En diciembre de 1979, los militares que habían instaurado una dictadura militar en Argentina después de un golpe de Estado secuestraron a Silvia Labayru, una joven de 20 años embarazada de cinco meses. La metieron en el centro de detención que habían montado en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) donde la torturaron, la violaron y dio a luz a su hija Vera encima de una mesa. Además, también la obligaron a trabajar para ellos y a infiltrarse secretamente en el grupo de las Madres de Mayo junto al teniente Alfredo Astiz. Esa operación tuvo como resultado la muerte de tres de las madres y dos monjas francesas entre otras personas.
Ella, integrante del grupo armado Montoneros e hija de un militar, fue una de las pocas que sobrevivió al infierno alojado en ese edificio por el que pasaron 5.000 detenidos. Sin embargo, aunque esquivó la muerte (nunca supo cómo ni por qué), durante muchos años tuvo que lidiar con el rechazo de quienes la tildaron de colaboracionista.
La periodista Leila Guerriero comenzó a indagar en su historia en 2021, cuando su amigo Daniel Yako le pasó el enlace a una noticia publicada en el diario argentino Página/12. Labayru había denunciado en 2014, junto a otras dos víctimas, la violencia sexual que habían sufrido durante su encierro en la ESMA (hasta 2010, no tuvo reconocimiento como delito autónomo). Faltaban cinco meses para que se dictase sentencia y Guerriero decidió investigar más a fondo sobre la figura de esa mujer a través de entrevistas a ella y a otros muchos de los implicados en su historia, además de consultar toneladas de documentación sobre el tema. El resultado de ese esfuerzo es La llamada, un libro de más de 400 páginas que acaba de publicar en España la editorial Anagrama y que saldrá el próximo mes de marzo en su país.
Cuando le llegó la historia de Silvia Labayru y decidió tirar de ella: ¿pensaba que le iba a dar para un libro de 430 páginas?
Fue mi amigo Dani Yako el que me propuso el contacto con ella. Yo pensé en un artículo para El País Semanal y se lo dije a ella sin hablar con mis editoras, porque tampoco sabía si, después de tantos años de no hablar con el periodismo, iba a querer. Al final de la entrevista me dijo “está bien, hagámoslo”. Pero a la segunda o tercera entrevista yo me di cuenta que la historia era completamente inabarcable porque es muy compleja y para ser contada necesitaba cierta sutileza, que cada una de las piezas fuera encajando de manera natural. Así que le expliqué la idea de hacer un libro, también sin comentárselo a Silvia Sesé, mi editora de Anagrama. De hecho, durante muchos meses no dije nada, simplemente porque yo trabajo de esa manera, no porque quisiera ocultarlo. Me quita un poco de presión, digamos que trabajo más con menos presión.
Hacer un libro da un poco de vértigo porque puedes escribir lo que tú quieras, de ahí a que después que te lo publiquen es otro tema. El límite llega cuando la historia está ya contada y no necesita absolutamente nada más. Desde el principio supe que no iba a ser corto: tenía 1.930 páginas solo de transcripciones, sin contar vídeos vistos, programas de radio escuchados, libros leídos, trabajos académicos, causas judiciales, etcétera.
¿Cuánto tardó en organizar toda esa información? Porque no se trata de un libro lineal, tiene saltos temporales y muchos testimonios.
Mi trabajo siempre trata de tener una enorme cantidad de información y darle una forma. Pero es verdad que con este libro tenía más material que con ninguna otra cosa antes, era una cosa descomunal. Me demoré en escribirlo cuatro meses, desde noviembre de 2022 hasta marzo de 2023. Pero todos y cada uno de los días de esos meses yo me senté a las 05:00 de la mañana y terminé de escribir a las 21:30 de la noche.
Rechacé otros trabajos. Hubo cosas que no, como La píldora de la Cadena SER o la columna en El País, pero suspendí talleres, encuentros con amigos, cenas, cumpleaños, todo. Lo único que festejé fue mi cumpleaños, con una cena muy sencilla con mi pareja. Y nada más. En meses.
¿Cómo se queda al terminar un trabajo así?
Terminar un libro te deja una sensación de vacío siempre. Porque eso capturó tanto tu atención no solo durante la escritura, sino también durante el reporteo. Es como estar todo el tiempo con eso en la cabeza, aunque ni siquiera estés pensando en ello. Después del alivio de decir “bueno, listo, ya lo entregué” siempre sobreviene una especie de duelo. Lo que pasa es que después me vine a la residencia de la Fundación Finestres en Catalunya y me metí de lleno a releer toda la obra de Truman Capote porque tenía que pasar abril y mayo rastreando sus pasos en la Costa Brava. Salí de una cosa gorda y me metí en otra que era bastante complicada también, con toda la tensión que implica hacer un viaje de dos meses fuera de tu casa. Esas ocupaciones y preocupaciones rápidamente me separaron del vacío. Llegué de Palamós, me puse a escribir el texto Capote y después me fui a un viaje muy largo por Menorca y por Italia buscando a mis ancestros.
En determinado momento del libro, empieza a pensar en cómo se queda Silvia después de las entrevistas. Y también en por qué decidió hablar con usted, pero nunca se lo llega a preguntar. ¿Por qué?
No sé en qué momento empecé a pensar cómo se queda ella. Creo que fue después de un día en que ella se quedaba sola porque Hugo [su pareja] no estaba y empezamos a hablar de lo que iba a hacer y de series de Netflix para ver. Y me imaginé esa mujer ahí sola después de haber hablado conmigo tres horas de todo eso que le había pasado.
