Vivimos un momento en el que los creadores se miran al ombligo en ejercicios ególatras y falocentristas. La muestra evidente se encuentra en el cine. Paolo Sorrentino, Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón, Kenneth Brannagh, Steven Spielberg… todos han decidido que había que ponerse en el centro del relato. Todos lo hacen aireando su riesgo. Dejando claro que esa es su historia pasada por su tamiz artístico, por su mirada. Todos, sin embargo, escogen un momento concreto, un trauma determinado como excusa para demostrar que son los mejores creadores.
El auge de la autoficción ha terminado por desvirtuar el término, por arrastrarlo por el suelo. Ahora la autoficción es un recurso más, una decisión estética como el que elige usar un narrador en primera persona o en tercera persona. Es en esos momentos donde la Academia Sueca ha dado un golpe en la mesa y ha dicho basta. Que la auténtica autoficción es la que ha desarrollado durante décadas Annie Ernaux, la autora que siempre suena en las quinielas, la que Emmanuel Carrère califica como maestra y de la que siempre se olvidan. Parecía difícil que en un momento en el que la autoficción se ha convertido en un palabro ganara ella, pero por fin se ha hecho justicia.
Lo que la obra de Annie Ernaux demuestra es que no es un recurso estético, sino una decisión ética. Ernaux convirtió su vida y su cuerpo en un arma política y poética. Se narra a ella para narrarnos a todos. Usa sus historias como materia prima para deformarlas y poner un espejo delante de todos. Antes de que llegara el me too, Ernaux había ya escrito dos obras que siguen siendo hoy feministas y revolucionarias. El acontecimiento (Tusquets Editores) es la más evidente. El retrato de su aborto en los años 60, cuando estudiaba filosofía y estaba prohibido, es una obra maestra en la que su relato trasciende la primera persona para convertirse en el de toda una generación de mujeres que fueron a callejones oscuros a que alguien les practicara un aborto ilegal. Es un libro físico, que duele, que hace sudar y sufrir.
Ernaux no amaga, no aporta solo un poco de su experiencia, ella va con todo. Es la única forma de hacerlo. La academia sueca ha destacado de su obra que “escribir es un acto político que nos abre los ojos a la desigualdad social”. Ahí está otra de las claves de una obra inteligente y bella, capaz de conmover y escocer al mismo tiempo. Sus libros —a los que ella nunca llama novelas— son la muestra clara de que la diversidad no es ninguna trampa, que las luchas identitarias deben ir al lado de las de clase.
Todo en Annie Ernaux es política, desde su reivindicación del deseo en obras como Pura pasión (Tusquets Editores) o Perderse (Cabaret Voltaire) hasta los centros comerciales, a los que radiografía como contenedor de todas las diferencias de clase, género y raza en Mira las luces, amor mío (Cabaret Voltaire). ¿Alguien se ha planteado que la cola rápida del súper, esa en la que uno mete sus propios productos en su bolsa, es una forma de precarizar y despedir trabajadores? Después de leer a Ernaux uno se da cuenta de que hasta elegir unas galletas en el Carrefour es una cuestión moral y política.
La contraposición entre ficción y realidad es un falso problema, lo importante es escribir la verdad
Su revolución no fue solo estética, sino también temática. Pocas mujeres habían hablado del deseo como ella lo hizo en Pura pasión, narrando su aventura con un amante ruso en el que se muestra lo violento, tóxico y salvaje de cualquier relación. La dependencia a la que una mujer feminista se somete sin poder evitarlo. Su pluma como “cuchillo”, como ella misma la define se clava en su propio sexo, en su propio cuerpo. Ernaux cuenta sin tapujos sus relaciones, el erotismo, y después la decepción y la toma de conciencia del machismo que soporta.
Su compromiso con su literatura es total. Su vida y su cuerpo siempre están al servicio de ella. De la traumática experiencia del alzhéimer de su madre nació Una mujer (Cabaret Voltaire), un relato complejo sobre las difíciles relaciones maternofiliales, sobre la memoria, la enfermedad y el cariño. Sus últimas páginas, con la propia autora siendo consciente de que ya no verá nunca más a su madre son desoladoras. Su duelo como experiencia catártica para el lector.
El complejo de clase
Hay dos temas que siempre destilan de sus obras. La cuestión de género y de clase. Ernaux escribe una literatura eminentemente feminista. No solo de forma explícita, sino también en su forma de narrar los cuerpos, el sexo y las relaciones. Todo está filtrado por su experiencia, en la que ser una mujer ha sido determinante para ser menos reconocida, menos premiada, menos valorada en cualquier ámbito, empezando por el laboral.
El tema de clase aparece siempre para analizar el complejo que ella misma sufrió siendo joven. El de una mujer que siempre quiso escapar de su pueblo, de la clase obrera que su familia representaba. No quería trabajar en la tienda de ultramarinos de sus padres, no quería ser la siguiente mujer encerrada en ella y condenada a casarse joven e infeliz. Eso hizo que odiara sus raíces. Sus libros van mostrando su reconciliación de una forma inteligente y emotiva. A cada uno de sus padres le dedica uno o varios libros.
En El lugar (Tusquets Editores) cuenta el orgullo —obrero— de su padre porque se prepara para ser profesora. Muere pocos meses después. Ernaux revive las vivencias con él en un encuentro que le sirve para enseñar los prejuicios hacia los obreros, las trampas de la escalera social y el odio que parece que lleva implícito ascender de clase social hacia las que quedan abajo. Una Annie Ernaux que descubre la nouvelle vague y mira a su padre por encima del hombro porque él disfruta del cine popular, para terminar dándose cuenta de que ambos estaban unidos mientras reían con Louis de Funes.
Lo mismo hizo con su madre. “Ella servía patatas y leche de la mañana a la noche para que yo estuviera sentada en un anfiteatro oyendo hablar de Platón”, dice en Una mujer, y en dos líneas deja claro el sacrificio de sus padres, pero también el de toda una clase obrera para que sus descendientes sean burgueses que van a renegar de sus orígenes y de ellos. Annie Ernaux no. Con sus libros, convirtiendo su vida en algo político, los reivindica. Mira a sus padres de igual a igual tras analizarles con la autoficción. Ya no hay superioridad moral porque la literatura le ha servido para hacer las paces.
Con todas sus obras la pregunta acaba siendo la misma: ¿es realidad o es ficción? Su respuesta es siempre la misma, y hasta la explicita en sus libros, donde se plantea sobre los límites y sobre si debería aclarar lo que es o no es verdad. “La contraposición entre ficción y realidad es un falso problema, lo importante es escribir la verdad. Y la forma que esta verdad adopte, ya sea la ficción, la no ficción, la autobiografía, no es crucial, lo crucial es la verdad”, declaró a este periódico a finales de 2019, tras recibir el premio Formentor. La obra de Annie Ernaux demuestra que la autoficción nunca fue una cuestión de ego ni de estilo, sino de honestidad.