Cristian Alarcón (Chile, 1970) aparece en la redacción acompañado de su hijo de 19 años. El joven le ha pedido asistir a las entrevistas que está dando en Madrid con motivo de su última novela, El tercer paraíso, ganadora del Premio Alfaguara. Se sienta discreto, espera paciente y asiente ante algunas de las respuestas que da su padre. No en todas. “Chancho, te estás volviendo cada vez más de derecha”, le ha dicho en alguna ocasión, según cuenta el escritor entre carcajadas. Alarcón tiene una energía contagiosa que equilibra con unos razonamientos profundos, queer, feministas y botánicos. Como es su libro.
La semilla de El tercer paraíso surgió en plena pandemia, cuando se retiró al campo y emprendió el camino opuesto al que hicieron sus padres y abuelos. Allí se aficionó a la jardinería. El periodista, que ha buceado en el narcotráfico y ha escrito las crónicas sociales más desgarradoras, se quedó prendado de la naturaleza justo cuando ella devoraba al ser humano en forma de virus. El también fundador de Revista Anfibia y de Cosecha Roja, donde aborda las noticias policiales con perspectiva de género, tiene varios libros publicados: Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, Si me querés, quereme transa y Un mar de castillos peronistas.
Antes de El tercer paraíso, donde ha puesto su pasado y su presente frente al espejo desde la ficción, Alarcón escribió un ensayo donde sentó las bases de este libro. Ahora se enfrenta a las preguntas que suscita la versión extendida.
En lo más crudo de la pandemia, mientras mucha gente sufría una especie de catatonia, usted escribió un relato filosófico y comenzó el germen de esta novela. ¿Qué le inspiró para escribir?
En esa falsa tranquilidad que nos generó el encierro, el aislamiento y el desconcierto inicial, aterrizaron procesos que venían gestándose hacía muchísimos años. No solo en mí, sino en quienes encontramos en lo creativo una salida a la angustia existencial y la soledad que producía el virus. Logramos llegar a ciertos lugares menos cruentos. En mi caso, estaban vinculados al psicoanálisis, a las búsquedas espirituales y a desviarme de los caminos que repetían ciertos dolores antiguos, incluso algunos que no me pertenecían. Yo creo firmemente en que no cargamos solamente con nuestras experiencias traumáticas; también soportamos las de nuestros ancestros. Ese freno de un tren que iba a altísima velocidad me permitió dejar fluir historias de mi propio clan que tenían que ver con el fin del mundo, que no es una concepción tan novedosa como pensábamos.
¿Y por qué le sobrevinieron en ese momento las figuras de su madre y su abuela?
Estamos en el comienzo de una extinción, mirando series distópicas y leyendo novelas y relatos que nos dicen que todo se va a terminar como consecuencia de la acción de los humanos. Y descubrí que otras generaciones anteriores habían tenido también esa idea de la extinción. Así que ahí fluyeron las mujeres de una familia atravesada por la crisis. Primero, la que les supuso dejar el campo e ir a la ciudad, y convertirse de campesinos en obreros industriales. Luego, la de experimentar también la tensión de las transformaciones políticas, como el triunfo de Salvador Allende y la Unidad Popular en el Chile de 1970. De algún modo, percibimos ese bienestar, sueño y convicción colectiva de que todo se puede mejorar.
Chile atraviesa hoy un momento similar, con grandísimas diferencias, por suerte. Estamos hablando de una nueva generación de políticos que no tienen las taras de una izquierda que entonces no podía afrontar asuntos fundamentales como el feminismo, la cuestión ecológica y la cuestión racial. De modo que la pandemia tuvo sus tremendas consecuencias y nos obligó a asumir que vivíamos rodeados de muerte y enfermedad, pero también ha dado otros resultados.
Dice que antes de la pandemia nos daba miedo mirar al pasado y revivir momentos dolorosos y que, con la crisis del coronavirus, el miedo se trasladó al futuro. ¿Cree que eso le facilitó mirar atrás y reconstruir la historia de su familia?
