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La dificultad de pronunciar Macánagui

Hace ocho semanas empecé a ver True Detective –la terminé anoche, ¡qué primera entrega tan perfecta!– y sigo sin poder nombrar correctamente al mejor actor de la serie, al mejor actor del año, al mejor actor de este principio de siglo y posiblemente a uno de los más camaleónicos de su generación. De hecho, hasta hace unos meses no sabía ni que existiera el tal Macánagui. Decidí llamarlo de esta forma –Matiu Macánagui– tanto en voz alta como al redactar su nombre, porque ya estoy grande para ir haciendo copipaste a cada rato desde la Wikipedia.

Cuando lo descubrí, en el primer episodio de True Detective, gente más joven que yo me aseguró que este actor ya era famoso entre las tribus que consumen chatarra audiovisual. Lo confirmé en IMDB: Macánagui había hecho un montón de películas taquilleras –de esas que los burgueses ilustrados pasamos de largo al mirar el afiche– desde mediados de los 90 hasta bien entrada esta década.

Pero en 2012 pasó algo muy extraño: por alguna razón misteriosa Macánagui pateó el tablero de su propia vida y enhebró cuatro joyas del cine al hilo: Mud, The Paperboy, Magic Mike y Dallas Buyers Club, además de un monólogo soberbio de cuatro minutos en The Wolf of Wall Street.

Para certificar este giro, se ganó el Oscar al mejor protagónico hace dos semanas, y un Globo de Oro a principios de año. Fue un volantazo tan radical en su carrera cinematográfica que solo puede haber dos explicaciones: la venta del alma al diablo es la más probable; la segunda, menos racional, es que haya cambiado de representante.

Sea la que fuere, hacía mucho que no veíamos tantos matices, y tan buenos, en la creación de personajes consecutivos.

El regreso del ruido blanco

Pero este es un espacio de televisión, así que dejemos las joyas cinematográficas de Macánagui para los expertos del séptimo arte y hablemos únicamente del detective Rust Cohle, uno de los personajes más complejos a los que puede dar vida un actor. Pero sobre todo hablemos de True Detective en general, esta joya imprevista del novelista Nic Pizzolatto que acabó ayer con un final tremendo y en absoluto efectista ni rimbombante. Es decir, como lo merece una historia contada con la vieja maestría de HBO.

Debo confesar que la carátula inicial de HBO, con aquel ruido blanco de televisor sin antena, hacía ya muchos años que no me provocaba erecciones. A principios de los 2000 ese inicio institucional me ponía sumamente cachondo y, al oírlo, empezaba a salivar sin motivo como el perro de Pavlov, incluso antes de saber si el resplandor prologaba un nuevo episodio de The Sopranos, The Wire, o Six Feet Under. Era lo mismo: lo que viniera después del ruido blanco sería una maravilla. Más tarde arreciaron años oscuros de impotencia sexual. El ruido blanco empezó a prologar series de menor categoría, como Entourage, Bored to Death o John from Cincinnati, que dejaron de provocarme cosquillas. En estas últimas ocho semanas, True Detective consiguió que, al inicio del ruido blanco, la sangre volviera a batallar, viril, en mi cuerpo.

HBO regresó a la obra de arte popular, sin esa necesidad de alarde que quisieron simular con producciones costosas pero sin alma, como Boardwalk Empire o Generation Kill. Esta vez retomaron la calidad serena, regresaron los guiones perfectos, los ritmos acotados y las actuaciones majestuosas de sus protagonistas. También volvieron –qué alegría– las intros de crédito con músicas inquietantes.

Uno que sí, otro que no

Le estuve dando vueltas a la cabeza para elegir la mejor síntesis posible de True Detective. ¿De qué manera se puede resumir esta historia compleja, con tanto flashback y tanto flashforward, en menos de diez palabras? Vino en mi ayuda la periodista Ana Prieto, que ayer publicó en su blog la simplificación más acertada. Dijo: “Acabo de terminar la historia de un hombre que se conoce a sí mismo y otro que no”.

Perfecto. Con eso basta y sobra para empezar a ver True Detective. No es necesario conocer los detalles del caso criminal con el que se obsesionan los policías Martin Hart y Rustin Cohle. Solo es preciso saber que Martin (el que parece fresco) tiene el cerebro podrido, y que Rust (el que parece rancio) carga con la lucidez de un Nietzsche posmorderno.

