“La emoción más fuerte y antigua de la humanidad es el miedo, y el más fuerte y antiguo tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”, sentenció un autor que aprovechó sus propios temores para redefinir el género de terror. Creó todo un universo con significación propia dominado por lo sobrenatural y al mismo tiempo apegado al pavor más primitivo. Porque H. P. Lovecraft, también llamado el Solitario de Providence, abrazó sin pudor a los tentáculos que deambulaban por su cabeza. Y no solo eso, sino que les dio forma sobre el papel para que todos pudieran temblar por igual.
Se ha escrito mucho sobre el padre del “horror cósmico”, pero tanto su figura como sus obras continúan rodeadas de una bruma que no es fácil atravesar. Por ello, para hacer más sencillas las cosas, nace el libro H.P. Lovecraft: vida y obra ilustradas (Diábolo Ediciones) de los hermanos argentinos Agustín y Hernán Conde De Boeck. Este propone un recorrido por la evolución interna del autor de forma cronológica, el cual puede servir tanto para expertos como para iniciados en el universo lovecraftiano.
Las raíces del horror de Lovecraft son profundas. Se encuentran enterradas en su infancia: nació en 1890 en Rhode Island (EEUU), quedó huérfano de padre a los ocho años y creció como un niño ermitaño entre la idolatría de su madre y de sus dos tías. Como consecuencia de la constante represión materna, la soledad y la melancolía fueron sus principales compañeras y probablemente las culpables de que el pequeño escritor viviera ensimismado en sus fantasías.
Además, Lovecraft fue un racista declarado. Consideraba inferior a todo extranjero que no fuera de origen anglo-germánico y también manifestaba rasgos de genofobia (miedo a las relaciones sexuales) y de ginefobia (miedo a las mujeres). Son importantes para entender su terror paranoico, pero nos hemos querido centrar en otra serie de fobias que, igualmente, también acabaron siendo causa de su perturbador mundo. Que comience la pesadilla.
1. Claustro-agorofobia (miedo a los espacios cerrados muy grandes)
Hay razones para creer que tenía cierta tendencia al síndrome de Stendhal, una enfermedad que puede provocar ansiedad en aquel que se expone a obras de arte muy impactantes o a ciertos escenarios. A pesar de que Lovecraft estaba obsesionado con la arquitectura de Nueva Inglaterra, con sus tejados rústicos y puntiagudos capiteles, en ocasiones esta también acababa siendo el reflejo de una amenaza constante.
Construcciones antiguas, como templos, pirámides o amplios recintos subterráneos, han sido una constante en sus historias para ambientar al lector en una “atmósfera pagana” desde donde nace el terror. Así se puede comprobar en el relato que dio lugar a su primer monstruo: La bestia de la gruta (1905).
Fue escrito por un Lovecraft adolescente, y narra cómo un joven que estaba de expedición turística acaba perdiendo a su guía y extraviándose en unas cuevas. En ese laberinto oscuro e inmenso acaba enfrentándose a una bestia delgada y de pelaje albino, parecida a un simio. Tras vencerle, descubre la realidad: acababa de matar a un hombre que quedó atrapado mucho tiempo antes, un destino que él mismo habría compartido si el guía no le hubiera encontrado.
2. Eosofobia (miedo a la luz diurna)
Lovecraft era un animal nocturno. Si tenía que escribir de día, lo hacía bajando las persianas y con la luz encendida para imitar la sensación de estar en penumbra, de ahí su popular palidez. Parece como si tuviera que sumirse en la negrura de sus relatos para que estos nacieran, ya que es en las cavernas o los túneles donde moran sus seres.
“Odio la luna –me asusta– porque cuando ilumina ciertas escenas familiares y amadas a veces las hace extrañas y horribles”, contaba el estadounidense en una breve pieza poética titulada Lo que trae la luna (1922). El problema ya no es tanto el vacío de la noche, sino arrojar luz a una amenaza que hasta entonces permanecía oculta. Es lo que ocurre en La búsqueda onírica de la ignota Kadath (1926-27), que presenta a unas criaturas de cuerpos grotescos y alargados que suelen habitar en hediondas alcantarillas para alejarse de la luz a la que son sensibles.
