Si nos acercamos a un grupo de quinceañeros en un parque, posiblemente estén stalkeando el Instagram de la vecina mientras sueñan con un shippeo entre sus youtubers favoritos y trolean a su madre para llegar quince minutos más tarde a casa.
Al otro lado, las abuelas que juegan a la petanca reirán porque han dejado a sus maridos de Rodríguez y ellas, descocadas como pollitas, observan de lejos a los lechuguinos de hoy en día.
Sería fantástico juntar a dos grupos con setenta años generacionales de distancia y probarles a entender sus códigos cotidianos. Parece fácil, pero a veces necesitan un puente, y la periodista Mar Abad se lo tiende en forma de diccionario sociológico en De estraperlo a postureo. Cada generación tiene sus palabras.
Consciente de que la distinción lingüística por grupos homogéneos de edad es un cómputo impreciso, la fundadora de Yorokobu se basó en los cuatro niveles de dos historiadores estadounidenses: los silenciosos, los baby boomers, la Generación X y los millennials. Los primeros dieron identidad a las décadas de los 40 y 50, mientras que los últimos han dejado su impronta en el lenguaje de los 2000 y 2010.
Después vendría la Generación Z, nacida a partir de 2005. A ojos de un X o de un silencioso, los millennials no distan de los Z porque ambos se encuentran “en una relación estable con Internet”, como decía Lucía Taboada. La diferencia entre los individuos de esta era cibernética radica en que los primeros cambiaron el Nokia 3210 por un smartphone y los segundos nacen directamente con una pantalla táctil pegada a la mano. Y eso, aunque no lo parezca, influye en el lenguaje.
Posiblemente conozcan el postureo de sus predecesores y teman heredar de ellos la maldición mileurista o la nini. Pero quizá hacia abajo sea más complicado.
Igual que los veinteañeros entienden que no hay que jugar con fuego cuando sus madres dicen nanay de la China o la cagaste, Burt Lancaster, aunque no hayan visto ni una sola de sus películas.
Es un acuerdo de comprensión hereditaria que, sin embargo, cuesta bastante más alcanzar con las nuevas generaciones, y eso es lo que Abad se ha propuesto cambiar. “Vemos a los mayores y a su lenguaje como arcaicos, y a los más jóvenes como perdidos de la vida. Es un clásico. Los griegos lo dejaron recogido en sus escritos, que veían a las nuevas generaciones como una perversión, una locura”, dice para admitir que ella comenzó este manual con una buena carga de prejuicios.
Abad, Generación X y acostumbrada a la corrección del lenguaje periodístico, tuvo que clavar la nariz en el diccionario de la RAE, la Fundéu, artículos y documentos históricos, pero también salir a la calle y “cotillear”. “Me iba a un bar andaluz o al parque con mis sobrinos y ponía la oreja. El idioma pertenece a quien lo usa, es una obra colectiva alucinante”, cuenta con la sonrisa de quien ha disfrutado en su misión lingüística.
Fue así como descubrió el despliegue de creatividad de los canis y las chonis, con sus vaivenes de mayúsculas y minúsculas y ese tuneo estrafalario de las palabras. “Les observé desde el asombro, con una mirada limpia, y vi valores donde antes solo veía mofas”, afirma la escritora.
Lo importante de este manual es que se aleja de definiciones encorsetadas y ofrece tanto la naturaleza de las expresiones como la de su uso social a través de varias anécdotas. Así sabemos que el niqui viene del Nick Romano de Llamad a cualquier puerta y el estraperlo de una máquina del Casino de San Sebastián, o que pijo pasó de ser una “nadería” o “pene” al antagonista de David Summers que conducía “un Ford Fiesta blanco”.
No hay chicas yeyé millennials
chicas yeyé millennialsEn cada una de las generaciones se puede percibir la moral de la época y cómo las palabras han servido tanto de mordaza como de elemento liberador con el paso de los años. Sobre todo en el caso de las mujeres.
En el capítulo dedicado a los silenciosos, abundan términos que se relacionan con el sacrificio, el silencio, la sumisión, la sombra y las sonrisas. Todos ellos para describir el “designio divino” del ángel del hogar, que alejaba a las buenas cristianas de otras como la querida, la descocada, la solterona, la pecaminosa o la niña topolino.
Estas últimas son las que plantaron cara a la dictadura olvidándose del ajuar para ser “la eterna chica española de clase media, con estudios o ganas de tenerlos”. Las Carmen Martín Gaite, “aunque no a todas les perdía el activismo o la filosofía”. Mar Abad reconoce que ni ellas ni el apartado dedicado a las chicas yeyé, los bikinis y las minifaldas son casuales.
“Elegí muchas palabras relacionadas con las mujeres porque no quiero que se olvide lo que tuvieron que sufrir y cómo ensombrecieron su vida”, afirma. Piensa que, aunque ahora nos suene a ciencia ficción, es algo sobre lo que debemos leer para no bajar la guardia y que no vuelva a pasar. Porque, sin “la voltereta mortal ideológica” de esas yeyé y topolino, “nosotras no seríamos tan libres”.
Por eso en la Generación X y millennial ya no hay una figura femenina reveladora o rompedora como ellas, “y eso es una buena noticia”. La periodista cree que la forma de reivindicar la igualdad de la mujer en el lenguaje de estas generaciones es “darlo por sentado”. Ella lo hace incluyendo expresiones como poliamor o sexting, porque es una forma de celebrar la libertad sexual femenina. Su otro homenaje se lee entre líneas cuando cita al diccionario de María Moliner, más feminista y costumbrista, e incluso a la RAE.
“Nos llega lo más histriónico, como las declaraciones de Félix de Azúa o Pérez Reverte, pero dentro de la RAE hay mujeres maravillosas, actuales y feministas”, recuerda Abad. Porque De estraperlo a postureo es algo más que un manual, es una forma de derribar prejuicios incluso hacia nuestras instituciones más anacrónicas, y de abrir la mente a la sabiduría de nuestros antepasados y a la providencia de los que diseñarán los códigos de comunicación en el futuro.