“Me da vergüenza escribir sobre mi padre”. En las primeras páginas, Eider Rodríguez confiesa ya lo que será el motor de una novela desnuda y sin disimulos, y lo hace con solo esas dos palabras: “vergüenza” y “padre”. A partir de entonces, la claridad. Hace cinco años a su padre le dio un ictus y allí, en la enfermedad, comenzó una toma de conciencia a través de la escritura: este libro es en realidad un cuaderno de anotaciones “totalmente real” —aunque en juego con la ficción— que la escritora vasca comienza en 2018 y que cierra en plena pandemia dos años después. En ese tiempo, hay un reencuentro —o desencuentro, al fin y al cabo— con ella misma, con su padre, su madre, con el recuerdo, el presente, con su infancia, su vida adulta y con una realidad que, lejos de pensarla para seguir escondiéndose, Rodríguez la destapa sin miedo para llegar a entenderla. Y lo hace a través de un material de construcción valiosísimo: la literatura y la intimidad.
Se crio en Rentería en un momento en el que el ambiente político del País Vasco de los 80 lo impregnaba todo. Esto es importante porque “las personas no somos motas de polvo en el aire que van transitando por el mundo sin chocarse con nada”, dice Rodríguez en una conversación con elDiario.es: “Nacemos en un lugar y en un tiempo concreto, y eso también está en la identidad de una persona”. El franquismo, la heroína, el euskera, la pérdida de la lengua, las manifestaciones, los gritos, la Guardia Civil: todo esto también envuelve la construcción de la familia de los 80. Y es algo absolutamente extrapolable.
Su familia tenía un almacén de, precisamente, material de construcción, pero este mismo material no está solo en el hormigón, en las tejas y en las baldosas, ni solo en las palabras, los diarios o la literatura; este material de construcción también está en el secreto que hay en todas las casas, en los padres y en las familias. Su padre fue alcohólico y Eider escribió sobre su ausencia. Era la única forma de hablar con él.
“Es un juego de palabras porque, al final, se está construyendo a un padre y al mismo tiempo, se está deconstruyendo una hija. El lenguaje también es material de construcción. Las casas se construyen ladrillo a ladrillo, y los libros, palabra a palabra”, asegura la novelista. En todo caso, el propósito también está en “entender con qué materiales está construido ese padre”, a pesar de si llega, en algún momento, a lograrlo o no.
Escribe Eider en su libro —que lo edita Penguin Random House y, en catalán, Periscopi— algo así como que todos los padres creen que sus hijos son especiales y todos los hijos creen que sus padres son especiales. Pero, mirando a los ojos, con una expresión que parece hablar desde el mayor de los descubrimientos, Rodríguez termina: “Nadie es especial, o todo el mundo lo es. En realidad, somos demasiado vulgares”. Por eso mismo cree ella que tanta gente le ha escrito contándole que en sus casas, también pasan cosas. Todos tienen sus historias pero ninguna es tan importante. “La propia intimidad es vulgar”, dice: “Es corriente”. Allí nace lo colectivo.
La familia, el conflicto
Eider regresa a su niñez durante toda la novela y la desengrana, casi sin darse cuenta, a través de lo anecdótico. De repente, todo es trascendente. Un paseo con su amiga en el que finge no ver a su padre, borracho, deambulando por la calle; la incesante comparación con los padres de los otros que no beben, no se deterioran, no dañan; una petición solemne a su madre: “Quiero que te divorcies de papá”; una rabia contenida. Pero también hay mucho de hoy. Eider toma su vida con las manos, la observa paciente, la toca, la agita hasta conseguir que caiga polvo. Está intentando reconocerse en el mundo.
El feminismo ha traído un anhelo general de repensar la familia
En la creación contemporánea del último año, uno de los temas centrales fue el de la familia como conflicto. Pasó en la literatura con Sara Mesa, Lara Moreno o Sara Torres; en el cine, con alguna de las reliquias de los últimos tiempos como Cinco lobitos. Eider Rodríguez explica que para ella “la familia es una cantera superliteraria” y que, aunque en su trayectoria siempre la ha trabajado, detecta ahora la insistencia de “un anhelo general de repensar la familia”, y tiene claro el motivo: el feminismo.
“En los últimos años, el feminismo nos ha hecho pensar sobre muchísimas cosas que antes eran tomadas por pequeñas. La familia es una de ellas. El feminismo pone la lupa y, cómo no, la familia nuclear es un tema sobre el que mirar: ver cómo se tejen las relaciones, cómo nos relacionamos, cómo nos cuidamos o nos dejamos de cuidar”, enumera Eider. “¿Qué pasa con el trabajo que no está pagado? ¿Qué pasa en casa? Todo tiene que ver con la fuerza del feminismo”, apunta. Y lo interesante es pensar la familia no en términos privados, sino como un ente cultural, social y común: “La familia es una institución que funciona como un Estado, con sus normas, sus costumbres y sus límites. Hablar de la familia es hablar de cosas mucho más amplias”.
