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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

20 años del Nobel a Saramago: un homenaje a la lucha de sus abuelos y una batalla contra la Iglesia

“No embarques. Tienes el Nobel”. Solo bastó una llamada de su editor y cinco palabras para marcar un hito en la historia de la literatura. Al otro lado del teléfono se encontraba el escritor portugués José Saramago, que un año antes publicó la novela Todos los nombres. La noticia tampoco fue una gran sorpresa: en cada edición era uno de los señalados para alzarse con el mismo premio que previamente consiguieron figuras como Juan Ramón Jiménez o Pablo Neruda. Pero no llegaba. No lo hizo hasta ese 8 de octubre de 1998.

El nacido en Azinhaga, un pequeño pueblo portugués a 90 kilómetros de Lisboa, tuvo que esperar hasta los 76 años para levantar el Nobel de Literatura y ser reconocido por la Academia Sueca como uno de los grandes iconos de las letras por, como recuerda la BBC, “volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”.

Muestra de ello eran obras como Ensayo sobre la ceguera (1995), que le acercó al gran público, o El evangelio de Jesucristo (1991), que provocó un escándalo en la Iglesia e hizo que tuviera que cambiar su país natal por Lanzarote.

Los ánimos eclesiásticos no se calmaron, ni siquiera dos lustros después. Ni siquiera después de muerto. La esquela dedicada por el Vaticano un día tras su fallecimiento por leucemia (el 18 de junio de 2010) le definía como un “populista extremista” de ideología antirreligiosa. Esta animadversión no era nueva. Fue cultivada por ambas partes con el paso del tiempo, en momentos tan puntuales como el discurso de recogida del Nobel que pronunció en Estocolmo dos meses después de ser declarado ganador.

“Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa”, criticaba el autor ante la Academia Sueca. 

“Las arbitrariedades de una justicia falsa”

Saramago entró al salón noble vestido con un traje azul oscuro y camisa blanca ante la atenta mirada de los allí presentes. Sin embargo, a pesar de lo ornamental de la cita, el novelista aprovechó la ocasión para poner el foco en un lugar alejado de las grandes estrellas literarias.  

“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”, comenzaba su discurso el escritor, hijo de campesinos y sin estudios universitarios. Esperó a estar en lo más alto para centrarse en lo más bajo: sus raíces. “Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama”, explicaba el portugués.

Pero el relato de Saramago no era una entrañable historia de amor familiar, sino la defensa de una forma de vida basada en la humildad y alejada de las altas esferas. Una en la que “debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta”.

Como repasa el texto de la BBC, Saramago pasaba el tiempo en Azinhaga jugando en el río con sus amigos y escuchando las historias de su abuelo hasta que se mudó a Lisboa. Una vez en la capital lusa, ante la incapacidad de sus padres para afrontar sus estudios, este se dedicó a trabajó como cerrajero, en una empresa metalúrgica y en una agencia de servicios sociales. “Soy un comunista hormonal, mi cuerpo contiene hormonas que hacen crecer mi barba y otras que me hacen comunista”, reconoció en una entrevista con la cadena británica.

El discurso de recogida del Nobel de Literatura concentró todo lo que Saramago defendió a través de sus textos, pero también todo lo que criticó. Por ello, culminó haciendo referencia a su Ensayo sobre la ceguera y a cómo “la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo”, ya que “la mentira universal ocupa el lugar de las verdades plurales” y “el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante”. Y, como punto final, otra dosis de su característica ironía punzante: “Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo”.