El héroe ya no es un héroe cuando regresa de su viaje, aunque no lo sepa nadie más que él. Solo se puede creer en el heroísmo cuando se mira desde lejos, cuando todavía forma parte del reino de la ilusión. La realidad convierte al ser humano en el antihéroe cansado de su propia peripecia, decepcionado al descubrir que aquello por lo que luchó no era ni siquiera un espejismo, sino que escondía un misterio mucho más oscuro de lo que podía imaginar. Después de abrir los ojos al horror, no se vuelve jamás al punto de partida. Es demasiado tarde. Entonces, lo único que queda son palabras. Contar una historia.
Como las que cuenta Joseph Conrad (1857-1924), antihéroe él mismo y autor excelso. Hijo de un escritor y activista político condenado a trabajos forzados, quedó huérfano a los 12 años y a los 17 partió de Polonia rumbo a Marsella, donde comenzó su andadura marítima. Cuatro años después, para evitar ser reclutado por el Ejército ruso, recaló en Inglaterra, país donde continuó creciendo como marino y del que adoptó la nacionalidad. Antes de los 30, decidió concluir esa etapa para llevar una vida estable –se había casado– y dedicarse a escribir. Firmó títulos fundamentales, como Lord Jim (1900), Nostromo (1904) o La línea de sombra (1917), aunque quizá el más conocido, por haber formado parte de la formación de tantos y tan diferentes lectores, sea El corazón de las tinieblas (1899). Coincidiendo con el 125 aniversario de su publicación y con el centenario de la muerte del autor, Alfaguara lo recupera con una nueva traducción y prólogo del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
La historia de El corazón de las tinieblas empieza y termina en la cubierta de un barco. Allí, Marlow, el narrador, rememora su bautizo en el mar, de la mano de una compañía británica dedicada al comercio de marfil en el Congo colonial. Se le encarga encontrar al legendario Kurtz, uno de los responsables de la explotación, para pedirle que regrese. Kurtz, al que no conocerá hasta el final de una dura travesía para remontar el río, está envuelto en un aura de leyenda: ha alcanzado la gloria en su profesión, pero se niega a compartir su secreto con nadie. La misión espolea al joven Marlow, que no sospecha que este viaje iniciático supondrá el fin de su inocencia.
Joseph Conrad, el eterno extranjero
Si algo define toda la obra de Conrad, es el punto de vista del extranjero, en más de un sentido. En primer lugar, el idioma: eligió el inglés como lengua literaria. Era su cuarta lengua, que adquirió de adulto, después del polaco, el ruso y el francés. Y no un inglés cualquiera, no: su dominio de la lengua del bardo es extraordinario. Se dice que leía a Shakespeare en sus ratos libres en la nave, y no sería extraño: en la ambigüedad moral de sus novelas se respira el espíritu de la tragedia shakespeariana. Conrad también era pesimista, o al menos narraba el mundo desde esa lupa, la del hombre desengañado. Quizá su condición de foráneo reforzó su propia exigencia con el idioma; no es raro que los inmigrantes, para combatir los prejuicios, se obliguen a dar lo mejor de sí mismos para demostrarse “dignos” de su nuevo país. Sea como sea, su inglés es un regalo para los anglófilos y para la literatura universal.
Junto con autores como Herman Melville, R. L. Stevenson o Jules Verne, Josep Conrad ha firmado algunas de las páginas más sugerentes de la narrativa marítima. Su material es su experiencia y las historias que le confiaron sus colegas
También para el mar: junto con autores como Herman Melville, R. L. Stevenson o Jules Verne, ha firmado algunas de las páginas más sugerentes de la narrativa marítima. Su material es su experiencia y las historias que le confiaron sus colegas. En sus novelas, más que la aventura, importa el viaje interior, la voz introspectiva del protagonista; no en vano se le considera, con Henry James, un eslabón entre los grandes novelistas del siglo XIX y los vanguardistas del siglo XX. El bagaje marino aporta connotaciones adicionales a su mirada de extranjero: en el mar no hay fronteras, el ser humano está a merced de la naturaleza. La tripulación es un microcosmos aparte, mezcla de diferentes nacionalidades y trayectorias en un espacio aislado de la civilización urbana, un espacio en perpetuo movimiento, donde las normas que rigen la sociedad se difuminan.
En el centro de El corazón de las tinieblas, y de su obra en general, está la indefensión del ser humano frente a lo desconocido. Solo cuando se sale del lugar de nacimiento se aprende a ver con perspectiva; y Conrad salió no una, sino muchas veces; casi se pasó la vida haciendo equilibrios para mantenerse en pie (se le conocen problemas de salud y dificultades económicas, pese a sus éxitos literarios). Aprender a ver no es fácil, implica renunciar a las creencias sostenidas hasta entonces, que mantienen al individuo a salvo, al menos en apariencia. En la revisión previa al viaje, el médico pregunta al marinero si hay casos de locura en su familia; él ya sabe que el mar no solo deja rasguños en la piel.