Si tienen 3:54 minutos pueden disfrutar ahora mismo de los extremos mentales de cada personaje y, al mismo tiempo, ver una clase magistral de irracionalismo neokantiano. Hagan clic en este fragmento:

La trama ocurre en tres tiempos: 1995, 2002 y 2012. Y la estructura narrativa es tan arriesgada, pero al mismo tiempo natural, que nunca nos perdemos en las grietas de las épocas. Y es justo allí donde Macánagui se hace enorme, pero no es cuestión de maquillaje sino de densidad dramática.

Puedo jurar que su mirada –el fondo de sus ojos, lo más difícil de fingir o actuar– es diferente en 1995, en 2002 y, sobre todo, en 2012. Y eso nos deja sin respiración durante los ocho episodios.

Pobre Woody

Si todavía no vieron True Detective es menester que empiecen ya mismo, y ojalá que se les mueva el piso cuando oigan el ruido blanco. Si ya la empezaron y todavía no vieron el último episodio, tampoco sé que están haciendo acá: ¡vayan a verlo con urgencia!

Solo quiero acotar, para concluir, que la única razón por la que no empecé esta reseña hablando maravillas de Woody Harrelson (el otro detective protagonista) es únicamente porque existió un Macánagui que le hizo sombra. Pero lo de Woody es alucinante también y hay que decirlo: cada gesto, cada ceño fruncido por el asco o la confusión, es digno de pleitesía. De su boca sale una de los mejores interrogantes de la serie: “¿Sabes que son buenos años mientras los vives, o simplemente los esperas hasta que te sale un cáncer y te das cuenta de que ya han pasado?”.

Y qué sutil, qué exacto es el gesto de arrepentimiento que ensaya Harrelson a decirlo. Pobre Woody: le pasó, en True Detective, lo mismo que a Cristiano Ronaldo en el fútbol actual: si no existiera Messi, todos hablarían de él con más ganas.

Harrelson debe estar mascullando su rabia por los pasillos, ahora que acabó la primera temporada de True Detective y todo el mundo le felicita las pascuas al compañero de reparto y no a él.

Yo también tengo un poco de rabia por culpa de este actor de apellido escocés que nunca sabré pronunciar y que, probablemente, siga creciendo y se convierta en el mejor actor de todos los tiempos solo para que los que no sabemos inglés tengamos vergüenza de decir su nombre en voz alta.

¡Ah! Fueron hermosos los tiempos en que los actores de habla inglesa más versátiles tenían apellidos con la misma cantidad de letras fáciles que difíciles. Entre los cinco que más me gustaron siempre hay quince vocales y quince consonantes.

Sí señor: De Niro, Brando, Olivier, Pacino y Caine. Podíamos ir por la vida nombrándolos en las sobremesas y nadie se reía de nuestra pronunciación. Nos llenábamos la boca con sus nombres y apellidos, los alabámos en tal o cual película, nos sentíamos cultos, cosmopolitas, recién bañados, y agradecíamos en silencio a la inmigración italiana de principios del siglo veinte.

¡Tenías que aparecer para arruinarlo todo, fáquin Macánagui!

Hace ocho semanas empecé a ver True Detective –la terminé anoche, ¡qué primera entrega tan perfecta!– y sigo sin poder nombrar correctamente al mejor actor de la serie, al mejor actor del año, al mejor actor de este principio de siglo y posiblemente a uno de los más camaleónicos de su generación. De hecho, hasta hace unos meses no sabía ni que existiera el tal Macánagui. Decidí llamarlo de esta forma –Matiu Macánagui– tanto en voz alta como al redactar su nombre, porque ya estoy grande para ir haciendo copipaste a cada rato desde la Wikipedia.

Cuando lo descubrí, en el primer episodio de True Detective, gente más joven que yo me aseguró que este actor ya era famoso entre las tribus que consumen chatarra audiovisual. Lo confirmé en IMDB: Macánagui había hecho un montón de películas taquilleras –de esas que los burgueses ilustrados pasamos de largo al mirar el afiche– desde mediados de los 90 hasta bien entrada esta década.