Más que perder el miedo al pasado de un momento a otro, tenía menos miedo del presente. Vivíamos en un presente menos exigido por los demás, porque muchos de ellos dejaron de estar. Yo soy un animal social, un salón de París de los años 20. Me encanta recibir en mi casa, gestar encuentros, presentar a gente y organizar fiestas. La privación de eso también me llevó a experimentar un presente en el que me conformé con menos, entre comillas. Pero en el “menos” había un “más” de intensidades distintas: construir nuevas rutinas, leer con fruición una línea en la literatura o una veta en la filosofía o sumergirnos hasta el fondo en un tema, por ejemplo. Lo que nunca jamás imaginé es que ese tema iba a ser la botánica (ríe).
Justo por eso le iba a preguntar. ¿Por qué la botánica y no la panadería, como les dio a muchos?
Por la evidencia que la propia naturaleza nos hizo estallar en la cara. La magnificencia de un tiempo marcado por un orden universal que no es humano. Yo, que he hecho las indagaciones más tremendas y hasta tortuosas en escenarios beligerantes, con los escuadrones de la muerte que asesinaban a niños por la espalda en Buenos Aires o con los narcotraficantes peruanos, de pronto me vi más interpelado por lo otro. Una categoría donde lo humano ya no es exclusivamente lo otro.
Pasé de ser un pintor de paisajes a ser un habitante de paisajes. Antes, el paisaje humano era mi materia: esa misión del cronista de contar el mundo hasta que te duela. Pero el verso de la literatura de no ficción que he amado toda mi vida se desvaneció cuando empecé a mirar cómo crecían las dalias, a interesarme en el mecanismo que hace que un bulbo se transforme en un tallo y en que las condiciones del suelo, combinadas con el agua, con la luz y la polinización, posibilitan el crecimiento de algo hermoso.
Tanto le obsesionó que le gustaría que la gente definiese este libro como un manual de botánica.
Así es. Yo tengo una relación muy obsesiva con el conocimiento. Cuando me meto con lo narco, estoy seis años y sé todo lo que tengo que saber sobre el narco. El conocimiento se vuelve erotismo. Eso es Anfibia, es la erótica del conocimiento y gran parte del periodismo que intento hacer. Y en este caso la botánica era solo mía, no la tenía que compartir con nadie. Si acaso conversaba con mi vecina en el campo, que además es una gran escritora, Gabriela Cabezón Cámara.
Dice que las mujeres relacionadas con la jardinería, a las que sigue y de las que ha aprendido, son la mayoría de derechas, antiabortistas y antifeministas. ¿Por qué cree que es así? ¿Tiene que ver con cómo se vincula el campo a la tradición?
Me encantaría hacer una encuesta entre las jardineras para saber el porcentaje de fascismo que existe en el oficio botánico. Pero creo que sería imposible, nadie lo financiaría (ríe). Pero si miramos los perfiles en redes sociales de les referentes, porque también hay varones, hay un corte de clase. No es solamente un corte ideológico. La jardinería es un oficio pijo, un oficio cuico se dice en Chile y cheto en Argentina. Hay que tener tiempo. El que puede financiar a un jardinero para que le cuide el jardín es alguien que tiene un excedente.
La jardinería también te lleva al abandono, porque realmente tienes que estar disponible todo el tiempo para sostener eso. Es bonito darse cuenta de lo que sobrevive, como cuando te vas dos años a vivir a otro país, volvés y los amigos no son los mismos. La naturaleza se encarga de hacer prevalecer a algunos y de que otros vayan disolviéndose. No obstante, quiero dar una buena noticia a los lectores de este diario: hay jardineros de izquierdas (ríe).
La jardinería es un oficio pijo. Hay que tener tiempo y excedente para financiar a un jardinero para que cuide del jardín
¿Y cómo se crea un tercer paraíso?
