El experimento demográfico que enraizó el franquismo a golpe de azada: la otra historia de los 'pueblos de colonización'

Sandra Vicente

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Europa acumula municipios cuya fundación se remonta a varios siglos antes de Cristo. Pero en medio de estas villas milenarias, en España hay más de 300 pueblos que apenas tienen 60 años. Uno de ellos es La Cartuja de los Monegros (Huesca). Allí donde antes sólo había árido desierto, en 1967 se empezaron a erigir casas, calles y zonas de cultivo alrededor de un canal que también se acababa de estrenar.

Los nuevos habitantes de este nuevo pueblo empezaron a llegar a su nuevo hogar a horas intempestivas, cuando la noche ya había caído. Muchos, cuando se instalaron en casa, sintieron la incertidumbre recorrer sus cuerpos: habían abandonado a sus vecinos de toda la vida, con quienes compartían calles y confidencias, para instalarse junto a gente de la que no sabían nada.

Estas familias que habían sido elegidas para habitar las villas sin historia habían dejado toda una vida atrás. “Venían de pueblos con identidad. Eran los hijos, hermanos o nietos de...Ahora vivían en un sitio en el que no conocían a nadie y en el que los niños se equivocaban de casa porque todas eran iguales”. Quien habla es Marta Armingol, cuyos abuelos fueron unos de los primeros habitantes de este municipio, en el que ella nació en 1982.

La Cartuja de los Monegros es uno de los 300 'pueblos de colonización' que salpicaron la España del franquismo. Fueron la otra cara de la conocida política de creación de pantanos del dictador y formaban parte del plan del régimen para poblar zonas rurales vacías y llenar desiertos, páramos y ciénagas de campos productivos.

A las más de 55.000 familias reubicadas se les encargó dos misiones: hacer florecer el desierto y convertirse en la imagen de la nueva España formada por hombres y mujeres rurales y católicos, purificados por el trabajo duro y el aire del campo. Los 'pueblos de colonización' son la imagen de una migración interna sin precedentes, de la politización del agua y de políticas populistas que intentaron comprar el favor de las personas más pobres de la posguerra con una casa y una pequeña parcela.

Esa complejidad es la que se explica en el libro 'Colonización. Historias de los pueblos sin historia' (La Caja Books, 2024), escrito por Marta Armingol junto al periodista argentino Laureano Debat. Ambos coincidieron por casualidad cuando La Cartuja de los Monegros estaba a punto de cumplir 50 años. El latinoamericano se sorprendió al saber que en Europa había pueblos más jóvenes que en el nuevo continente.

La fascinación de Debat hizo que Armingol se replanteara realidades que había asumido como naturales. De esas conversaciones nació la idea de publicar el libro, que es una crónica de viajes, un recopilatorio de testimonios, historias e intríngulis políticos tras estos 'pueblos de colonización'.

Con el agua empezó todo

Para entender los pueblos de colonización, hay que tener en mente dos nombres: Joaquín Costa y José Luis Pérez del Amo. Este último fue el artífice de la arquitectura de las nuevas villas y el primero fue quien ideó las políticas hidráulicas que se tradujeron en pantanos y canales que regarían lo que antes era desierto. “En la España de principios del siglo XX, con el declive de las colonias y tras la guerra, había que generar más tierras productivas”, cuenta Debat.

El régimen escogió para esta tarea a personas cuyo único requisito –oficialmente– era no tener antecedentes. Pero en realidad los colonos estaban unidos por la necesidad. El franquismo les sedujo prometiéndoles que, a cambio de abandonar sus pueblos y hogares, podrían poseer una pequeña parcela de tierra y una casa. Una opción muy prometedora para esas familias, muchas de las cuales seguían viviendo en cuevas o barracas y que no sabían lo que era tener habitaciones o baño.

Pero esa promesa ocultaba un futuro difícil. Las tierras no estaban preparadas para dar fruto y muchos colonos, la mayoría de los cuales no tenía ningún conocimiento de agricultura, tardaron años en lograr cultivar algo. “No les regalaron ni las casas ni las tierras, lo pagaron todo con trabajo y dinero”, resume Armingol.

A parte del pago en metálico, los colonos también pagaban en especias, con un tercio de lo que cosechaban. A veces el diezmo no les dejaba para comer y muchos cultivaban judías o patatas, de más fácil arraigo, para alimentar a sus familias. Pero esos cultivos no estaban autorizados por el régimen y los interventores de Franco los mandaban arrancar, con lo que muchas familias pasaron serias penurias hasta que lograron domar sus campos.

Los primeros años fueron duros, sobre todo para aquellos que venían de pueblos fértiles. La ironía de esta historia es que muchos de los colonos venían de villas que quedaron inundadas por los pantanos que debían alimentar a las nuevas villas, mucho más yermas, pero estratégicamente mejor ubicadas para el régimen. “Se expropiaron pueblos enteros”, resume Armingol.

