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The Americans, la gran serie de la que pocos hablan

Miro a los hijos del matrimonio Jennings y los envidio: algún día descubrirán que sus padres no son norteamericanos, ni gerencian un negocio de viajes en las afueras de Washington, ni bajan al garaje para hacer la colada. Un día Paige y Henry (13 y 11 años) descubrirán que sus padres son soviéticos infiltrados en los Estados Unidos de Reagan, que salen a la madrugada a matar gente, que odian todo lo yanqui, que fingen ser un matrimonio, y que lo que hay en el sótano, detrás de la lavadora, es un sistema encriptado para comunicarse con Moscú. ¡Ah, el día que esos chicos sepan esto sobre sus padres, qué hermoso episodio de The Americans será ese!

Todavía no ha ocurrido, y por eso no es un espoiler lo que acabo de escribir, sino más bien el deseo de un espoiler. La serie The Americans promedia su segunda temporada y entre sus muchos aciertos hay uno que me encanta: no es una serie precipitada, las cosas no ocurren a lo loco, todo lleva su tiempo de cocción y su estilo. Pero eso sí: cuando las cosas ocurren, es un placer ver de qué manera todo cambia.

Fingir un matrimonio

The Americans se estrenó en 2013 y no tiene el tirón mediático que se merece. No se habla de esta historia en las redes con fervor, pero sin embargo tiene una calidad superlativa. Cada episodio llena, sacia y deja satisfecho al espectador con una ambientación cuidadísima, ambientada en los años 80, y unas actuaciones que te dejan con la boca abierta (pienso, por ejemplo, en el último episodio emitido, donde hay un breve monólogo del hijo de once años que no puede ser tan bueno).

La historia, a grandes rasgos, es simple: un matrimonio de dos espías del KGB se hacen pasar por estadounidenses en un barrio típico de Washington. Ellos son Phillip y Elizabeth Jennings (Matthew Rhys y Keri Russell), fueron adoctrinados en su adolescencia soviética para mimetizarse como ciudadanos norteamericanos, fingieron un matrimonio convencional, y lo hicieron tan bien que hasta incluso concibieron un par de niños para mantener la tapadera. Estos chicos ahora pisan la adolescencia y desconocen la verdadera identidad de sus padres.

Los Jennings tienen como vecinos a otra familia, los Beeman. Él, Stan Beeman (Noah Emmerich), es agente del FBI. Y como ocurre con Walter White y su cuñado, el gato y el ratón viven muy cerca pero el gato no sabe que su amigo es el ratón. Esta cercanía vecinal es, quizá, la única licencia poética de una historia que, por lo demás, parece tremendamente true story en su concepción y su trama. Incluso en la camaleónica capacidad de disfrazarse de su protagonista masculino.

Levadura

Salvando muchas distancias, The Americans tiene algo que se parece a Mad Men. No solo porque las dos series recrean una época, sino por la obsesión de sus creadores por hacer que esas épocas parezcan ciertas, que no haya rasgos tópicos ni exageraciones que salten a la vista.

Entre estas sutilezas hay dos que me fascina: de qué forma este matrimonio falso comienza a desarrollar un sentimiento de amor real; y de qué manera el varón (Phillip Jennings) empieza a sentir “algo” por el estilo de vida americano. Los dos sentimientos —amor, patriotismo— son inicialmente una línea casi invisible en la trama, y el increscendo es natural, probable y goteado por los guionistas de un modo magnífico.

Eso es lo que tiene The Americans de especial: nunca da la sensación de ser una gran serie, pero la trama va creciendo en nuestra cabeza de a poco, como si tuviera levadura, y un día se nos hace imprescindible. Me ha pasado muchas veces, durante esta segunda temporada, que espero que lleguen los lunes sin saber que estoy esperándolos a ellos, a los Jennings.

Amor y contraespionaje

Como si ya esto fuera poco, la trama “soviética” (lo que ocurre en la embajada rusa) también tiene un plot magistral. La relación entre el agente Stan Beeman (FBI) con la bellísima agente de la KGB Nina Sergeevna (Annet Mahendru) no tiene nunca desperdicio. Esa mezcla de espionaje, amor, contraespionaje y desamor funciona de un modo alucinante.

Les recomiendo The Americans como quien recomienda un licor extraño que se consigue en cualquier supermercado. La serie está ahí, en la estantería de todas las series, y ha pasado desapercibida. Sin embargo, tiene un puntaje de 8,2 en IMDB y un montón de seguidores silenciosos y fieles. Tan silenciosos como la familia Jennings. Como el matrimonio de Phillip y Elizabeth, que no pueden decir quiénes son pero están ahí, siempre despiertos, vigilando el sueño americano.

Miro a los hijos del matrimonio Jennings y los envidio: algún día descubrirán que sus padres no son norteamericanos, ni gerencian un negocio de viajes en las afueras de Washington, ni bajan al garaje para hacer la colada. Un día Paige y Henry (13 y 11 años) descubrirán que sus padres son soviéticos infiltrados en los Estados Unidos de Reagan, que salen a la madrugada a matar gente, que odian todo lo yanqui, que fingen ser un matrimonio, y que lo que hay en el sótano, detrás de la lavadora, es un sistema encriptado para comunicarse con Moscú. ¡Ah, el día que esos chicos sepan esto sobre sus padres, qué hermoso episodio de The Americans será ese!

Todavía no ha ocurrido, y por eso no es un espoiler lo que acabo de escribir, sino más bien el deseo de un espoiler. La serie The Americans promedia su segunda temporada y entre sus muchos aciertos hay uno que me encanta: no es una serie precipitada, las cosas no ocurren a lo loco, todo lleva su tiempo de cocción y su estilo. Pero eso sí: cuando las cosas ocurren, es un placer ver de qué manera todo cambia.