Ninguna palabra es inocente. Tampoco ninguna acción lo es: ir al supermercado, elegir un producto local en detrimento de un manjar exótico prefabricado, dice mucho no solo de alimentación, sino de conciencia política. Ella, la escritora Michela Murgia (Cabras, Cerdeña, 1972 - Roma, 2023), lo sabía mejor que nadie; e hizo de su vida un despliegue de compromiso activo con aquellas causas que para ella tenían sentido. Su último frente fue el fascismo: pocos meses antes de su muerte, fruto de un cáncer renal, no se anduvo con rodeos al denunciar el peligro que acarreaba tener a Giorgia Meloni como primera ministra. Su triunfo en las elecciones no la había pillado por sorpresa: llevaba años advirtiendo de que la extrema derecha volvería a gobernar en Europa.
Con todo, sería una lástima que su recuerdo quedara reducido a eso. Desde que se dio a conocer, con un libro sobre los abusos laborales de las compañías de telemarketing con trasfondo autobiográfico, Murgia se caracterizó por hablar claro, sin miedo a señalar al poderoso, aunque esta actitud le granjeara enemigos. El éxito le llegó un poco más tarde, con la novela La acabadora (2009), que recibió varios premios y se tradujo a numerosos idiomas, entre ellos el castellano. Pese a constituir su carta de presentación internacional, su sustrato era, de hecho, muy local: situada en la Cerdeña rural de antaño, recuperaba la figura de la “acabadora” (accabadora), la mujer que se encargaba de ayudar a morir a los enfermos terminales.
La accabadora sarda forma parte del grupo de mujeres que, generación tras generación, se dedicaron a cuidar de las pequeñas comunidades con sus conocimientos en fisiología humana y herboristería, como las curanderas o las parteras. Las tan denostadas “brujas”, que no obstante se revelaban fundamentales para la supervivencia en unas zonas donde el médico no siempre llegaba, o no se disponía de recursos para pagarlo, o se requería una asistencia demasiado íntima para confiarla a un facultativo. En la sociedad cristiana, estaban condenadas a vivir en los márgenes, y la protagonista del libro no es una excepción. Es más: por la naturaleza de su actividad, su visita está teñida de una sombra. Nadie quiere que llegue el momento de recibirla. Y nadie quiere ser algo parecido a una amiga mientras conserva la salud. Soledad y ostracismo son los compañeros de esta acabadora, que decide adoptar a una niña. Será su sucesora.
Feminismo y eutanasia
Se suele decir que las primeras obras contienen la semilla de lo que un autor desplegará a lo largo de su carrera. En el caso de Mugia, La acabadora pone en el centro, por un lado, la mirada feminista, al reivindicar a unas mujeres que fueron despreciadas durante y después de su vida; por otro, el debate sobre la eutanasia, tan controvertido en las sociedades católicas; y, por último, la identidad sarda (tradición, historia, cultura, lengua), haciendo valer lo local ante una civilización cada vez más uniformizada por la globalización y en un país donde el idioma oficial relega los regionales al uso doméstico y por lo tanto carente de valor para las instituciones. Como Marcello Fois y Milena Agus, también naturales de Cerdeña, demostró que desde una isla se puede escribir una novela que contenga verdades esenciales. Tenía una buena maestra: la premio Nobel Grazia Deledda, que en títulos como La madre o Marianna Sirca revela a su vez un feminismo avant-la-lettre, arraigado en lo doméstico.
Murgia no se limitó a plantearlo en la narrativa. Cultivó el ensayo, hizo producciones teatrales –y hasta debutó como actriz encarnando a la propia Deledda en Quasi Grazia, un monólogo dramatizado de Marcello Fois–, trabajó en medios audiovisuales y colaboró con numerosos periódicos. Era una personalidad conocida en su país, donde levantaba tanta simpatía como animadversión (su funeral fue, eso sí, multitudinario). Lo que quizá sorprenda es su lado religioso: estudió Teología e impartió clases en centros de secundaria durante siete años antes de dedicarse a escribir; claro que su doctrina no era la de Juan Pablo II o Benedicto XVI, con los que se mostraba crítica.
En su ensayo Y la iglesia inventó a la mujer (2011), analiza la representación que se ha hecho de las mujeres de la Biblia en las imágenes –obras de arte fruto de encargos de la Iglesia–, como una María siempre joven, tanto como madre que acuna al bebé como cuando sufre la piedad por su hijo muerto. En el origen, el pecado de Eva, que condena al hombre a trabajar y a la mujer a parir con dolor; cuando aparecieron los calmantes, surgió un debate teológico acerca de hasta qué punto era permisible aliviar ese trance. Murgia sostiene que estos valores, en culturas tan católicas como las del sur de Europa, se extienden más allá de la religión, en otras esferas del patriarcado que oprimen a las mujeres. También ilustra de forma magistral las artimañas con las que la Iglesia niega la posibilidad de que Dios sea representado con una imagen femenina, lo que relega aún más a las mujeres al negarles la oportunidad de reconocerse en él. La autora se atreve incluso a desmitificar a Teresa de Calcuta: sostiene que la Iglesia la venera ante todo por su sumisión, una actitud contraria a la emancipación femenina.
