CRÍTICA

'Thelma', el privilegio de sentirse un bicho raro

Déjame entrar nos sorprendió hace diez años con su marchamo de cine fantástico escandinavo de calidad, sobrio, metafórico y muy seguro de sí mismo. Aquella película de niños vampiro operaba con los códigos del terror, cuyo tema principal se sabe que es la muerte y su anticipación, y sin embargo era capaz de alcanzar a un público impermeable al género gracias a la delicadeza con que trataba la soledad, el origen de romance, las razones de la amistad y otros prosaísmos agridulces localizados en alguna parte entre el cuerpo y el espíritu.

Esa sensibilidad nórdica para el realismo con fugas fantásticas, o para el fantástico con fugas realistas -aquí el fiel de la balanza titila- es lo que singulariza ahora Thelma, cuarto largometraje del noruego Joachim Trier, donde una chica se encuentra aturdida ante la irrupción en ella de nuevos sentimientos que se manifiestan como poderes destructivos.

Los pecados de los padres

El argumento de Thelma se origina en el alboroto hormonal. De hecho, la protagonista se antoja una Carrie que no acaba de arrancarse a bailar el trauma. La mención a terrores fundacionales de los años ochenta no es gratuita: la película se maneja entre el drama metafísico y los parajes más mundanos del fantástico, lo sobrenatural por un lado y la ciencia ficción por otro, ya que tantea el género de las posesiones pero elige acomodarse en el de mutantes, seres que todavía no saben qué hacer con los dones otorgados.

La trama da comienzo cuando Thelma abandona el hogar familiar, ingresa en la universidad para estudiar Biología y se enamora de una compañera. Las aspiraciones de la muchacha, tanto las científicas como las sentimentales, entrarán en conflicto con la fe religiosa que encarna su padre hiperprotector, una figura que la coarta en lo emocional y a la que será será preciso neutralizar para seguir camino.

Entretanto, Thelma empezará a experimentar colapsos, pérdidas repentinas de conciencia que un médico diagnosticará como reacciones físicas a represiones mentales. En esos lapsos de convulsión, además, ocurrirán cosas que desafiarán toda explicación racional.

Los temas de Thelma son la identidad, la aceptación, el despego de la familia, la transmisión de rémoras y valores y las dificultades del deseo, entendido este como apetito y goce fundamental en sí mismo. Son motivos inherentes a todo relato de floración, los mismos que nutrían Crudo, otra fábula reciente que se servía del léxico del fantástico para expresar la irrupción de la madurez y que, en odiosa –pero inevitable- comparación, pone a temblar la propuesta tan solemne de Joachim Trier.

Nuevos mutantes

La fábula, un tipo de narración de efectos y cualidades demostrables en laboratorio, es también un género que en su mecánica requiere concisión, alegoría y moraleja. A Thelma le bailan un par de esas cualidades, pero su enseñanza es que cualquier propuesta que se distinga de la papilla norteamericana va a estar cargada de interés.

Joachim Trier, que ya se había demostrado un director elegante pero con tendencia al cancaneo en títulos como Oslo, 31 de agosto o El amor es más fuerte que las bombas, fabrica ahora imágenes de mucha presencia y las hace convivir con otras menos sutiles, mandanga freudiana y símbolos exultantes como pájaros y serpientes, tópicos inoperantes, o perennes según se mire, que avivan la pantalla y pugnan, con alegría, por fijarse en la memoria del espectador.

Pese a su habilidad para armonizar tonos, Thelma se conduce muy bien hasta que deja de hacerlo, cuando en un momento dado se empacha de sí misma, se reitera inquietante por encima de sus posibilidades y recala en un último tercio de perfumes paganos donde propósitos y recados poéticos acaban deslavados. Y aun tambaleándose, la película se mantiene en pie y no llega a desactivarse nunca como cine de miedo amplio y espacioso, capaz de cautivar incluso a los materialistas que abominan del género y por un par de horas hacer de ellos, también, seres sensitivos.