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El derecho ciudadano a derribar el racismo incluso si es un monumento

Williams Carter Wickham era un general confederado y dueño de varias plantaciones. Su estatua fue erigida en 1891 Richmond, la capital del estado de Virginia en Estados Unidos, para conmemorar su legado. Pero, casi 40 años después, ese mismo legado es discutido: su figura acabó en el suelo durante las protestas del movimiento Black Lives Matter. Tras él se desplomó Cristóbal Colón en Boston. Poco después, en otras ciudades cayeron el esclavista del siglo XVII Edward Colston y Leopoldo II, cerebro del mayor genocidio cometido en el Congo a finales del siglo XIX. 

Los monumentos fueron uno de los objetivos de las protestas antirracistas tras el asesinato de George Floyd a manos de un policía en Minneapolis. Pancartas, pinturas y martillazos fueron las armas de manifestantes que años después luchan contra el pasado para resignificar el presente. Porque, aunque las efigies parezcan cuerpos inertes situados en medio de las plazas, sus implicaciones políticas e incluso propagandísticas son evidentes.

Esa es precisamente la tesis principal de Decapitados (Ediciones B), una historia contra los monumentos a racistas, esclavistas e invasores. Es la última obra del periodista, historiador del arte y colaborador de elDiario.es Peio H. Riaño, también autor de Las invisibles, donde revisaba la presencia del patriarcado en el arte del Museo del Prado. “Ambos libros son un ejercicio para contar la falta de soberanía que tenemos como ciudadanos a la hora de mirar nuestro entorno. Los museos no son inviolables al igual que los monumentos en la calle tampoco lo son, y necesitan de un contexto para neutralizar la propaganda de un esclavista o dictador que todavía sigue activa”, explica a este periódico. 

La vinculación entre política y monumentos no es nueva, de ahí que el relato comience viajando al pasado, a una época en la que las loas a los poderosos se realizaban en piedra y bronce. Eran esculturas presentes en cada rincón de la ciudad, desde pórticos públicos hasta termas o mausoleos. Los romanos fueron expertos y pioneros en utilizar el arte para formar una imagen de político intachable, ya que en ese momento la escultura era el mejor canal de comunicación de masas. Es el caso del busto de Caracalla que se conserva en los Museos Capitolinos de Roma. Su pose, el rostro serio, la capa rodeando el cuello… Su imagen es la de una autoridad en la que no hay margen para el error. 

No obstante, los romanos también entendieron que estos monumentos e inscripciones tenían fecha de caducidad a pesar de que aspiraban a la eternidad. Por eso nació lo que llamaron Damnatio memoriae, por la que procedían a eliminar todo lo que recordara a un enemigo del Estado tras su muerte. “Dejaron bien claro que no necesitamos heredar propaganda de otras generaciones ni ser sumisos a las lecciones ideológicas del pasado. Y que estamos capacitados y legitimados para acabar con todo aquello que no nos represente, pero lo hemos olvidado intencionadamente porque nos negamos a entender que un monumento es publicidad”, considera el autor. 

“La historia no se puede cambiar”

Uno de los argumentos frecuentes para denunciar el derribo de efigies es que una estatua en el espacio público forma parte del relato histórico, tal y como dijo Donald Trump en su cuenta de Twitter en agosto de 2017: “Es triste ver cómo la historia y la cultura de nuestro gran país se desgarran con la eliminación de nuestras hermosas estatuas y monumentos. No puedes cambiar la historia, pero puedes aprender de ella. Robert E. Lee, Stonewall Jackson, ¿quién será el siguiente? ¿Washington? ¿Jefferson? ¡Qué estupidez!”. Pero, según Riaño, los intereses no serían precisamente históricos, ya que cuando una estatua se retira del espacio público la historia “no se altera un ápice”. “Se altera la fe en una propaganda”, apostilla.

Además, la tesis histórica con los monumentos pierde todavía más valor si se tiene en cuenta que muchas estatuas no fueron levantadas durante el mandato de esos dirigentes, sino a posteriori. Como se cita en Decapitados, una importante investigación en la revista estadounidense Smithsonian desveló que en la década de 2008 a 2018 se invirtieron 40 millones de dólares en monumentos y en organizaciones patrimoniales confederadas. Gran parte de las estatuas de esclavistas no aparecieron durante la Guerra de Secesión, de la misma forma que las de Cristóbal Colón no llegaron en la época dorada del Imperio español. 

“Los monumentos surgen para reforzar una posición debilitada. Es lo que ocurrió con los confederados tras perder la Guerra Civil, que se armaron simbólicamente en los Estados que defendían el supremacismo blanco. O España a finales del siglo XIX, cuando estaba a punto de perder todas las colonias y de dejar de ser un imperio. Se rearma para declararse lo que ya no es”, detalla el historiador. 

La nostalgia de un pasado inexistente llega hasta nuestros días. Tanto Vox como Isabel Díaz Ayuso han defendido recientemente la labor evangelizadora del Imperio español durante la conquista de América como respuesta al Papa Francisco, que pidió perdón a México por los pecados de la Iglesia en este sentido. “Lo hacen desde la nostalgia de un imperio que ya no existe y del que hay muchas sombras. Defienden una historia inmaculada del paso español por América”, valora Riaño.

No es la primera vez que hablar de “colonización” en lugar de “conquista” levanta ampollas. También ocurrió cuando la artista peruana Daniela Ortiz tuvo que explicar en un programa de televisión español por qué los monumentos coloniales debían ser derribados por reivindicar la supremacía blanca. No salió bien: tras sus declaraciones llegó una tormenta de agresiones y acoso que provocó la vuelta de Barcelona a su país natal. Entonces, ¿quizá es que la sociedad española no está preparada para el derribo de las estatuas de Colón?

“No creo que el linchamiento describa a la mayoría de la ciudadanía española. Es la negación de un debate que no se ha tenido hasta el momento”, expone Riaño. “La reacción a ese planteamiento solo indica que es un asunto tabú del que todavía no sabemos qué piensa la sociedad española y que hay que empezar a cuestionar. Seguir actuando como si la población no existiera para imponer tu mirada lo único que genera es enfrentamiento”, añade. 

No todos los monumentos debe ser tratados de igual manera. Según Riaño, hay una gran diferencia entre quien derriba una estatua de Robert E. Lee y quien por ejemplo vandaliza un mural feminista como el de Ciudad Lineal (Madrid). “La ciudadanía que se levanta contra un monumento quiere que la sociedad progrese y da la cara porque no tiene nada que esconder, ya que lo que propone es un acto de justicia y reparación. Pero quien ataca a un mural feminista lanza una amenaza a las personas que luchan contra la injusticia. Un movimiento es de vanguardia y el otro es reaccionario”, observa.

Por eso, el autor considera importante construir un comité como el que estuvo presidido por el político Ramón Jáuregui durante el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, cuyas decisiones fueron archivadas en la papelera al llegar Mariano Rajoy. Solo así se podría valorar qué hacer con tres de los monumentos más importantes del régimen franquista: el Valle de los Caídos, el Arco de la Victoria en Madrid y el Monumento a los Caídos. “Los monumentos en España no son un aparato de diálogo, sino que tienen la última palabra para decir que unos acontecimientos fueron de tal manera. Y eso es lo que tiene que ser cuestionado por la sociedad: la imposición de una imagen que no quiere ser rebatida”, concluye el periodista.