El tercer paraíso nace de una idea que tomo de un jardinero filósofo, Gilles Clèment: el generar espacios donde nos dejemos ser. El tercer paraíso existe, no es como el paraíso que nos vendieron y se inventaron la Iglesia y el cristianismo. Es un cerco protector que el humano se inventó para proteger sus cosechas. De modo que una jardinería progresista es aquella que cree que estamos todos implicados en la transformación del mundo. Y por más que las ideologías caigan y los partidos se quiebren, y por más que los materialismos históricos deban renovarse desde el género, la raza y la clase con conciencia del ecocidio, todos compartimos una idea: deberíamos ser mejores. Sobre todo para librarnos de la preocupación por el fucking mundo, en el que somos una especie más y no la especie que reina y gobierna.
Esto último que menciona fue el gran despertar de 2020: tomamos conciencia de la naturaleza y de nuestro lugar en el mundo. Pero ahora las guerras, las catástrofes económicas y las movilizaciones sociales nos atropellan y nos devuelven a un pasado donde la pandemia ya no es tan importante. ¿Se nos olvida demasiado rápido el fin del mundo?
Es imposible vivir con la conciencia de la extinción. Es paradójicamente inhumano comprender la dimensión del peligro que corremos los humanos. Imagino que por una cuestión de salud y sobrevivencia, también. Una de las grandes paradojas del periodismo actual es que el medioambiente, aunque supuestamente es el gran tema de la época, no lo lee nadie. Obviamente nos va a interesar más el último disco de Rosalía, porque está buenísimo y mola un montón.
No tenemos por qué abrazarnos al desastre y eso también es adquirir cierta conciencia. Además, la comunicación ha sido aterrorizante. Hemos sido víctimas de nuestra propia precaución y nos hemos convertido en paranoicos y fóbicos. Estamos recién entendiendo que una pandemia podría volver a ocurrir y seguramente nunca volvamos a los niveles de encierro que tuvimos, porque vamos a saber gestionar el temor. Y que, en definitiva, todos nacemos con miedo de morir.
Es imposible vivir con la conciencia de la extinción. Es paradójicamente inhumano comprender la dimensión del peligro que corremos los humanos
Ha definido El tercer paraíso como un libro feminista y queer, y se considera un hombre muy feminista y muy deconstruido. ¿Cuál ha sido su proceso?
Incompleto. Para mi generación no ha sido fácil, ni siquiera como hombre gay cis asumido desde los 25 y rodeado de sujetos en proceso de transformación. Yo me encuentro con el límite que me impone la cultura. Uno de mis vínculos amorosos es con un chico con el que cometí el pecado de no reconocer que su identidad no binaria era real. Reaccioné como un machito macarra. Ahora creo que es un estado superior y que la libertad es tantísimo mayor si nos liberamos de la banalidad de lo masculino y lo femenino. Uno de los proyectos futuros que más me ilusionan es una performance que se llamaría Testosterona, sobre una escena de la novela en la que el niño es intervenido con ocho dosis de testosterona para masculinizarlo. No implica que me vaya a considerar ahora como no binario. Pero sí me inquieta, me cuestiona todos los días, me vuelve a enseñar y me obliga a leer, a aprender y a escuchar de otro modo. Tenemos un montón de taras.
Habla de la seudoterapia homófoba a la que le sometieron de pequeño. ¿Qué heridas dejan ese tipo de tratamientos, fisiológicas y psicológicas?
Mirá, yo lo negué tanto que lo recordé cuando lo pude recordar. Entonces no tengo una conciencia trágica sobre ello. Me imagino que es parte de la eficiencia del psicoanálisis lacaniano y de 22 años en un diván. O quizás realmente no era tan importante, me pregunto hoy. Pero es un tema a investigar para mí. El tema de la deconstrucción masculina y de las masculinidades hegemónicas está atada a una hipótesis que tengo: la testosterona no es solamente una sustancia, sino que es algo que se respira. No es más que un símbolo extremo del patriarcado y, por lo tanto, la investigación me parece que es mucho más sutil, más delicada. Lo masculino dentro de un par de décadas va a ser muy distinto y los cincuentones y sesentones vamos a envejecer mal. Envejecer dignamente no significa solo que lleguemos sin panza, que evitemos los carbohidratos y que nos controlemos la presión. Sino que miremos para el lado y veamos las maravillas que están haciendo estos pibes.