A la pregunta de si hubiera escrito este libro con su padre en vida, Eider responde que no. “Surgió del propio duelo”, confiesa. “Creo que a veces vivimos con el duelo a cuestas porque la pena es una manera de estar con la persona que ha fallecido; este libro, para mí, ha sido el vínculo que nunca tuve en vida. El duelo se ha transformado en esto”, admite. Dice la renteriana que “no podría haber escrito este libro antes: ni hace 20 años, ni 10, ni cinco; solo ahora”, porque “no sabía hacer literatura”, pero también porque hay cosas que solo se pueden hacer desde el desconsuelo, desde el cambio, y quizás desde el perdón. Y hay algo que le llega desde el intento más hondo y honesto de despojarse de algo que le ha acompañado con dureza durante toda una vida: la vergüenza.
El duelo se ha transformado en esto. Este libro es el vínculo que nunca tuve con mi padre en vida
Despojarse de la vergüenza
Es en esa amplitud de la colectividad donde cabe la conversación alrededor del tabú que envuelve las cuestiones de familia. “Aunque cuente una historia muy íntima sobre la relación entre una hija y su padre y lo que les rodea, la intención es hablar del resto de familias, de un país entero”, explica Rodríguez. “Cuando empecé a escribirlo, sabía que iba a escribir algo muy doloroso y muy vergonzoso, pero lo quise hacer de tal manera que la gente también pudiese depositar su dolor y su propia vergüenza”, dice. Las familias desestructuradas, las paternidades ausentes, las crianzas hostiles, los parentescos conflictivos: todo ello existe. Y Eider Rodríguez le ha dado un lugar.
Tomar la historia de tu vida y pretender convertirla en un algo —materializable, cuestionable— no es fácil. Hacer de una intimidad punzante, dolorosa y combativa un intento de literatura, tampoco. Pero a veces pasa que, sin quererlo, la propia vida se hace a la narración. “Lo que tengo es una historia que quema y la tengo que desmenuzar, convertirla en otra cosa. La tengo que metabolizar a través de la literatura: quiero que las personas se conviertan en personajes y el dolor en la trama”, indica. Todo se transforma entonces en “material literario” para ser trabajado “de manera estética”, resume la escritora. Nace, inevitablemente, un intento de acercarse a la propia existencia.
Quiero que las personas se conviertan en personajes y el dolor en la trama
Saber quién es su padre, saber quién ha sido. Quizás la literatura también tenga mucho que ver con eso: “Es mirarle a la cara; es un diálogo, un diálogo imposible con mi padre”. Rodríguez habla de que uno debe “derribar las murallas” que uno pone sobre todo cuando “se corre el riesgo de que la intimidad se vuelva tóxica y convulsa”. En su caso, dice, tiene mucho de liberador. “La verdad siempre llega y siempre alumbra, nos guste o no”, opina. Casi a modo terapéutico, escribir ha sido reconciliarse.
El misterio
Hay un momento en el que Eider Rodríguez saca unas cartas. Las planta en mitad de las páginas y al lector no le queda más remedio que afrontar el impacto de franqueza al que acaba de ser sometido. Datan allá por los años 70 y ya no las firma el padre de la autora, sino uno que durante todo este tiempo pareció inexistente: aquel que fue antes de ser su padre. Uno lee sobre la incapacidad de mostrar afecto y luego se encuentra a ese mismo culpable 40 años atrás escribiendo “vida mía” en una carta desde la mili. Y todo parece cambiar. Eso también es la literatura.
Por los secretos, los tesoros, lo oculto y lo narrable, recuerda al Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan; por el afán de conocer a los padres en aquella vida previa a serlo, parece una versión relatada de Petite maman de Céline Sciamma. Eider Rodríguez se muestra pensativa durante unos instantes y luego dice algo que lo concluye todo: “Los padres somos un misterio para los hijos”. Esa incógnita es lo único importante. Quizás desde la desconfianza, el secreto y el pudor se fermenta el desarraigo; quizás desde las crianzas huidizas y ásperas nace el conflicto.
El camino hacia las nuevas masculinidades, las nuevas formas de maternidad, las paternidades presente, el giro de perspectiva y el cambio de roles de los núcleos familiares tradicionales está cambiando, y Eider Rodríguez lo detecta como la auténtica rebelión de la vergüenza, el pudor y el secreto que ha acompañado a la construcción de la familia española durante décadas. La adicción, la enfermedad, el extrañamiento, la culpabilidad, la decepción y el bochorno quizás sean ya los detonantes de una rabia que forma parte del pasado; sea como sea, Material de construcción es también una herramienta para el desprendimiento. Intimidad, literatura y perdón parecen a veces, después de todo, la misma cosa.