La mirada etnocéntrica
Cada generación cree en las mentiras que le tocan (la revolución, la meritocracia, el progreso ilimitado, los viajes interplanetarios), pero las hay más nocivas que otras. Al narrador de El corazón de las tinieblas (esto es, a la población occidental blanca de finales del siglo XIX), le corresponden la confianza en los avances de la ciencia y la idea de la superioridad del hombre blanco. Los africanos son poco más que animales, bárbaros a los que hacen un favor domesticando. Se nota en sus comentarios sobre los esclavos del barco: mantiene la distancia, se refiere a ellos como a animales de carga, seres carentes de humanidad que viven al margen aunque estén al lado. No es que Marlow tenga malicia; tan solo lo han educado así, es un producto de su tiempo.
Si hubiera permanecido en Inglaterra, esta conciencia de superioridad habría perdurado; nada como la inercia, el cierre de fronteras, para perpetuar la ignorancia. Sin embargo, la aventura revoluciona sus creencias. Occidente, que era el orden, la mesura, la razón, el hombre blanco que domina sus instintos, se revela como un depredador sanguinario, hacia la naturaleza y hacia quienes la habitan. Solo cuando pierde sus puntos de apoyo, tanto físico como mental, Marlow puede despertar, abrir los ojos al engaño. Su historia es la de un joven (la de tantos jóvenes) que cree en su misión, alentada por los mitos que ha asimilado a lo largo de la vida; pero que, al descubrir la realidad de frente, ve algo demasiado terrible como para permanecer impasible.
Su historia es la de un joven (la de tantos jóvenes) que cree en su misión, alentada por los mitos que ha asimilado a lo largo de la vida; pero que, al descubrir la realidad de frente, ve algo demasiado terrible como para permanecer impasible
¿Y qué hay del “otro”? Porque Marlow, antes de convertirse a su vez en una pieza que ya no encaja en la sociedad occidental, ha mirado a los habitantes de las colonias desde la superioridad de la mirada etnocéntrica. El libro, es decir su subjetividad, se cimienta en la dicotomía nosotros / ellos. Sus ideas sobre los africanos están condicionadas por la representación que se ha hecho de ellos en la cultura dominante, que puede ser de dos tipos. El primero los despoja de humanidad: el otro como el salvaje, más próximo a un animal que a un ser civilizado. El segundo, les atribuye una suerte de exotismo, que se acentúa, por ejemplo, en los relatos sobre la sensualidad de las mujeres extranjeras. Si bien este último en ocasiones puede parecer bienintencionado, resulta tan perjudicial como el anterior, por cuanto se basa en prejuicios, responde a intereses de control y, en suma, niega la voz a ese otro. Le concede unos atributos que responden al sistema de valores occidental; no se esfuerza en ponerse en su lugar, en entender su cultura.
Si se le puede hacer alguna crítica a El corazón de las tinieblas, desde una perspectiva postcolonial (que no literaria), va en esa dirección: por mucho que Marlow, ya al final, admita la barbarie del imperialismo y se apiade de los africanos sometidos (reconoce el compañerismo del que trabaja en el barco, a quien antes despreciaba), le falta dar un paso más y proponer soluciones, reclamar la liberación y, sobre todo, darles la palabra, escuchar su voz, dejar que sean ellos quienes se cuenten en sus propios términos. Solo así puede haber un acercamiento real, una comprensión del otro para que, aunque siga siendo “el otro”, al menos ya no se perciba como inferior, indómito o raro. También le falta ser más explícito al narrar qué ocurre en la colonia; más bien se limita al dolor que le provoca, como occidental, enfrentarse al horror. El lector solo puede leer entre líneas.
Hablamos de una novela de 1899 en la que el racismo no es lo único que hoy chirría: a las mujeres occidentales, sin ir más lejos, las retrata como seres vulnerables a quienes hay que mantener al margen (ignorantes, engañadas) de lo que hacen ellos mar adentro
Hablamos, claro, de una novela de 1899, en la que el racismo no es lo único que hoy chirría: a las mujeres occidentales, sin ir más lejos, las retrata como seres vulnerables a quienes hay que mantener al margen (ignorantes, engañadas) de lo que hacen ellos mar adentro, como se ve en la conversación final con la pareja de Kurtz. Es el machismo en su disfraz de caballerosidad. En cualquier caso, ni esto ni lo anterior le restan un ápice de su valor literario. Más allá de su interés como testimonio del pensamiento de una época, El corazón de las tinieblas es una obra maestra que, como tal, aún tiene mucho que decir en el presente. Merece la pena volver a acompañar a Marlow, este narrador tan reflexivo, en su descenso a los infiernos, para mirar de nuevo el egoísmo y la sed de poder del ser humano, para ser testigos del desarraigo y la pérdida de la inocencia, para desarraigarnos nosotros también de nuestras convicciones. Como concluye Juan Gabriel Vásquez en el prólogo, “en este libro se cuentan cosas que preferiríamos no saber. Tal vez por eso lo seguimos necesitando”.