Y no le pregunté porque no le preguntaría nunca a nadie por qué habla conmigo. Es una pregunta que sí me hacen los colegas, que es muy válida pero no está en mí para nada.
Que los sobrevivientes nunca llegasen a saber por qué salieron vivos y que eso les persiga de por vida parece otra forma de tortura pensada aposta por los militares. El peso de la duda de otros exiliados sobre cómo consiguieron salir de ahí, traicionando o colaborando, es terrible.
Yo creo que es muy perverso. A mucha de la gente con la cual hablé, esta pregunta de por qué no te mataron la destruyó. No nos podemos hacer una idea nosotras dos, que no pasamos por eso, de lo que puede afectar una pregunta así y de cómo se puede transformar en una especie como de bicho metido en la cabeza. No sé hasta qué punto los militares habían tenido el refinamiento de pensarlo como tal o si fue simplemente un instinto bestia. Pero poner esa duda sobre una persona es lanzarla a la sombra de la sospecha y también la zozobra eterna de no saber qué fue lo que te salvó.
Además no podés hacer esa pregunta. ¿A quién se la vas a hacer?, ¿al represor? Eso te demuestra la omnipotencia de esta gente en términos de no valoración del otro como un ser humano, porque después de haberle hecho todas las barbaridades que le hiciste crees que esa persona no va a hablar nunca, nunca te va a denunciar. Pensar en cómo le va a pesar tanto el terror que te tiene, que aunque esté libre caminando por las calles de Madrid nunca en su vida se va a atrever a decir “este señor me hizo tal cosa”, es muy sintomático de una manera de estar instalado en el mundo muy perversa y oscura.
¿Le sorprendió conocer que algunos sobrevivientes fueron rechazados por sus compañeros en el exilio como le ocurrió a Silvia?
Sí, enormemente. Y lo reconozco como una ignorancia. No pasó con todos pero hubo mucha gente a la que sí y a mí me sorprendió mucho. No fue una buena noticia, pero bueno, también es sintomático de cuántas cosas están allí de las que no se ha hablado.
No es lo mismo la comprensión que se puede tener hoy en día de lo que pasó y de la palabra consentimiento, que la visión que se tenía sobre eso en los años 70, 80, 90
Está la problemática del significado de los conceptos porque el consentimiento o la colaboración no tienen sentido en un ámbito de represión en el que las personas no tienen opciones. Y a Silvia la acusan de no haberse negado a hacer ciertas cosas.
Es verdad eso que vos decís. A mí me parece que, de todas maneras, han pasado muchas cosas y no es lo mismo la comprensión que se puede tener hoy en día de lo que pasó y de la palabra consentimiento, que la visión que se tenía sobre eso en los años 70, 80, 90, incluso los primeros 2000. El juicio de Silvia por violencia sexual que se abrió por la posibilidad de denunciar las violaciones como delito autónomo a partir de 2010 fue posible por eso. Y la condena a González [su violador] también. Yo no sé si ese juicio se hubiera llevado adelante en los 90. Ella misma no se hubiera expuesto de esta manera hace 20 años o 30 años atrás, porque el juicio hubiera sido de una violencia interrogatoria para ella terrible.
En el libro, cuando algunos de los entrevistados hablan del Síndrome de Estocolmo que pudo tener Silvia usted escribe “problema”. ¿Por qué?
Silvia rechaza furiosamente la idea del Síndrome de Estocolmo, que es una especie de identificación con tu captor. Y ella dice que todo el tiempo supo con quién estaba, jamás sintió esa identificación.
También parece que lo dicen un poco para disculparla.
Sí, pero a ella le parece un horror. Entonces yo tengo que registrar las dos cosas: que lo hacen con buena intención, pero ella lo recibe con espanto. Ella se ha preocupado durante todos estos años de averiguar, saber y ver dónde encaja ella en todo esto y no es precisamente dentro de la figura del síndrome de Estocolmo.
No dudé del testimonio de ella pero del testimonio de los demás tampoco, aunque parezca contradictorio. Con el tiempo, han pasado más de 40 años, hay cosas que uno olvida
¿Llegó a dudar alguna vez de su testimonio?
No, no dudé del testimonio de ella pero del testimonio de los demás tampoco, aunque parezca contradictorio. Con el tiempo, han pasado más de 40 años, hay cosas que uno olvida. Incluso ella misma lo dice de algunos sucesos y no porque fuesen algo traumático sino porque no se acuerda. Es una reconstrucción de la historia con muchas contradicciones que están expuestas. Si hubiera pensado que era la historia de una farsante jamás habría seguido o habría escrito un libro distinto.
¿Silvia ha leído el libro ya?
Sí, lo leyó en diciembre cuando estaba en imprenta y no había vuelta atrás. Está conforme. Tuvimos una muy larga conversación después de que ella leyó el libro, de franqueza total entre las dos. Me estuvo contando durante mucho rato lo que le había pasado al leerlo, cómo se había reído al empezarlo. Yo pensé qué venturoso que un libro que va a contar una historia tan horrible tenga un primer comentario con una carcajada. Después, por supuesto, no hubo tantas carcajadas, fue muy conmocionante para ella, pero al final de todo me dijo: “Me pillaste”. Como que le había sacado la radiografía para bien y para mal, pero se sintió muy respetada y no se cabreó con ninguna de las partes menos agradables. Más allá de que sea una víctima, no a todo el mundo le va a parecer un personaje entrañable, pero la idea del libro era un poco esa, a mí no me gusta ser complaciente con los entrevistados y creo que no lo fui con ella.