Cuando se llega a la edad adulta el verano se convierte más en un concepto que en esa estación que recoge unos meses en concreto. El ritmo de la economía ya no para por el buen tiempo y el calor sino que las vacaciones (pagadas cuando las hay) se cogen cuando sea. Los viajes en invierno a sitios cálidos con una compañía de vuelos low cost son el placebo que ayuda a curar la nostalgia del estío a la antigua, cuando no era necesario cruzar el mundo para poder permitirse la pereza.
El periodista Íñigo Domínguez sigue pensando en aquel placer sencillo y veraniego que suponía comerse un polo de limón, el más humilde de los que aparecen en el cartel de los helados. A lo largo de su carrera ha escrito numerosos artículos durante y sobre el verano en las páginas de los periódicos, esos que se vuelven más ligeros de julio a septiembre. Ahora la editorial Libros del K.O ha recopilado algunos de esos textos que publicó en medios como El Correo, El País o Jot Down en un volumen titulado, precisamente, Polo de limón.
En 2015, publicó en la misma editorial Mediterráneo descapotable (Un viaje ridículo por aquel país tan feliz), una crónica que recorre los desastres urbanísticos que se perpetraron en la costa desde Colliure a Gibraltar justo antes de la crisis de 2008. El germen del libro fue una serie de crónicas estivales que el autor realizó para El Correo de Bilbao, pensando en esa futilidad que las páginas toman en verano. Lo que se encontró no tenía nada de liviano: era sobre todo cemento. Aquellas obras entre demenciales y avariciosas modificaron el veraneo de una forma aplastante.
Queda claro que Domínguez es un experto en el verano, tanto en disfrutarlo como en trabajarlo. No siempre se dedicó a esto último como periodista: “Repartí publicidad, trabajé en un bar, las típicas cosas. Pero sobre todo evité todo lo que pude el momento de las primeras prácticas en un medio, porque sabía que era el fin y a partir de ahí todo sería trabajar. No me equivocaba”. Ha contestado a las preguntas de elDiario.es en medio de un verano extraño e incierto pero en el que, de momento, sigue habiendo helados.
En los artículos puramente veraniegos que recoge su libro evoca mucho la infancia y los recuerdos del pasado: ¿es la estación más melancólica del año? ¿Perseguimos siempre un verano mejor que los anteriores?
No sé si perseguimos un verano mejor que el anterior, quizá sí hay un ansia muy contemporánea de mejorar la marca, de tener cada vez un modelo mejor, una sensación de progreso, ascenso, porque nos lo merecemos. Una cosa muy de consumo. Esto va en contra de la simplicidad con la que a veces uno es feliz, estando tranquilo, con buena compañía, sin hacer grandes cosas, pero todo esto se nos olvida fácilmente, siempre tenemos esa tentación de exagerar, del no va más.
Más que un verano mejor, buscamos uno que nos haga sentir cosas parecidas, una sensación de reencuentro con lo auténtico de la vida que se nos pierde por el camino. En ese sentido te puede salir un poco melancólico, sobre todo si regresas a lugares, si vuelves a ver amigos. Pero el verano tiene de fondo un zumbido de energía vital que puede con todo eso.
En su libro Mediterráneo Descapotable hace una parada en Marina D’Or ¿sería posible generar algún recuerdo de un verano bueno en semejante lugar?
Sçi: cuando estuve allí hace muchos años había gente encantada. Yo no iría ni loco, pero es fantástico esto del ser humano de que a cada uno le guste una cosa, y esa capacidad como la de los niños de ser felices en cualquier parte, por muy horroroso que ese sitio le parezca a otro. Marina d’Or se cogió la fama, pero hay otros lugares iguales que no la tienen, es muy injusto. El punto de Marina D’Or era el proyecto megalomaníaco que representaba bien una época.
El periodista Julio Camba decía que era un fastidio escribir columnas cortas porque es lo que en realidad se lee la gente del periódico: ¿se siente lo mismo escribiendo artículos de verano?
Yo, por ejemplo, soy un gran lector de pies de foto y breves, por pura vagancia, sabes que te lo lees en un momento. En cambio, como periodista, uno siempre tiene tendencia a escribir varios tomos de lo que sea. Cuando escribimos se nos olvida el lector que somos, esto produce grande desastres, pero es muy difícil mantener esa lucidez, que es una forma de humildad. Algo difícil para un periodista.
Los periódicos son muy graciosos en verano porque se toman menos en serio, como si se abriera un poco la mano para hacer cosas distintas, y entonces puede salir cosas muy interesantes. Siempre me he preguntado por qué no se puede hacer un periódico en invierno como si fuera de verano, con esa ligereza.
Todos los turistas son malos menos cuando somos nosotros, comenta en su libro. Dice que hay otra forma de viajar, al ritmo humano. Pero el capitalismo marca el tiempo, lo monetiza ¿estamos abocados a solo poder hacer esos viajes frenéticos e irreales? ¿Cómo cambiamos ese sistema?
No tengo ni idea de cómo se cambian las cosas, el caso es que van cambiando. La pandemia nos ha enseñado cómo son las ciudades sin turistas, y de repente vemos que son mucho mejores. Menos para los que viven de los turistas, claro. A mí lo del turismo me parece un problema diabólico, porque todos somos turistas cuando viajamos, y al mismo tiempo muchos (no todos), no queremos ir a lugares turísticos, es decir, transformados por el turismo, pero es inevitable.
Quien manda es responsable de que no se destroce un lugar, resistiendo a las presiones de todo tipo que haya para destrozarlo: urbanísticas, estéticas... Luego es un dilema y una decisión de cada uno, como todos los dilemas, no dejarse llevar por la prisa y no volverse loco, y buscar la belleza y la tranquilidad. De todos modos los lugares horribles cumplen una función esencial, que es atraer a toda esa gente que le gustan y que de otro modo nos encontraríamos en los otros sitios.
Explica que para los franceses: “la clave del buen turismo es plantearlo para la gente que vive ahí, para los ciudadanos, y si se hace bien, entonces el visitante será feliz también”. Pero ¿cómo cambiamos esto en España a estas alturas?
Pensar a largo plazo siempre es difícil, se nos da mejor lo peor: el corto. Pensar en un país que no sea tan dependiente del turismo, como acabamos de ver con la pandemia, que nos obliga a abrir corriendo las terrazas y las fronteras, ya sería bastante. Que la gente pueda vivir de otras cosas, también más estables, pero eso implica pensar en qué país queremos ser en diez, veinte, treinta años.
Ningún partido habla de eso y no creo que ni que se lo planteen. Nadie piensa a lo grande, quizá porque creen que no se lo pueden permitir, o está pasado de moda.
Si la crisis de 2008 cambió nuestra forma de viajar -“lo cutre se hizo normal, lo que era normal se convirtió en lujo”-: ¿se atreve a imaginar cómo será después de la COVID-19?
Creo que el avance de la desigualdad es imparable y mucha gente trabaja en ello con ahínco y dedicación encomiables. Así que sin duda se encontrarán nuevas formas de camelo que iremos descubriendo sobre la marcha y cuando sea demasiado tarde.
¿Cuándo se comió su último polo de limón?
Creo que fue en Italia, y es normal, es un país con un fuerte sentido de la tradición y muy atento al pasado, no como nosotros.