10 de marzo de 1977. Roman Polanski lleva a Samantha Gailey a casa de su amigo Jack Nicholson. “La incitó a meterse en un jacuzzi, la animó a desnudarse, le dio un Quaalude, la siguió a donde estaba sentada en un sofá, la penetró analmente y eyaculó”. Entre el despliegue de detalles que la ensayista Claire Dedere descubrió sobre este terrible episodio, extrajo una conclusión: “Violación anal de una niña de 13 años”. La autora estaba recopilando información para escribir un libro sobre el cineasta, pero aquel suceso resquebrajó sus principios, entrañas y contradicciones para siempre: ¿Cómo conviviría a partir de entonces con su admiración por el cine del director polaco?
“Se suponía que no debía gustarme su obra, ni debía gustarme él. Había boicots, demandas y ataques de ira dirigidos contra él. Y, aun así, me senté en mi salón a ver Repulsión, La semilla del diablo y Chinatown”, reflexiona en su libro Monstruos. ¿Se puede separar al autor de su obra? (Península). Un volumen en el que ha volcado la bilis, preocupación e incluso vergüenza que genera el complejo vínculo entre el arte y la llamada 'era de la cancelación'. El ejemplar funciona como un espejo con un dilema moral para el que no da respuestas, pero sí plantea una serie de interrogantes que amplían –y acogen– aún más un debate del que es imposible escapar. Y que lleva a cuestionarse asuntos tan íntimos como la propia integridad, ética y feminismo.
Por supuesto, Polanski no es la única figura que encarna esta profunda controversia. Por desgracia, el engrosado inventario de nombres que se han vuelto incómodos por sus reprobables comportamientos sigue aumentando. Y al tiempo que crece, debemos decidir cómo tratarles. Woody Allen, Bill Cosby, Pablo Picasso, Michael Jackson, Hemingway, Richard Wagner, Caravaggio, Phil Lispector, Joan Crawdford y J.K. Rowling son solo algunos de los que Dederer cita en su ensayo, aunque su objetivo no es convertirse en una guía de los artistas con biografías y posicionamientos polémicos.
Busca ir más allá, no ser complaciente y levantar ampollas para ahondar en lo que uno experimenta al contemplar sus obras ligadas a sus discutibles contextos personales. ¿Cómo 'debe' sentirse alguien para quien, pese a 'todo', cualquiera de las obras de estos personajes sigan siendo sus favoritas? “Nos invade el conocimiento de la monstruosidad del creador y nos apartamos sobrepasados por el asco. O... no. Seguimos mirando y separando o tratando de separar al artista del arte”, comenta la escritora. Porque no hay una hoja de ruta de exacta, inequívoca ni válida para toda la humanidad.
La mancha
Dederer explica cómo opera este dilema, comparándolo con la naturaleza de las manchas. “La mancha no la decidimos. Lo impregna todo. Nuestra forma de entender la obra ha adquirido una nueva tonalidad, nos guste o no. Es repentina, es permanente y sobre todo es inexorablemente real. La mancha es algo que repentinamente aparece. No es una elección. No es voluntaria”, escribe.
Pero claro, cuando alguien pronuncia el manido “tenemos que separar la obra del artista”, lo que pide es eliminar esa mancha. “Que dejemos la obra inmaculada. Pero no es así como funcionan. Vemos caer el vino al suelo; no decidimos si el vino se extenderá por la alfombra”, añade. La comparación añade un matiz importante, ya que las manchas son siempre distintas y presas del tiempo. Pueden hasta cambiar de color, de olor y de textura. Y va un paso más allá, ya que apunta que no solo definen las 'obras', sino también las vidas de los descritos como 'monstruos'.
Muchos de estos artistas han experimentado episodios traumáticos en sus propias carnes. “Ansiamos que haya una razón para los actos terribles de los hombres, y nos tranquiliza que la haya. Nos decimos a nosotros mismos que el crimen de Michael Jackson se deriva de su infancia de abusos, que el crimen de Polanski se deriva de haber sobrevivido al Holocausto y del macabro asesinato de su mujer, que el crimen de R. Kelly se deriva del (probable) abuso sexual que sufrió de pequeño. Así explicamos la monstruosidad”, indica la autora, que no por ello la justifica sobre los artífices de estas obras inevitablemente “manchadas”.
