En Un método peligroso, una de sus películas menos apreciadas, el canadiense filmaba la palabra escrita sirviéndose de arcaísmos como mostrar en pantalla detalles de la correspondencia entre Sigmund Freud y Carl Gustav Jung. Unos años antes, en su “adaptación” de El almuerzo desnudo, había logrado algo a priori tan inalcanzable como poner en imágenes no solo la escritura completa, sino el paisaje psíquico de uno de los más importantes escritores del siglo XX. Allí el cineasta se dejaba poseer por la voz de William Burroughs y lo hacía sin perder la suya, logrando uno de los objetos cinematográficos más sugerentes de nuestro tiempo. “Si él se muere, yo escribiré su próximo libro”, llegó a decir entonces. Le seguirían otras dos adaptaciones literarias, M. Butterfly y Crash, en las que continuaría narrándose con éxito a partir de textos ajenos, algo que ya había hecho en La mosca, La zona muerta o Inseparables y volvería a hacer en Spider o Cosmópolis.
De padre periodista, librero y bibliófilo, David Cronenberg (Toronto, 1943) descartó su primera vocación al sentirse incapaz de lidiar con la introspección y el aislamiento que le exigía la escritura, una frustración de la que pasó a liberarse confeccionando guiones sobre comunidades de telépatas, parásitos afrodisíacos o implantes quirúrgicos catastróficos. Hoy cuenta con una filmografía que sobrepasa los veinte largometrajes y en la que es muy difícil detectar referencias cinematográficas claras. Sin embargo, toda ella se percibe contaminada de literatura.
Sumados sus antecedentes a la hondura filosófica de un cine nunca programado en previsión de la reacción del espectador sino como exploración genuina de su propia conciencia, era fácil aventurar que el director aparcaría en algún momento el oficio físico detrás de la cámara para incurrir en el fin en sí mismo de la literatura. Después de cincuenta años pensando en saltar a la arena, Consumidos es el primer fruto de esa antigua inquietud.
Guía de usuario
Naomi y Nathan son una pareja de fotoperiodistas que mantienen una relación sometida a la distancia y la tecnología. Naomi se encuentra en París, donde documenta el caso candente de Aristide y Célestine Arosteguy, una influyente pareja de filósofos, trasuntos de Sartre y Simone de Beauvoir, donde él habría asesinado y devorado a su esposa, obsesionada con la idea de que en su pecho habitaban insectos. Nathan está en Budapest, registrando la intervención clandestina de un excéntrico cirujano que se dispone a realizar una tumorectomía múltiple inyectando isótopos de yodo radiactivo en el cuerpo de una paciente muy particular.
Así empieza Consumidos, un compendio intocado de todos los intereses que hasta ahora han definido el universo de su autor: el existencialismo, la entomología, la narrativa de la enfermedad, el mundo como conglomerado de corporaciones, los patrones de belleza ajenos a la cultura, la ciencia médica como mecánica y transgresión artística, la sexualidad como agente contaminante, los síndromes y patologías derivados del imperativo tecnológico y, en fin, nuestra respuesta, social y biológica, a todo ello. Entre otras cosas.
Consumidos es un thriller filosófico, tecnológico y casi geopolítico a partir de la deslocalización que ha sufrido el mundo con el advenimiento de Internet y el acelerón de la tecnología estabularia, un asunto que el autor ya empezó a anotar en películas como Videodrome o eXistenZ. Como en aquellas, aquí el discurso va directo al estómago y solo después de digerido se hará materia política en nuestro cerebro. Esto no lo hace cualquiera, pero Cronenberg, como los grandes, sabe hacer uso de una vulgaridad que los mediocres no pueden permitirse.
Siempre positivo
La táctica del David Cronenberg cineasta sabemos que es satisfacer simultáneamente nuestras pulsiones viscerales e intelectuales: así es como ha logrado sus películas más completas. En Consumidos, como en Cromosoma tres, ocurre que lo mental se hace físico para dar, más que una crónica, una puesta en escena de nuestra combustión. El escritor descompone el paisaje técnico y científico que nos rodea, lo pone en relación con la ausencia o la disolución de una moral consuetudinaria y rastrea, sin prejuicios, la morfología de otra que pueda estar por venir. Lo que ha hecho siempre: la revolución sexual.
“La verdadera literatura de la era moderna es el manual de instrucciones”, dice un personaje de la novela. Y en sus páginas el deseo se enuncia como aliento vital, la palabra como núcleo de un ecosistema material y la comunicación se hace virus. Los jóvenes protagonistas, entretanto, evolucionan atrapados en un lugar que no es, el de la conexión perpetua, y encuentran el reflejo y el contraste de su relación desencarnada en la pareja de filósofos antropófagos venidos de otra época, tal vez del futuro.
Consumidos se desarrolla en un mundo donde la velocidad de los pulgares ha suplantando al conocimiento, Wikipedia es una fuerza siniestra para la armonía global, los vídeos de unboxing un epítome del fetichismo consumista y la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood, ya que estamos, ha incorporado una categoría para otorgar el Oscar a la Mejor Película Filosófica. Pero Cronenberg no es apocalíptico y en cambio da relente de sátira mientras reflexiona sobre la soledad y el miedo agazapados tras el oráculo de la multipantalla, indaga en la imagen como simulacro y presenta el tabú del canibalismo como última verdad y también última broma de nuestra civilización. Viggo Mortensen, un actor que de literatura también sabe, lo resume de manera muy precisa en la línea que regala a la promoción de la novela: “Este libro consigue desestabilizar y desarmar al lector y luego hacerle cómplice total”.
La escritura somática
La prosa de Cronenberg es semejante a su estilo tras la cámara: elegante pero informal, nítida pero sofisticada, ausente de cualquier padecer, irradiada de humor y caudalosa en observaciones audaces. Cabe decir que su grafía es impecable aunque no tan madura como su expresión cinematográfica. Entre sus seguidores habrá quien decida achacarle a la novela una articulación muy clara y con poco margen para la abstracción, y en ese sentido podría parecer que el artista desciende un peldaño cuando en realidad es que lo está subiendo, porque no debemos olvidar que se trata de la primera novela de un joven escritor, al menos más joven que todos los jóvenes escritores. Será difícil encontrar otra novela tan divertida esta temporada.
Cronenberg, que en su cine ha sabido dar con el balance perfecto entre el pulp y la filosofía, el hombre que ha entregado películas antes inconcebibles entre el vértigo existencial y el horror carnal como Vinieron de dentro de..., muestras de ciencia-ficción conceptual como Inseparables, piezas de terror metafísico como La mosca, ensayos cristalinos y alucinados como Videodrome o Cosmopolis, erotismos ateridos como el de Crash o escalofriantes alegorías sobre la condición humana como Maps to the Stars, se revela ahora sobre el papel como un atento observante de uno de los principios capitales de William Burroughs, el que dice que la escritura debe entrañar para el escritor un peligro en todos los sentidos: “Al escribir, comunicad algo que afecte a toda la carne”.
Para cumplir el precepto recupera su identidad más cruda, la que hace 40 años, cuando empezaba a destacarse como cineasta por pensar el terror como arte y como cine de enfrentamiento, le valió apelativos como “Rey del horror venéreo” o “Barón de la sangre”. Para quienes damos gracias por un contemporáneo de su altura intelectual y artística resulta emocionante tener en las manos una novela con su nombre en la cubierta. Y comprobar en cada una de sus páginas que, aunque nunca se había ido, David Cronenberg está de vuelta.