A favor de la organización ciudadana
En 2014, dio un paso adelante en su compromiso político al presentarse como candidata a la presidencia de Cerdeña, en un partido pro independencia de la isla. Se convirtió en la tercera fuerza más votada, con un porcentaje bastante superior al habitual en las formaciones independentistas sardas –en Cerdeña, el movimiento apenas cuenta con arraigo entre la población–, aunque la ley electoral le impidió conseguir un escaño. Con todo, hizo una labor importante: más allá del resultado, propulsó un nacionalismo integrador, de corrientes y de perfiles diversos, contrario a las ideas nacionalistas más extendidas en Italia: las que el partido conservador Liga Norte pregonó durante años y que, más que defender una nación por su valor histórico o cultural, velan por el interés económico de una región y promueven políticas excluyentes. La pluralidad era clave: los personalismos, característicos de la derecha, se habían asimilado en todo el espectro político; para ella, en la izquierda debían imponerse las ideas por delante del dirigente.
Se proponía implementar un nacionalismo modernizador y abierto, que devolviera a la identidad sarda el peso que había perdido, por ejemplo en la enseñanza o los medios de comunicación, a costa de la imposición del italiano. Cerdeña tiene una historia, una lengua, una cultura; y sus habitantes no deben avergonzarse de ellas. Murgia defendía asimismo la acogida de inmigrantes y las políticas de igualdad, diversidad e inclusión. Se puede decir que todo lo que formuló en su narrativa se vertebró en sus acciones: no se conformaba con la teoría, quería aportar su grano de arena para conseguir cambios. Confiaba más en la gente que en la clase política convencional; con respecto al procés catalán, aplaudía la implicación ciudadana y la existencia de entidades cívicas como la ANC (Assemblea Nacional Catalana); para ella, debía ser el pueblo quien presionara a los políticos para que actuaran en su nombre, y no al revés. Es la base de la democracia, pero la percepción habitual, en un sistema tan viciado, es que el poder mana en vertical, los dirigentes deciden y el ciudadano acata, no se siente partícipe y esto lo lleva a la abstención.
Escribió varios panfletos, llamadas a la acción que a veces partían de marcos creativos, como Instrucciones para convertirse en fascista (Seix Barral, 2018), donde se pone en el lugar de su oponente para ilustrar los mecanismos de la nueva ola de extrema derecha. Con la provocación, subyuga más al lector que vendiéndole las bondades del progresismo o enumerando por enésima vez los defectos del rival. Ella se tomaba en serio al adversario; la superioridad moral de la izquierda le parecía un error, ridiculizar y señalar la ignorancia del otro no lo combate. El lenguaje de la extrema derecha ya estaba calando en el discurso político, algo de lo que responsabiliza a los medios: al prestarles atención, generan mitos en torno a quienes solo penetraban en un círculo limitado.
Cómo se convierte uno en fascista
Por otro lado, constata las diferencias entre los fascismos del siglo XX y los actuales (por ejemplo, el hecho de apoyarse en recursos populistas que solían ser marca de la izquierda, como el vocabulario informal o las redes sociales) y precisa que, más que una cuestión de ideología, el fascismo trata de método: es cuando alguien propulsa una política represora cuando se convierte en fascista, no solo cuando desaprueba una idea o identidad en el plano mental. La gran diferencia entre la democracia y el fascismo, al fin y al cabo, es que, mientras la primera tolera las diferencias dentro del sistema (al menos hasta cierto punto), el segundo las aniquila. Murgia, de forma similar a lo que han hecho en España partidos como Podemos o Sumar, hablaba de hacer política “en femenino”: frente a la concepción masculina tradicional, basada en el poder y la autoridad, proponía una política acogedora, horizontal, que se fortaleciera desde lo colectivo, tejiendo lazos.
En sus años como docente conoció las carencias de un sistema educativo mermado por los recortes y las cambiantes leyes. A su juicio se está perdiendo la individualidad en la relación entre profesor y alumno, lo que impide desarrollar el potencial de cada joven. Es imperativo, además, reforzar la posición del maestro, tanto en la práctica –dar más valor a sus dotes como instructor y pedagogo, sin reducirlo a un mero canal de transmisión de unos contenidos prefijados– como en la dimensión social, con un salario y una consideración que se ajusten al peso de la educación en la sociedad. En última instancia, el éxito educativo no debe medirse por los resultados académicos, sino por la capacidad del alumno para asimilar conocimientos y analizar la realidad con espíritu crítico. Sería útil que los encargados de elaborar el material didáctico tuvieran en cuenta los intereses reales de los estudiantes y los incorporaran para que la materia no les resultara tan ajena.
Murgia fue una mujer muy inteligente y culta, que tuvo la valentía de pasar a la acción y hacer de sus principios una forma de estar en el mundo. Coherente hasta el final, pocos días antes de morir se casó in articulo mortis, gesto con el que de paso denunció la vulnerabilidad legal de las parejas de hecho con respecto a las casadas. Uno querría, al repasar su bibliografía, que hubiera cultivado más la literatura, que hubiera explorado más el territorio de La acabadora y otras ficciones en las que su capacidad para crear personajes y recrear un entorno perdido, con sus particularidades lingüísticas, brilla en todo su esplendor. Aun así, a veces la urgencia de la actualidad pide paso, y ella asumió la responsabilidad de levantar la voz. Murió cuando empezaba una etapa negra para Italia, pero queda su legado para inspirar a sus compatriotas y al resto de Europa.