Ni nombres ilustres ni gestas heroicas: crónica de una huida de la escritora desencantada con la Revolución Rusa

Cristina Ros

25 de octubre de 2024 23:00 h

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Cuando la escritora Nadezhda Alexándrovna Lójvitskaya (San Petersburgo, 1872 - París, 1952), más conocida por el seudónimo de Teffi, tomó un tren desde Moscú rumbo a las ciudades ucranianas de Kiev y Odesa, no podía imaginar que se alejaba para siempre de su ciudad y de la vida tal como la había conocido hasta entonces. Corría el año 1919, en 1917 había estallado la Revolución rusa y, aunque a principios de siglo había apoyado las revueltas contra el zar, en cuanto se estableció el régimen bolchevique se desmarcó por completo del gobierno liderado por Lenin, hacia el que desarrolló un odio profundo.

La caída del Imperio ruso había traído ciertos derechos civiles que la favorecían, como la libertad de prensa, pero el sistema impuesto por el Partido Comunista distaba mucho de parecerse al sueño que habían apoyado muchos intelectuales. Se marchó porque, como tantos de sus compatriotas, no tenía alternativa: tras la revolución se había desatado una sangrienta guerra civil entre el Ejército Rojo y sus opositores, que abarcaban tanto a los partidarios del zar como a liberales de distinta índole. El caos reinaba en la calle. Teffi ya había tenido que trasladarse de su ciudad natal a Moscú en 1918.

Memorias. De Moscú al mar Negro (Libros del Asteroide, 2024, trad. Alejandro Ariel González) comienza justo cuando un empresario teatral apodado Guskin le propone un viaje a Ucrania para participar en unas jornadas literarias. Por aquel entonces, eran todos conscientes de que debían irse de Moscú, las revistas que les permitían ganarse el sustento habían cerrado y el ambiente cultural del que habían formado parte se disolvía frente a necesidades más acuciantes. Aquella propuesta casi respondía a una llamada de auxilio, de modo que, a pesar de la desconfianza que le suscitaba el sujeto, del que solo conocía aquel seudónimo –y del que se acabó desvinculando–, se sumó a la expedición.

Cronista de los refugiados

Era el principio de una larga travesía en la que se acostumbraría a convivir con extraños. Viajaba con artistas de una compañía teatral, tan desconcertados como ella, aunque a lo largo de las semanas siguientes algunos aún encontraron tiempo para las coqueterías y las pasiones. Durante el trayecto, ese y los que se sucedieron, conoce también a gente que en condiciones normales no formaría parte de su círculo, como las campesinas analfabetas que parlotean en el vagón abarrotado. No traban amistad, lo convulso de los tiempos, cuando nadie sabe dónde estará al día siguiente, no favorece la forja de relaciones sólidas; pero los escucha, los observa.

Estas crónicas, que se publicaron por entregas en París entre diciembre de 1928 y enero de 1930, recogen las memorias de la huida de Moscú hasta su llegada, después de parar en varios destinos, a Constantinopla, cuando ya era evidente que no podría permanecer en Rusia. No contienen ningún alegato partidista, sino que, como declara ella misma al comienzo, constituyen “una narración sencilla y veraz sobre el involuntario viaje de la autora por toda Rusia junto con millones de personas semejantes a ella”. En efecto, no hay nombres ilustres ni gestas heroicas, sino gente corriente y vivencias vulgares entre la nada corriente y vulgar vida de unos refugiados.

Y humor, también hay humor en su mirada, ese humor (tan ruso) de quien prefiere una carcajada grotesca a un lloriqueo pueril. El humor negro de una mujer inteligente y mordaz, que sabe que desde la ligereza se puede comunicar muy bien la experiencia del desarraigo, de la pérdida, del absurdo de esa existencia improvisada y a contrarreloj de quien se sube en un tren sin saber cuándo volverá ni si, de hecho, volverá algún día. A fin de cuentas, contar sin alardes cómo cambian las vidas pequeñas de la gente común puede ser la crítica más eficaz, el detector más avanzado de que algo no funciona.

De escritora distinguida a ‘fregona’ de un barco

El desconcierto de Moscú da paso a una serie de tropezones, tanto en el trayecto como en las ciudades donde se aloja de forma temporal. Porque, como si la desesperación no fuera suficiente, cae enferma, va de un lugar a otro, malvive en cuartos destartalados y carece de alguien de confianza a su lado en quien apoyarse. Todo es transitorio, todo (y todos) es vulnerable. Va saliendo adelante, no obstante, improvisando como improvisa un refugiado; su existencia ya no está sujeta a su voluntad, sino a la pura supervivencia. Ella, que lo había tenido todo, se convierte (casi) en una más.

