Trabajar en las canteras de granito del campo de concentración austríaco de Mauthausen significaba la muerte casi segura para los prisioneros destinados en ellas, que también fallecieron a centenares en la empinada escalera, de 186 peldaños, que daba acceso a esa zona.
De Mauthausen se conservan numerosas dependencias que causan un gran impacto en los visitantes, entre ellas los hornos crematorios o la cámara de gas, pero la llamada “escalera de la muerte” es uno de los restos arquitectónicos del campo que más impresiona.
Por esa escalera subían los prisioneros cargados con pesados bloques de granito. A veces, cuando llegaban arriba, los guardianes de los SS los empujaban y los hacían caer en cadena.
“La historia del campo calcula un hombre muerto por losa de peldaño”, escribió Francisco Boix en una fotografía suya.
Boix es el protagonista del libro “El fotógrafo del horror” (RBA), en el que el historiador Benito Bermejo reconstruye la hazaña de las fotos robadas a los SS por un grupo de prisioneros españoles.
Los guardianes se ensañaban de forma especial con los judíos, que eran eliminados “con extrema rapidez y violencia”, afirma Bermejo.
En una ocasión, y según escribió en sus memorias el anarquista Lope Massaguer, los SS lanzaron a perros policías contra un centenar de judíos que bajaba por la escalera y que intentaron huir “despavoridos entre las risas de los nazis”. Los más fuertes atropellaron a los más débiles y los perros hicieron el resto.
“La muerte se había convertido en parte de nuestras vidas. Olíamos a muerte, pensábamos constantemente en la muerte y convivíamos con la muerte”, indica Massaguer, para quien transportar piedras por la cantera era la peor forma de morir: “Llegar al final sólo significaba tener que comenzar nuevamente. Los nazis nos habían convertido en caricaturas de Sísifo”.
“El trabajo era una excusa para matarlos”, decía Benito Bermejo durante el recorrido.
Resulta impactante visitar una de las canteras del campo central, desde cuya parte superior (tiene 70 metros de altura) los SS arrojaban con frecuencia a los prisioneros y los que no morían en el acto se ahogaban en la pequeña laguna que hay abajo.
Los alemanes llamaban “paracaidistas” a los asesinados de esa forma.
De mostrar lo poco que queda del campo de Gusen, convertido hoy en un apacible pueblo a 5 kilómetros de Mauthausen, se encargó Martha Gammer, una de las personas que más ha luchado por que no desaparezca del todo lo que fue un gran centro industrial y de producción armamentística.
En ese campo fueron internadas más de 71.000 personas de las que murieron unas 35.800.
Gracias a las asociaciones de deportados se conserva el crematorio de Gusen, mientras que otras instalaciones están en manos privadas.
Hay quien ha aprovechado hasta la vivienda de los oficiales de los SS que había en la entrada del campo, convertida hoy en un lujoso chalet.