Lo que cuenta suena antediluviano, pero hay una corriente política de extrema derecha que ya está en nuestras instituciones, al menos en Europa, y rechaza actualmente las identidades LGTBI. ¿Cómo le hace sentir, pensando además que lo de “masculinizar” a los niños se hacía hace 45 años?
Mirá, tuve una experiencia homófoba en Madrid, a los 25 años. A esa edad ya estaba viviendo en la burbuja progresista de Buenos Aires y era periodista de Página 12, donde éramos siete gais. Nunca había sentido esa reacción de homofobia directa en Buenos Aires y ni siquiera fue una golpiza ni lo que les hacen ahora a muchísimos chicos, chicas y personas trans. Si nos planteamos un cambio de escenario, primero hay que asumir que no es magia. Porque metamos a un millón de personas en la marcha del Orgullo Gay no significa que vayamos a conseguir esas batallas. Las vanguardias siempre se encuentran con un escenario que les dice que no a la cara, por eso son vanguardias. Pero yo observo a los nuevos colectivos a través de las redes y me parece que allí hay algo trascendental.
Tuve una experiencia homófoba en Madrid, a los 25 años. A esa edad ya estaba viviendo en la burbuja progresista de Buenos Aires y nunca había sentido esa homofobia tan directa, y ni siquiera fue una golpiza
Hablando de las nuevas generaciones, en España uno de cada cinco adolescentes no cree que exista el machismo ni el patriarcado. Siendo padre de un chico de 19 años, ¿cómo cree que se enfrentan a la deconstrucción que usted ya ha llevado a cabo?
Yo creo que es muchísimo más complejo para ellos que para nosotros. Los jóvenes de ahora conviven con dos narrativas completamente opuestas: la de una sociedad de consumo que obliga a los varones a seguir siendo acosadores, predadores violentos y machistas, y la de unos activismos que han transformado las leyes y logrado ventajas en términos de derechos sociales. Viven en una enorme contradicción entre lo que la cultura les sigue demandando y lo que las instituciones les dicen. E incluso lo que los padres progresistas les decimos.
Me hubiera encantado tener una hija mujer para entender de otro modo esa subjetividad juvenil, pero he trabajado muchísimo con jóvenes y me emociona la voluntad feminista de las pibas. Creo que ahí los adultos tenemos que ser muy cautos. Yo trato de serlo, de dejar que él construya lo propio sin ser un adoctrinador. Porque tampoco se trata de una doctrina. Es un aprendizaje en caliente y en el conflicto. Son acuerdos que se construyen todos los días, porque no están determinados por la ley. Hay algo que tienen ellos mejor que nosotros: la música. Es mucho más divertido escuchar a C. Tangana que a Litto Nebbia. Gracias a mi hijo he entendido que hay un modo refinado de escuchar reguetón.
Por último, le quería preguntar sobre su experiencia monoparental. Estamos acostumbrados a que sea una figura femenina y justo ahora se está reivindicando su valor, que hasta entonces parecía implícito a las mujeres. ¿Cómo lo ha vivido?
Aunque al principio sospechaba que sí, nunca he sentido discriminación. Cuando mi hijo era niño, temía mucho la reacción escolar y de los padres de sus compañeros sobre mi condición gay. Pero jamás he recibido una mirada discriminadora. Seguramente para él haya sido distinto, no lo sé. Por otro lado, tuve una pareja que luego no se convirtió en papá de mi hijo y que fue también muy importante, porque ahí sí se daba un juego mucho más heteropatriarcal. Yo era el padre proveedor y el otro era la madre. Y eso fue jodido para los dos. Ese modelo no lleva nunca a un buen lugar.
Pero después, en la vida del soltero o del poliamoroso, que es la que habito desde hace seis años, la crianza ha sido mucho más en red. Lo más interesante de todo es el vínculo que se da entre mis amigues y mi hijo adolescente. Cómo él los elige y cómo elles lo eligen a él de forma no sanguínea. También hay lazos sanguíneos, es un mix. Pero en el cotidiano estoy mucho más rodeado por las afectividades elegidas que por las familiares.