Aixa de la Cruz relata de forma muy gráfica y exacta en Tranquilas, historias para ir solas por la noche, el momento en el que la calle pasa a ser territorio hostil para una mujer. A veces ocurre en cuestión de segundos, los que dura el sobeteo en el culo de una mano desconocida, y otras en un lapso de tiempo no mucho más largo.
Para su amiga Malen, la “encantadora” del grupo que siempre charlaba con vagabundos y heroinómanos, fue lo que duró el festival bilbaíno Garai Ilunak (tiempos oscuros) en 2001, cuando ambas tenían 14 años.
Entraron pletóricas, borrachas de Gin Kas y con el objetivo claro de “beber y ligar”. Unas horas más tarde, salieron agredidas, ensangrentadas, vejadas e insultadas. Pero lo peor fue el pánico en los ojos de Malen, que huía del yonqui al que antes había agasajado por culpa de un skinhead “con cara de ángel” que le acababa de reventar la cabeza contra el baño cuando ella se negó a mantener relaciones sexuales con él.
Para Malen fue el Garai Ilunak y para Aixa la vez que un granjero la manoseó por turnos con la excusa de enseñarle un potrillo recién nacido. Pero en ocasiones ni siquiera hace falta sufrir la agresión en propias carnes para percibir las calles de forma distinta. Ninguna nace temiendo.
A veces basta con un telediario como los que siguieron a la investigación de Alcasser en 1992, con el relato de una amiga cercana o con el recuerdo de algo no identificado como agresión, pero que lo fue y que despertó para siempre esa alerta incómoda.
Las catorce escritoras de Tranquilas salieron de su casa y volvieron para contarlo. Tanto, que ahora hurgan en su memoria para encontrar un trauma borroso, enfrentarse a él y narrarlo para “identificarnos, conmovernos, reaccionar y recorrer las calles que nos pertenecen”.
Tranquilas es mucho más que el Me Too de algunas de las mejores plumas de nuestra generación. Quizá porque, en palabras de las editoras del libro, “las autoras vienen a contarnos sus pequeñas o grandes victorias en este mundo”. Es una compliación que nace en honor a la memoria de las que ya no están y cuya ausencia fue explotada por otros para convencernos de que una mujer caminando sola por la noche está mal.
¿Es un libro de aventuras?, se preguntan en el prólogo. Si es así, “esta vez Julio Verne es una niña de siete años que mira el telediario”. Es una forma de reescribir el cuento de Caperucita Roja, que terminó siendo engañada por el lobo por desoír las órdenes de su mamá. Tranquilas hace campaña por otros “errores” de Caperucita como el de hacer autostop, el de viajar sola, el de besar a desconocidos, el de bañarse desnuda o el de salir de fiesta.
Para llegar hasta aquí, las catorce “han andado en la noche tras un sendero de migas de pan”. Lo que se encontraron por el camino no es algo fácil de leer y mucho menos de contar. Pero, aunque los relatos se asemejan más al terror típico de Halloween, al final siempre aparece una heroína de carne y hueso, que tiembla, llora y se niega a que el Monstruo se crea el dueño de todas las calles del mundo.
De madres e hijas
La madre de Caperucita se parece mucho a la de Marta Sanz (Madrid, 1967), que le enviaba siempre a por recados a la vuelta de la esquina no sin antes alertarle de los muchos horrores que podría encontrarse por el camino. Un día le encomendó una tarea más arriesgada que Marta aceptó envalentonada como un reto: ir al banco a cobrar un cheque de 30.000 pesetas.
Tan centrada estaba en no perder los fajos de billetes, que la agresión sexual que sufrió a sus 15 años en el hueco del ascensor le pareció una pequeña victoria. El agresor sobó cada rincón de su cuerpo excepto el bolsillo derecho del vaquero en el que escondía todo el dinero. “Qué valía más: mis pezones a medio cocer o las treinta mil pesetas”, se pregunta una adulta Sanz muchos años después.
En el momento culpó a su madre por no haberse preocupado más por su tardanza. Hoy recuerda que ella nunca entraba sola en los bares, ni se atrevía a ir al cine o a ir de paseo si no era del brazo de su padre. Esa adolescente que solo quería esconderse en su Perfumado marsupio, descubrió que no hay reloj capaz de frenar a los lobos ni bronca más dura que las lágrimas de una madre que acaba de saber que su hija ha sido agredida sexualmente.
Ese miedo es el que Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) no quiere transmitirle a su futura hija desde que descubrió que la “anguila eléctrica que me revoloteoa en el vientre es un proyecto de biomujer”: “No sé cómo hacer lo que siento que debo hacer, ahorrarle a mi hija los relatos de terror que la harán precavida y regalarle, en su lugar, un spray de pimienta”.
Lo explica en su relato Bautismo, en el que cita a Virginie Despentes y a Camille Plaglia: “Ella hacía de la violación una circunstancia política: ya no se trataba de negar ni de morir, se trataba de vivir con”. De la Cruz encuentra cierto alivio viendo vídeos de halterofilia femenina y recreándose en los cuerpos diminutos y compactos que levantan pesas de más de cien kilos. “Eso quiero para mi hija, pero sé que no hay cuerpos así”, se resigna.
El mismo consuelo encontró la historiadora Edurne Portela (Santurtzi, 1974) con el ninjutsu, el arte marcial de los ninjas. “Hasta ahora no me había parado a pensar en el placer que encontraba en la violencia hacia mi propio cuerpo”, relata sobre los nudillos en carne viva, las patadas y puñetazos al saco que terminaban en moratones y la tabla con la que su profesor le atizaba en los abdominales.
Al principio no encontraba una explicación, pero según ahonda poco a poco en su mente recuerda los pellizcos en los pezones en la piscina, el ahogo posterior, el complejo por lucir un “coño mullidito” y que su primera vez fue con su novio y fue no consentida. “Me doy cuenta de que mi amor por el ninjutsu y la crueldad con la que me trataba fueron una forma de vencer al miedo y de convertir en una máquina ese cuerpo manipulado y agredido”, reconoce en Primero fueron los mocos, después el ninjutsu.
Aunque podríamos detenernos en las escalofriantes y necesarias historias de Gabriela Wiener, Sabina Urraca, Carmen G de la Cueva o Silvia Nanclares, la de Lucía Mbomío resulta imprescindible para dejar de poner el foco en la víctima y catalogar al agresor, que en su relato Follación empasta a todos bajo la figura de Monstruo.
Aunque no le faltan experiencias racistas y machistas, Lucía reconoce que primero le salió escribir de las crudas agresiones o experiencias de sus amigas. “Cuando ella le dijo que no, porque se lo dijo, se lo dijo, se lo dijo, él siguió”, lo puntualiza en cada uno de los momentos en los que Lisa o Andrea lidiaron con Monstruo. ¿Heroínas? ¿Víctimas? Qué más da, el caso es que “el miedo existe pero nunca nos ha frenado. No puede. No sabe. No queremos. No se lo permitamos”.