Más allá de la importancia del movimiento MeToo por cómo ha ido sometiendo al juicio público tantísimos actos despreciables –por definirlo de alguna forma, si es que se puede–, Dederer señala la llegada de los medios de comunicación de masas como factor que ha convertido esta compleja convivencia en una imperante realidad. “Ya no hay forma de escapar a las biografías. Antes solía ser algo que buscabas, por lo que suspirabas, que perseguías activamente. Ahora te cae encima a todas horas”, expone.
El otro fenómeno que explicaría el sufrimiento y decepción que genera –al igual que su homólogo en positivo, cuando descubrimos que estamos alineados ideológicamente con nuestros cantantes y cineastas favoritos– es la expansión del 'fenómeno fan'. Ser fan de cualquier figura conlleva una implicación que hace que nos creamos aliados de quienes lo somos. Y en este escenario, las biografías se tornan en elementos esenciales. “Creemos que tenemos un vínculo emocional real con los artistas cuya obra nos gusta. La mancha llega a tener un significado en nuestras vidas; nos sentimos... de una determinada forma con relación a la mancha. Nos sentimos heridos”, sostiene.
La impunidad de los 'genios'
Las manchas no aplican a todos por igual. Aquellos considerados como 'genios' parecen vivir al margen, impunes incluso. “Esa persona puede estar manchada –de hecho, casi siempre lo está–, pero la mancha parece no hacer mella en su importancia. Es su primacía. El genio es una propuesta, es una fantasía colectiva. El genio no es tanto un tipo de persona como un estatus de persona: es una persona que puede hacer lo que quiera”, describe la ensayista sobre estos seres sobre los que vertebra un aura de tener carta blanca, y no precisamente para ser ejemplares. Es una idea que, por supuesto, nunca se aplica a mujeres.
Uno de los peligros históricos en cuanto al permiso concedido a estas figuras es dejar que pueden y hasta deben ceder a sus impulsos. “Se dice del genio que tiene sus 'demonios'. Los demonios son los parientes cercanos del impulso artístico”, explica Dederer que resume así la perversión que esta concepción conlleva: “Los demonios de un genio pueden pecar de locura. Queremos que nuestro genio tenga un lado oscuro. Las grandes obras de arte solo pueden hacerse con la ayuda de demonios, y los demonios pueden empujarte a la locura”.
Esta simbiosis no es sana ni la que desearíamos a ningún ser querido ni a nosotros mismos. Pero persiste y ha resultado atractiva. Quedó patente, como indica el ensayo, en la era del rock, cuando el desenfreno se convirtió directamente en mercancía. Pero la lista de ejemplos es mucho más larga. No en vano, la idea del genio pudo ser creada para ponerla al servicio de la atracción por la maldad. “Al ponerles la etiqueta de 'genio' no tenemos que sentirnos culpables por disfrutar del espectáculo. Podemos excitarnos con la escenificación de la maldad, podemos consumir su biografía, y seguir siendo personas de buen gusto. Vaya, es que es un genio. No se le puede culpar. (Ni a mí tampoco)”, reflexiona la escritora.
Muchos años después llegaría el MeToo como una especie de salvavidas que Dederer define como un “experimento mental colectivo”. A través de él se ha intentado imaginar “un mundo en el que la masculinidad, la virilidad, la carta blanca y la violencia no fueran necesarias para hacer arte con mayúsculas”. El movimiento permitió mirar de forma distinta el mundo en el que existimos, aunque lo más cómodo sigue siendo juzgar lo que ocurrió tiempo atrás. Duele y revuelve menos.
“Cuando leemos o consumimos obras del pasado, nos adentramos en un universo de gilipollas de lo más común y corriente: maltratadores de mujeres, abusadores de niños, racistas. Nos decimos a nosotros mismos que eso ocurría en el pasado y que era normal entonces. Nos decimos que no lo sabían. Empleamos la palabra 'costumbres'”, arroja la ensayista. Anclarse en este argumento permite entender –e incluso victimizar– que estas personas eran producto de su tiempo. Y de serlo, solo hay una conclusión posible: “Ahora somos mejores”. Pero, ¿verdaderamente lo somos? Quizás la única respuesta segura sea que lo que sí somos es seres cambiantes. Y como tal nuestra percepción del arte que, puestos a pedir, ojalá no vaya intrínsecamente de la mano de culpa.