El panóptico de la colonización

“Las parcelas que riega el agua, antes las regó la sangre”. Así hablaba uno de los colonos a los que Armingol y Debat entrevistaron para el libro. En sus visitas a los pueblos ellos también pudieron notar que la guerra y la dictadura están presentes en el ADN de estas villas. “Una parte de su función era generar la imagen de la nueva España, limpia de la contaminación roja de las ciudades”, explica el argentino.

El trabajo duro era clave en esta configuración de la España rural. El trabajo “salva y purifica”. Y prueba de ello es que los pantanos se construyeron, en su mayoría, por presos políticos a quienes se les rebajó la pena y, en algunos casos, se les permitió convertirse en colonos. “El trabajo quita lo comunista”, bromean los autores del libro.

El control era férreo en los 'pueblos de colonización'. El régimen vigilaba no sólo las cosechas, sino también los encuentros y lo que se tramaba entre los colonos. La vigilancia estaba a cargo de las JONS, que tenía locales en los pueblos por los que pasaba toda oferta de ocio y de reunión social.

Pero donde esta agrupación fascista puso el ojo fue, principalmente, en las mujeres. La Sección Femenina no sólo tenía local, sino que la delegada de zona contaba con un apartamento en cada 'pueblo de colonización' para vigilar de cerca a las campesinas, a las que se quiso convertir en “ángeles del hogar”.

Ellas eran las encargadas de salvaguardar los valores del régimen en cada casa y evitar “desvíos ideológicos”. Para ello, la Sección Femenina les daba clases de costura y cocina y les animaba a ser “discretas, sonrientes y recatadas” a pesar de que, después de zurcir los calzoncillos de sus maridos, pasaban horas y horas en el campo.

“Las mujeres fueron esenciales para forjar el plan de la nueva España rural”, asegura Debat. Y el plan funcionó. De hecho, Franco no tardó en querer presumir de su España limpia, trabajadora y católica. Como Mussolini, el caudillo también se dejó ver por diversos 'pueblos de colonización', que se convirtieron en una imagen bucólica y aparecían recurrentemente en el NO-DO.

Conservador en lo ideológico, vanguardista en lo estético

“Los pueblos de colonización eran franquistas, católicos y carcas en lo ideológico”, afirma Debat, “pero vanguardistas en lo estético”, añade. Esta definición es también la que aplica a José Luís Fernández del Amo, el principal ideólogo de la arquitectura de estas villas. “Era una figura muy curiosa”, añade Armingol, que cuenta que este hombre aferrado a la ideas más carranclonas del régimen fue la puerta de entrada para artistas y arquitectos modernos y transgresores.

Un ejemplo de ese arte de vanguardia se encuentra en las iglesias. La primera presentación del libro 'Colonización' se hizo en la capilla de La Cartuja de los Monegros, el pueblo natal de Armingol. “Los que hemos crecido ahí hemos naturalizado esas formas y esas figuras, pero investigando se me ha reeducado la mirada y quería que mis vecinos vieran lo que yo veo ahora”, afirma la aragonesa.

“Hay retablos, pinturas y esculturas que podrían estar en museos de arte contemporáneo”, añade Debat. Ambos explican que han descubierto planos y esculturas de artistas reconocidos, algunos de los cuales formaban parte incluso de la Escuela Bauhaus.

“Eran construcciones muy cuidadas, que buscaban respetar la funcionalidad de los espacios y la estética del entorno, usando materiales propios de la zona”, cuenta Armingol, que asegura que los arquitectos pasaban días en las zonas en las que iban a construir para ver cómo vivían los campesinos del lugar.

Medio siglo después queda la incógnita de si esas pequeñas obras de arte estaban en los pueblos de colonización, habitados por campesinos iletrados y pobres, por respeto a los vecinos de esta nueva España o porque la lejanía de la capital permitía más libertad creativa.

Hoy, muchos de aquellos pueblos ya no existen; ya sea porque el régimen entendió que las tierras no se podrían llegar a cultivar o porque dejó de interesar tener un asentamiento allí. Otros fueron abandonados, víctimas de la despoblación. Algunos se han anexionado a ciudades que se han expandido y muchos cambiaron sus nombres para deshacerse de apellidos franquistas, aunque alguno los conserve, como Llanos del Caudillo (Ciudad Real). Y unos pocos, como Poblenou del Delta (Tarragona), se han convertido en reclamos turísticos.

Con el paso de los años, se ha ido olvidando el experimento demográfico que fueron estos pueblos y se habla de ellos, de uno en uno, cuando cumplen años, o para destacar sus virtudes arquitectónicas. Pero pocos recogen los testimonios de quienes vivieron aquellos años y levantaron pueblos y campos de una España rural que hoy, en parte, parece condenada a desaparecer.