo personal, el realizador pasó de Mussolini a Roosevelt y de vuelta a la derecha.
Del Nuevo Hollywood a la era Reagan
Stallone tiene algo de esa inconcreción capresca, de esas ambivalencias (estudiadas o no) y de esa mutabilidad. En sus declaraciones públicas como ciudano, el actor y director se ha posicionado políticamente de maneras diversas a lo largo de las décadas. Cosa no necesariamente relavente, pero DaSilva apunta que el mismo Stallone considera que “perdió el contacto con la realidad y sus valores” en los tiempos de Rocky III.
Sus personajes tenían un cierto aura cuando habitaban los paisajes desastrados de un cine estadounidense setentero más proclive a la crítica social y a un realismo casi sucio (para los estándares de Hollywood, al menos), pero se aclimataron con facilidad a los nuevos tiempos políticos. Tocaba el elogio de los triunfadores, la admiración por la mano dura en las calles de las ciudades (véase Cobra) y en un mapa internacional en que se debía ser agresivamente anticomunista (Rambo 3). El desenlace de Acorralado puede entenderse como una bisagra que separa dos épocas.
Bajo un contexto claramente neoliberal, la receta de Stallone podía dejar regustos bastante reaccionarios. Rocky IV puede interpretarse como una legitimación de los insaciables recortes en gasto social neoliberales: incluso los héroes se ablandan si se les cuida demasiado, hay que seguir compitiendo siempre para no ser desplazado. Que el rival de Balboa sea un arribista púgil afroamericano acaba de alimentar la interpretación posible del filme como contenedor de fobias (antisociales, racistas) reaganistas.
Y la apuesta insistente por la acción violenta, habitual en el Hollywood comercialísimo de aquellos momentos, multiplicó los picos de inverosimilitud y delirio (la muy ochenteraYo, el halcón es un ejemplo especialmente extraño de todo ello). Las posteriores apelaciones al trabajo duro pueden recordar al lado oscuro de ese coaching que culpabiliza a quienes no han tenido éxito. Los personajes que encarna el actor en Driven o Creed, donde juega roles de mentor, agudizan esa identificación posible.
Rocky no está
Los guiños de Stallone a la clase trabajadora puedan llegar a parecer un recurso dramático inercial, un truco en el que un Stallone diferente reincide porque al Stallone del pasado le funcionó (lo usa incluso en películas de superhéroes como Samaritan). Y aún así, se puede detectar una voz narrativa y discursiva reconocible en los guiones que ha escrito. Una voz que, por supuesto, no necesariamente está provista de una identidad política constante y (menos aún) coherente. Esa incoherencia no tiene por qué amargar algunos dulces creados durante una larga trayectora profesional en una actividad comercial, industrial, cara, como es la creación cinematográfica.
Reflexionar sobre la filmografía de Stallone y sobre las conclusiones que extrae de ella Da Silva puede servir para plantearse qué supone ser un héroe de la clase obrera (el ensayista francés aporta una interesante comparación con los deportistas que interpretó Kevin Costner). Puede servir también para cuestionarse las inercias de la narrativa heroica, habitualmente centrada en las hazañas de individuos concretísimos. También para pensar qué deseamos, con qué soñamos.
¿Puede un héroe de la clase obrera ser a la vez un icono del neoliberalismo? ¿Puede ser un héroe de la clase obrera alguien que quiere abandonar los ambientes, los espacios y los niveles de ingresos que caracterizan a las personas trabajadoras? Los súperricos de nuestro tiempo pueden fantasear con emanciparse de la especie humana e irse a Marte, pero Rocky también se fue del barrio. Aunque, menos acaudalado que Elon Musk y compañía, tuvo que conformarse con trasladarse a una mansión, y volver, de nuevo, en uno de esos vaivenes tan stallonianos.