“La música hecha con el cuerpo nos enfrenta con los sonidos actuales que no contemplan el hecho de cantar, afinar o tocar un instrumento”. Kiko Veneno (Girona, 1952) es contundente al valorar cómo ha cambiado la industria de la que lleva formando parte durante más de 40 años. Ariel Rot pertenece a la misma tradición artesanal que realza el artista. Una forma de entender este arte con la que están recorriendo España en su gira conjunta Un país para contarlo. Su próxima parada será València este viernes 23 de septiembre, donde ofrecerán un concierto gratuito dentro del marco del Festival con el que elDiario.es celebra su décimo aniversario.
El cantante, cuyo nombre real es José María López Sanfeliu, estudió Filosofía y Letras. Sus viajes por Europa y Estados Unidos, en los que asistió a conciertos de figuras como Frank Zappa y Bob Dylan, fueron claves a la hora de definir el estilo que posteriormente ha marcado su carrera. Sus inicios fueron de la mano de Rafael y Raimundo Amador, con quienes formó el grupo Veneno y publicó en 1977 su primer álbum homónimo. Un volumen considerado como uno de los mejores de la música de nuestro país del siglo XX. Después llegaría su colaboración en La leyenda del tiempo de Camarón de la Isla, origen de uno de sus temas más emblemáticos, Volando voy.
Más adelante vinieron sus trabajos en solitario, entre los que se incluyen Seré mecánico por ti (1982), Échate un cantecito (1992), Está muy bien eso del cariño (1995), Gira mundial (2002), El hombre invisible (2005), Sombrero roto (2019) y Hambre (2021), su último disco hasta la fecha. Su valor ha sido reconocido con numerosos galardones, entre los que figuran la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2010 y el Premio Nacional de las Músicas Actuales en 2012.
“Cuando yo empecé, había un entusiasmo que es imposible que hoy forme parte del discurso juvenil”, reconoce desde el otro lado del teléfono, donde comprende que el “individualismo” que impera en las composiciones de la gente joven sea “fruto de su angustia por el futuro que se les niega”. Eso sí, lamenta que la “desconfianza” de estas nuevas generaciones no tenga “una contrapartida en forma de actividad social, cultural y política para poderlo revertir”.
¿Cómo cultiva el amor por su profesión después de tantos años de carrera?
La música es abstracta pero a la vez cercana, concreta y artesanal. Y eso es maravilloso. Para mí, es la vida. Al que no le gusta es porque no la entiende. Pero es muy fácil de definir por el amor y acercamiento que despierta, y la unión que provoca tan bonita entre la gente. Es nuestra profesión, siempre estamos pensando en ella.
De chico empiezas escuchando, vas resignificando las cosas, las vas redirigiendo y haciendo tuyas como creador. Añades pequeños detalles de tu percepción y tu personalidad. Es un privilegio absoluto poder convertirte en emisor. Continuar esa rueda. Andrés Calamaro tenía mucha razón cuando ante el que decía “esta canción es muy mala”, respondía que “malo no, malo es el que mata”. Nunca he conocido una canción que lo haya hecho. Hasta la música mala tiene siempre algo bueno. En cualquier caso, la música siempre libera.
La capacidad de unión de la música contrasta con la polarización que impera hoy en día en la sociedad, ¿implica esto que hay contextos en los que es más necesaria que en otros?
No, porque la música está igualmente polarizada. Ahí están las discusiones, por ejemplo, de Rosalía y la apropiación cultural. La cultura, más bien la incultura, está muy polarizada porque la cultura de verdad nunca es polar. Siempre es multilateral. La cultura es una negociación constante con la vida. La incultura no, es cerrarse y no ver nada más que lo que te interesa. Hay cadenas de música que se dedican exclusivamente al reguetón o cualquier otro género en concreto. Comunican muy poco unos sectores con otros.
Nosotros representamos la música antigua, el rock del sigo XX, música artesanal, tocamos instrumentos. Yo he usado las máquinas en mis últimos discos, pero aquí traemos la tradición antigua de la música hecha con el cuerpo. Algo que ya nos enfrenta o separa de cantidad de gente, sobre todo jóvenes, que están en sonidos actuales y no contemplan el hecho de cantar, afinar o tocar un instrumento. Su acercamiento artístico es a otro nivel, a través de los ordenadores, de una serie de tecnologías.
¿Qué se está perdiendo con este cambio dentro de la propia industria?
Cuando yo era joven, The Beatles llegaron y arrasaron todas las costumbres. Mucha gente mayor que había amado a Elvis Presley y las orquestas de swing se sintió decepcionada. Mientras nuestros padres decían que ellos no sabían nada de música, nosotros decíamos que los antiguos eran unos músicos muy correctos, pero que tenían mínima emoción y conexión con nuestro estado generacional.
Los que decimos que “los de ahora no cantan, es autotune o no tocan ningún instrumento” nos sentimos un poco igual. Es una barrera que se ha marcado. Se está inaugurando una tradición de música hecha con ordenador por gente sin formación musical, pero con sensibilidad y con arte. Que son capaces de mostrar su intimidad y su sensibilidad; a veces de su no hacer nada y de su desesperanza ante el futuro. Y te lo presentan de forma muy fragmentada, con una música minimalista, individualista y global en cuanto a la recepción que tiene.
La corriente mayoritaria de la música actual está infectada y determinada por este tipo de música. Por lo menos, una corriente juvenil que es con la que las compañías tratan de comercializar porque es la que más beneficio les da.