3. Criofobia o frigofobia (miedo al frío)
Lovecraft padecía una enfermedad rara llamada poikilotermismo, que le dificultaba regular la temperatura corporal con la del entorno. Si su habitación descendía de 20 grados, este sentía el cuerpo gélido y podía incluso desmayarse. Especialmente lo plasmó en dos historias: Aire frío (1926) y En las montañas de la locura (1931). La primera, de hecho, tiene un gran elemento autobiográfico. Es el último cuento que escribió en Nueva York, y su protagonista es un joven que conoce a un médico español que solo puede vivir en una habitación equipada para mantenerse a temperaturas muy bajas. Como es de esperar, la cosa no sale bien: el equipo de refrigeración se estropea en el día más caluroso de verano.
4. Talasofobia (miedo al mar y a sus criaturas)
No hay que leer mucho de Lovecraft para comprobar que no era un apasionado de las criaturas marinas. La referencia más obvia es la del propio Cthulhu, uno de los seres más reconocidos de la amplia mitología lovecraftiana. Se trata de un extraterrestre procedente de otra dimensión con cabeza de calamar y cuerpo de dragón que muchas sectas han convertido en su dios particular. El autor cuenta cómo mucho tiempo atrás dominó la Tierra y todo lo que pululaba sobre ella. Ahora duerme en las profundidades del océano Pacífico esperando a que sus seguidores le despierten.
5. Lacanofobia (miedo a los vegetales)
Pero no solo de peces o pulpos bebe el terror del Solitario de Providence. Las formas de sus seres también se asocian con vegetales que no parecen demasiado amigables. Es lo que ocurre con los Antiguos de la Antártida, que probablemente sea la especie alienígena mejor descrita por Lovecraft. Son unas criaturas a medio camino entre el reino vegetal y el animal con un cerebro hiperdesarrollado (como se aprecia en sus enormes cabezas estrelladas) que les hace tener más de cinco sentidos.
Estas referencias a hortalizas también se trasladan a otros como la Gran Raza de Yith, que dominó el planeta hace millones de años. Tienen la capacidad de desplazar su mente a través del tiempo y, como los Antiguos, poseen órganos retráctiles en forma de tentáculos.
6. Neofobia (miedo al cambio y a las nuevas experiencias)
Los protagonistas suelen ser hombres solitarios o eruditos cuyas revolucionarias ideas los lleva a la perdición. Aquí es donde se refleja su temor a los cambios y a lo desconocido, algo relacionado con su ya mencionada xenofobia. De hecho, en sus historias lo antiguo siempre se venga de lo nuevo, representado como una amenaza para la humanidad.
Esto se sumaba a otro temor: la enoclofobia (el miedo a las multitudes). Como se puede apreciar en obras como Polaris (1918), el terror siempre llega en forma de hordas en la oscuridad. En esta historia se aprecia cómo la antigua ciudad de Olathoë es invadida por un pueblo de demonios amarillos a los que resulta casi imposible combatir.
7. Ataxofobia (miedo al desorden)
El escritor tenía una vida ordenada y previsible, y cualquier alteración de su rutina suponía a la vez un gran inconveniente. Solo hay que comprobar la concepción de uno de sus dioses: Azathoth, que sin ser consciente de ello terminó creando el universo. Se le representa con una desagradable flauta y, a pesar de ser una deidad, en realidad es un dios idiota que crea o destruye sin tener conciencia alguna. Precisamente por ello, también se le apoda como “el caos Nuclear”.
No es el único. El mensajero de los dioses es Nyarlathotep, conocido como “el Caos Reptante”, algo que responde a una lógica: el universo solo se sostiene gracias a las leyes del caos y esto, a su vez, atrae las desgracias.