Poco tienen en común los suburbios madrileños con la frontera mexicana. O los pueblos de la Andalucía profunda con los bajos fondos californianos. Pepe Carvalho y Philipe Marlowe son dos personajes cínicos, pero el primero es un delicado gourmet y el segundo mata sus ratos libres con un par de hielos y un buen trago servido en vaso de cristal. Si Jean-Pierre Melville hubiera nacido en Sevilla, su samurái nunca habría sido Jean-Paul Belmondo. Sobran razones para que el thriller patrio tenga un marcado acento cañí, muy alejado del glamour violento de los años dorados de Hollywood o de la límpida estética de la nouvelle vague francesa. Por eso aquí hemos optado por la radiografía suburbial de cintas como Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto o el protagonismo de rufianes como Santos Trinidad.
El director sevillano Alberto Rodríguez ha aparcado su eclecticismo manteniendo la raigambre social de sus historias para centrarse en el devenir de policías que caminan rectos hacia la resolución de los casos, concibiendo la violencia como una herramienta más para alcanzar su objetivo. Pero La isla mínima no es Grupo 7. El director abandona las corruptelas de los agentes de la ley para trazar con escuadra y cartabón la investigación alrededor de un asesino que viola y descuartiza a jóvenes indefensas, una trama con ecos evidentes de la magistral Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie, Bong Joon-ho 2003). Con los mismos métodos expeditivos con que los agentes limpiaban Sevilla de camellos para la Expo 92, Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez intentan romper el silencio que se impone en las marismas del bajo Guadalquivir. A diferencia de la camaradería que reinaba en la patrulla de las calles andaluzas, la relación entre los dos policías está marcada por la desconfianza y el abismo ideológico que los separa.
En La isla mínima no hay circunloquios. El guion despega rápido para dejar a dos adolescentes despedazadas, a una familia atormentada y a un rebelde efebo como centro principal de las sospechas, todos ellos sumergidos en un entorno de apariencia festiva que contrasta con lo que se esconde en el inframundo rural. A partir de ahí, la trama avanza a través de lugares y personajes comunes, nítidos en su exposición de la España postfranquista, entre los que está un Antonio de la Torre que ha conseguido lo que solo logran los grandes actores, magnificar a su personaje con una breve exposición ante la cámara.
Con sus estéticos contrapicados y persecuciones, Alberto Rodríguez demuestra que sigue siendo un fino artesano a la hora de adornar sus historias con inteligentes gestos técnicos. En esta ocasión ha preferido un relato academicista que adolece de cierta frialdad en el tratamiento de los personajes secundarios y que solo describe con oportunas pinceladas la realidad de un país a punto de sufrir un golpe de Estado. Pero el resultado final es una película inquietante y lúgubre que mantiene la tensión sin dejar ni un respiro. Si el thriller español va a depender de directores como Alberto Rodríguez o Enrique Urbizu, podemos descansar tranquilos y sin pistola bajo la almohada.
Cuando China se ríe de la violencia
Yinan Diao también utilizó una trama policiaca para ganar el Oso de Oro en la última edición del festival de Berlín. Black Coal, Thin Ice empieza con un cuerpo descuartizado en unas minas de carbón. Y en un peligroso ejercicio en el que las escenas violentas bordean lo ridículo, el director chino apabulla en cada plano. Sin ser tan perverso como Chan-wook Park y su hipnótica Old Boy, Diao recurre al surrealismo para contar la historia de una investigación truncada por un tiroteo que deja malherido al agente responsable. Años después éste sólo es un guardia de seguridad alcohólico, pero los asesinatos no cesan y todas las víctimas están relacionadas con una misma mujer.
Los giros de la película son escurridizos pero funcionan a la perfección porque la oscura trama tan oscura está saturada de comedia negra y absurda. Su actor protagonista, Liao Fan, demuestra una destreza formidable para aunar ambos géneros en un solo rostro. Se le puede ver persiguiendo a un sospechoso en una pista de patinaje mientras resbala y cae como un verdadero clown, o disparando a bocajarro sin piedad, o planear una estrategia con sus colegas mientras engullen una sandía.
La nieve inunda un paisaje desolador de una ciudad sin nombre repleta de bares sucios, de mujeres que besan para ocultar la verdad, de encuentros sexuales en norias, de lavanderías con jefes que abusan de sus trabajadoras, de locales donde las meretrices se ríen de las desgracias del pasado. Y para acabar, un último giro explosivo y fascinante que deja al espectador saciado.
La lucha del rey nigeriano
La historia de Fela Kuti podía haber sido la simiente de un thriller político que combinara la revolución musical que encabezó el africano con las consecuencias de sus obstinadas reivindicaciones. Las intenciones del director Alex Gibney son bien diferentes: Finding Fela es un documental en toda la extensión de la palabra, deslumbrante a la hora de desenmarañar el tiempo político y los secretos del afrobeat. La justificada densidad, sus dos horas de metraje y el tratamiento periodístico actúan en detrimento de los momentos estrictamente musicales. Pese a todo eso, la cinta debería servir como ejemplo a Paloma Concejero, demasiado rigurosa en su radiografía sobre las adicciones de Antonio Vega.
Cuentan en la película que la música del gran rey africano era más exigente que la de Bob Marley. Pero ambos son figuras muy próximas que representaron conceptos similares. Si el jamaicano logró que uno de sus conciertos sirviera como un llamamiento a la paz en los turbios tiempos del país caribeño con la simbólica unión de las manos de los rivales políticos Michael Manley y Edward Seaga, la teatralidad invocada por Fela Kuti en sus recitales actuaba como un dardo envenenado contra el poder establecido en Nigeria, después de que el país alcanzase la independencia. Y, por supuesto, fue víctima de la violencia impuesta por un Estado de terror.
Gibney habla de la influencia que ejerció Miles Davis sobre el protagonista de su película, de la enajenación espiritual de Kuti, similar a la de los Beatles en su encuentro en la India con Maharishi Yogui, de la voraz sexualidad polígama del compositor y del virtuosismo de sus Africa 70, después rebautizados como Egypt 80. Y por si surgen las dudas de la poderosa influencia de los nigerianos, Tony Allen, el batería y quizá el miembro más relevante de la banda, compartió el proyecto Rocket Juice and the Moon con figuras tan actuales como Damon Albarn o Flea, de los Red Hot Chili Peppers. Cervantes puso en boca de su ingenioso hidalgo la frase “quien canta los males espanta”. Fela Kuti intentó ahuyentar los padecimientos de toda una nación a través de la genialidad de su música.