Se está inaugurando una tradición de música hecha con ordenador por gente sin formación musical, pero con sensibilidad
¿Esta polarización afecta, además de a cómo se hace la música, a los temas que se abordan a nivel ideológico?
Claro. La música es ideología. Todo va unido. Es una forma de vivir. Esta música juvenil de ahora está más relacionada con el individualismo, que lleva al minimalismo y tiene que ver con gente que está aislada, en su cuarto. Ahí hay una filosofía de fondo, que es su angustia ante el futuro que se les niega. Por eso hacen música con desesperanza y desazón, refleja su estado de ánimo. Cuando yo era joven, había un entusiasmo que es imposible que hoy forme parte del discurso juvenil.
¿Alguna vez se ha planteado qué gente escucha sus canciones, y que pueda incluir a votantes desde Vox a Podemos?
Sí. Mi música la escucha todo el mundo menos la gente joven, a la que no le interesa nada. Ahora hay muchos que me oyen en Spotify porque C. Tangana ha metido una canción conmigo en su disco. Ellos no tienen un interés cultural como el nuestro, que consistía en conocer la obra de Nietzsche, de Lorca o Bob Dylan. No van por obras, sino por personas. El sistema actual no permite una elaboración cultural. Cuando nosotros escuchábamos a Antonio Machado, Paco Ibáñez, Camarón y Lorca, dábamos toda una vuelta al circuito cultural. Esta gente están haciendo un circuito de consumo, pero no se lo reprocho.
Teníamos la idea de que la cultura es una liberación para las personas y la sociedad. Y esta gente tiene la idea de que la cultura no es nada, que la sociedad no tiene arreglo, ellos no tienen espacio en esta sociedad y, por tanto, la cultura es una diversión eventual, de “vamos a gozarla como podamos”. Sin deslindar ninguna otra cuestión filosófica, cultural ni trascendente. No le quieren dar ninguna trascendencia. Pero no deja de ser un fenómeno social como lo es Rosalía. Ella sí que tiene cultura pese a que está en una batalla que aparentemente no es suya. La del consumo global por el brillo, el esplendor, ser el número uno y tener más likes.
¿Por qué ha pasado esto? ¿Por qué existe ahora esta incultura que menciona? Da la sensación de que tampoco han pasado tantos años.
No han pasado muchos años, pero sí muchísimas cosas. La cultura ya no es algo apreciable, no es un bien. No se regalan discos ni libros de poesía. Vivimos en un monopolio de la cultura, la política y los medios de comunicación. Las empresas que mueven el mundo están por los beneficios, por convertir a las personas en números desechables, por las normas, los cánones de belleza, la delgadez.
El circuito monopolista de la vida hoy está hecho contra la cultura, ya que esta significa diversidad, no querer imitar a nadie, reconocer la tribu pero también tu propia personalidad. Toda esa complejidad se ha difuminado. Lo complicado se rehúye. ¿Ganamos algo haciéndolo? Sí, en incultura. Nos ponemos en manos del consumo. Se ve en que cada vez hay más obesidad. Esta gente ha hecho un trato con el sistema por el que pueden conseguir la sensación de comer todos los días lo que quieren, teniendo que depender a cambio de un montón de cosas y pasividad. La sociedad es bastante pasiva ante lo que nos está cayendo. La cultura es la única que puede remediarlo porque significa en sí estar atento, pendiente y al tanto de lo que está pasando. No de los libros, sino de las personas, de por qué los chiquillos van hoy por la calle y se chocan con un árbol porque van mirando al móvil.
Si escuchas el pop mundial hecho con ordenador, de Billy Eilish a Rosalía, compruebas que no existe prácticamente alegría en la gente joven de hoy: son canciones lánguidas, tristonas
¿Cuál podría ser un primer paso para esta situación no sea irreversible?
Leer a Nietzsche, que implica un gran esfuerzo, y seguramente sea demasiado pedir para muchos. No hay nada que tengas que aprender que no cueste. Todo lo que vale la pena, el amor, el conocimiento, la amistad, todo hay que lucharlo y pelearlo. Nada de eso es intercambiable por un bien de consumo, ni es numerable como una estadística, ni es globalizable como unos fondos buitre.
No estoy hablando de que hasta que no haya educación no van a cambiar las cosas, sino de que esto es irreversible mientras que ahora mismo tú y yo no pongamos la mano en el asador y donde hay que ponerla. Yo la estoy poniendo.
¿Cree en el poder de la cultura para cambiar las cosas?
Que la gente se sienta protagonista del arte y de la cultura es lo que interesa porque es lo que les va a hacer sentirse protagonistas de sus vidas y, por lo tanto, de la política también.
Parece que cada vez hay precisamente más desapego a la política, más desconfianza en quienes tienen el poder. ¿Es esto que esté afectando, para mal, a esta necesidad de cambio?
Totalmente. Si escuchas el pop mundial hecho con ordenador, de Billy Eilish a lo último de Rosalía, que también tiene canciones que suenan a ordenador en la habitación; compruebas que no existe prácticamente alegría en la gente joven de hoy. Son canciones lánguidas, tristonas. La desconfianza que manifiesta esa nostalgia y melancolía está muy fundada; pero ojalá tuviera una contrapartida en forma de actividad social, cultural y política para poderla revertir.
Pero para colmo, esta generación tan desesperanzada son un 1% de la población, porque ahora a la gente le ha dado por no tener hijos. Solamente los del tercer mundo. Con lo cual, tampoco en el primero tenemos gente joven para revertir esto. En los años 60, la juventud que cambió la vida y el mundo eran entre el 20% y el 30% de la población, ahora son el 2%.