Here comes the hotstepper -lalalalala- And the lyrical dancer -lalalalala- Excuse me, mr officer -lalalalala- still love you like that...
Si puedes tararear esta canción de memoria es porque te gusta un tema que fue hit en los noventa. Si para tararearlo te has levantado, estás moviendo las caderas, los hombros y los brazos como si no hubiera mañana mientras esbozas una estúpida sonrisa, es más que probable que vivieras los noventa.
¿Por qué esta diferencia? En el primer caso, la canción únicamente ejerce el papel para el que está hecha: agradar y, a lo sumo, poder recordarla. En el segundo, ésta te evoca un recuerdo, probablemente feliz o agridulce de una época en la que fuiste joven y dicharachero y bebías cubatas a quinientas pesetas. Por eso sonríes, ¿no? No. O al menos no es tan simple. Según Daniel Levitin, autor de This Is Your Brain on Music: The Science of a Human Obsession, la relación entre la música que escuchamos en nuestra adolescencia y nuestro cerebro es, básicamente, una historia de amor, nostalgia y gimnasia neuronal.
El sentimiento nostálgico tan comúnmente asociado a ciertas canciones parece así tener una explicación científica: los estudios de mapeado del cerebro muestran que nuestras canciones favoritas estimulan un circuito de gratificación del cerebro, que libera dopamina, serotonina, oxitocina y otras sustancias neuroquímicas que nos hacen sentir bien. Un chute en toda regla. Cuanto más nos gusta una canción, más gratificación de estas drogas obtiene nuestro cerebro.
Pero entre los 12 y 22 años, nuestros cerebros se desarrollan muy rápidamente, y la música que escuchamos -repetidamente, como solamente hace un adolescente- genera una huella de memoria que no desaparece. Según Levitin, al volver a escuchar estas canciones, que han creado conexiones neuronales específicas, regresaría también una emoción intensa, relacionada con las hormonas de la pubertad.
La identidad musical, tan codiciada en la primera juventud, forma parte, además, del momento en el que el adolescente configura un yo que -por más que perfeccione a lo largo de los años- se consolida durante ese mismo periodo. Siguiendo con esta teoría, según un estudio de la Universidad de Leeds, no es casual que la música que escuchamos en esos años sea la que, además, nos evoque los mejores o más intensos recuerdos de nuestra vida. Esa huella sensorial que permanece en nuestro cerebro explicaría por qué recordamos exactamente qué sentíamos la primera vez que escuchamos aquella canción de Ace of Base pero no nos dice nada el último hit de Lady Gaga. Todo tiene que ver con lo mismo: el tema no nos dice nada de nosotros ni en lo identitario ni en la evocación nostálgica. ¿Es mejor Ace of Base que Lady Gaga? No es importante. Su complejidad estética o relevancia artística no tiene nada que hacer con lo que nos provoca una canción que vivimos, lo que William Wordsworth denominaba “el ojo interior”, la memoria, que, recordemos, para él era “el éxtasis de la soledad”.
Ya hace veinte años de casi todo
La gustera que nos provoca el recuerdo puede ser una de las razones del revival perpetuo que vivimos en los últimos tiempos. ¿Será consciente la industria del éxtasis neurológico de las canciones o se trata simplemente de ordeñar una vaca que sigue dando réditos? En cualquier caso, aquí van algunos fenómenos susceptibles de la nostalgia:
Veinte años de la muerte de Kurt Cobain han dado pie a ediciones, reediciones y revisiones del grunge. Pearl Jam, Jane's Addiction, Faith No More suenan una y otra vez mientras una parte de la población asiste, atónita, a algo que denominado neogrunge y el regreso de las botas Martens en pleno verano.
El disco que conformó la identidad de Blur, Parklife, también cumple veinte años. Sí, ya hace dos décadas de las chicas que quieren que los chicos sean chicas y ser chicos y de este videoclip. Esto significa que año que viene se cumplirán veinte años de la batalla entre Blur y Oasis por el primer puesto en la lista de ventas. Sería un buen momento para desvelar el origen de la rivalidad, antes de que alguno de ellos sea abuelo.
Veinte años de What's My Name de Snoop Doggy Dogg, justo en el momento en que Cypress Hill reta al rapero a que cumpla con lo del cubo de hielo...con marihuana.
Veinte años de bandas sonoras de películas románticas para chicas en las que las guapas llevan gafas para que no parezca que son guapas. Una tradición sólida que no parece tener fin.
Veinte años de una canción del verano de chicos blancos con rastas. Si estás bailando esto con evocación placentera, es que la oxitocina realmente es una droga potente. Potentísima, vamos.