Ese “casi” se debe a una circunstancia cuando menos curiosa: Teffi no deja de ser Teffi, es decir, el nom de plume, la escritora, un estatus al que no accedía cualquiera. Procedía de un linaje distinguido, su familia le había inculcado el amor por la literatura y desde principios de siglo, cuando se volcó en la creación literaria –antes había vivido durante una década en Bielorrusia, junto a su marido y sus tres hijos, a los que abandonó para centrarse en su carrera y regresar a San Petersburgo–, se había convertido en una figura popular, que escribía teatro, folletines, relatos, poesía y hasta canciones. Colaboró con periódicos y revistas importantes, e hizo del humor su sello.

Nos informan en la biografía de que era admirada por personalidades tan contrapuestas como el zar Nicolás II, Lenin, Rasputín o Bulgákov; pero en estas memorias no se jacta de ello, no caben los nombres insignes en estas crónicas entre habitaciones sucias e individuos desesperados. Ese público anónimo también la adora, también la reconoce, aunque no todos (bendita sociedad sin pantallas) le pongan cara. Se le presentan oportunidades laborales, como declamaciones de sus versos, y se sigue cotilleando sobre ella: “La noticia de mi enfermedad salió en los periódicos”, cuenta sobre su llegada a Kiev. “Y como la gente, a decir verdad, no tenía nada que hacer […], mi desdicha tuvo una gran repercusión”.

Es la paradoja obscena de la barbarie: hay muerte, hay desolación, hay miedo; pero los días siguen teniendo veinticuatro horas que dan mucho de sí, los humanos siguen siendo humanos y la fama sigue siendo la fama. Esto último le causa momento incómodos, como cuando cuchichean por si recibe privilegios. Y sí, alguno hay, no lo oculta. Pero también tiene picardía: al embarcar en un carbonero sin tripulación, donde los pasajeros deben arrimar el hombro, trata de escaquearse primero para finalmente arremangarse y fregar la cubierta como las demás mujeres, solo que de incógnito y a su manera: “Friega usted que es un espanto”, le dicen. “¿Un espanto? Y yo creía que lo hacía como el marinerito de mi remota infancia”.

Una travesía compartida

Antes de llegar a Kiev se detienen en varias localidades; Odesa se hace de rogar. Tras el trayecto tortuoso, la esperanza: “La primera impresión [de Kiev]: una fiesta”. La tratan con deferencia, trabaja para un periódico. Hasta que todo se desvanece: “Llegó el último acto del drama kievita. Petliura entraba en la ciudad”, recuerda. “Las tiendas se quedaron sin suministros […]. La gente se dispersó o se escondió. La ciudad se iba llenando cada vez más de capotes de soldado”. Huir, otra vez, ahora por el mar Negro. Sebastopol, Yalta, Novosibirsk; hasta Constantinopla. El cerco se iba estrechando; ¡y pensar que ella había contado con volver a Moscú en unos meses…!

No está sola, al menos. Además de la troupe, se relaciona con todo tipo de personajes, que retrata con agudeza en apenas unas líneas de diálogo, con independencia de que se trata de encuentros fugaces o tengan continuidad. Intelectuales, perseguidos políticos, familias separadas o amantes que se casan a la desesperada: “Hay grupos con las combinaciones más inesperadas: una actriz de Rostov con un funcionario moscovita; una figura pública con un tocador de balalaika; un eminente miembro de la corte con un vivaracho reportero de provincias; el hijo de un rabino con un gobernador; un actorcito de cabaré con dos damas de honor ancianas…”. La fatalidad, como la muerte, iguala.

En ese fino retrato de lo mundano en medio del desconcierto está el mérito de este libro, en saber plasmar esa extraña confluencia entre lo grave y lo leve, la macrohistoria de la que se saben protagonistas frente a las trabas, los quehaceres y hasta las risas del día a día. Narrar el lado humano –y cotidiano– de la tragedia, eso hace Teffi, con un tono irreverente que desdramatiza y que en cierto modo es un antídoto contra el terror. Me lo podéis arrebatar todo, parece decirles, pero no pienso renunciar a mi esencia.

Al final, recaló en París, donde, carismática hasta en las peores circunstancias, gozó de notoriedad entre los escritores exiliados. Tras su muerte, en 1952, cayó poco a poco en el olvido, hasta que con el fin de la Unión Soviética su figura fue redescubierta. Estas crónicas son su contribución a la lucha contra el olvido de lo que vivieron tantos de sus compatriotas. Sobre ellos, y no sobre las políticas ni las batallas, escribe estas páginas. Historias de gente sencilla que huye, no tan diferentes de los que huyen hoy. El barco de Teffi no se hundió y pudo contarlo. La memoria colectiva es su legado.