El rap es una expresión musical de origen callejero cuyas síncopas determinan la rima a golpes de denuncia social. Más que cantar, los raperos recitan en su jerga; argot envuelto en nubes de smog y desencanto. Señalan, apuntan y disparan. Hacen daño, claro que sí. Sus golpes rabiosos son coreados por la juventud que vive en los márgenes, ahí donde la política establece que las unidades de producción marginal no merecen privilegios.
Pablo Hasel es uno de tantos que se sirve de la cultura rapera para declarar verdades que los bien pensantes ocultan. Hace unos días le entraron en el trullo por rimar Borbón con ladrón. Con asunto tan injusto, las calles se han vuelto a llenar de barricadas. La gente ha salido a protestar exigiendo la excarcelación del rapero y las fuerzas de represión directa han reprimido con ganas, poniéndole empeño a su función que no es otra que la de servir como membrana protectora a las células enfermas que forman y conforman el capitalismo. Ya sabemos que cuando el capitalismo se pone nervioso, saca al fascismo de paseo; en este caso al fascismo oficial.
Las calles llevaban años tranquilas, mansas, aceptando su derrota desde que la mal llamada izquierda fue subsumida por el partido que se dice socialista, hoy en el gobierno. El juego sucio del capitalismo financiero se puso en marcha tras el 15M. Una década después, los postulados se han oscurecido. Carmenas y Errejones, magdalenas, empanadillas y estrofas babosonas en los cabreados madrileños pusieron en marcha una operación cosmética que allanó la piel del capitalismo. Con esta maniobra, la derechona de siempre volvió a ocupar las instituciones. Mirándolo con la perspectiva del tiempo, el primer mojón de la derecha disfrazada de izquierdismo fue el ingreso en prisión de unos titiriteros. El último mojón ha sido el ingreso en prisión de Pablo Hasel. Entre medias, la confusión y el engaño.
Pero lo de perseguir la expresión artística es algo que se lleva practicando en este vergonzoso país desde tiempos antiguos. Lorca y Miguel Hernández son el ejemplo. No estoy comparando la expresión de Hasel con la de ellos, tan solo estoy comparando el efecto que ha causado dicha expresión. Llevar preso a un chaval que denuncia la desvergüenza de los hijos de la aberración cromosómica es revelador. Manifiesta que en nuestro país no hemos avanzado un ápice en lo que se refiere a libertad de expresión. Tan sólo hemos avanzado en lo que se refiere a libertad de represión. España siempre fue un país en vías de subdesarrollo.
En momentos así, se echan en falta las voces de los intelectuales. Los de siempre han callado como lo que son. Estómagos agradecidos, siempre acomodados bajo la farola que más calienta. Es más, alguna intelectual ha aprovechado la entrada en prisión de Hasel para naturalizar a la extrema derecha desde las redes sociales. ¡Esos dedos que no saben estarse quietecitos!
Porque la falta de cultura de raíz política, sumada a la falta de ética, hacen de los intelectuales -e intelectualas- del régimen del 78 una caterva de pesebreros que el politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca disecciona en su ensayo “La desfachatez intelectual”, publicado hace unos años en Los libros de la Catarata; un trabajo imprescindible para acercarse al vacío de referentes culturales que sufrimos desde que un 23 de febrero de hace ya 40 años, Juan Carlos de Borbón se instaurase como salvador de la democracia. Una fecha que la España testicular conmemora con nostalgia. ¡Se sienten, coño!
Para ir terminando, sólo me queda decir que no soy intelectual y ni falta que hace, no pertenezco ni quiero formar parte de Los Selectos Cielos del Arte. Tan sólo vine aquí para unirme a la voz de la calle y gritar bien alto: ¡Libertad para Pablo Hasel!