Poli Díaz está constipado. El exboxeador profesional no quiere reconocerlo, pero este embate de entretiempo es una señal más de su alergia al frío, al calor y a todo lo que tenga que ver con sacar a la luz su vida privada. Para el púgil, un resfriado es “como Picasso sin pintura, un Ferrari sin combustible”, como lo era para el cantante Frank Sinatra en el célebre perfil de Gay Talese.
No es raro, sin embargo, ver a gente con clínex en la mano e incluso sonarse la nariz a estas alturas de año y con una climatología insana. Lo hacen en la parada del autobús, en el metro o en la cola de una tienda. Para Policarpo Díaz Arévalo, nacido en “el Valle del Kas” el 21 de noviembre de 1967, el flujo mucoso que brota de su nariz -y que emborrona aún más la cadencia de su maltrecha voz- levanta sospechas. Un misterio que es fácil de desvelar en la manzana donde vivieron sus padres y donde ahora comparte espacio con su mujer, Eva, su “ángel de la guarda”. Ella le sirve de lucero y representante. Su hermano Ángel, también. Siempre se le ve por la zona junto a alguno de los dos paseando a su perro, Rocky. Y son ellos quienes responden al otro lado del teléfono.
A Poli Díaz le cuesta hablar. Está “malito”, dice, y también -aunque esto lo confiesa más tarde Eva- “bajo de ánimo”. Y no es por los grados de temperatura de más ni por el incordio de aclarar la garganta o estornudar de súbito. Son los puñetazos que le ha ido atizando la realidad desde que nació y que acaba de plasmar en sus memorias, A golpes con la vida (Espasa, 2013). En él recopila en primera persona lo que tantos años se rumoreó en tercera. Sus inicios en el boxeo, cómo consiguió convertirse en el mejor boxeador español de la historia, la derrota en aquel fatídico combate con Pernell Whitaker en Virginia por el título mundial, su disolución personal en el líquido de una jeringuilla y el intento de encauzar su destino regresando al origen.
“En casa no me hacían ni puto caso”
Esa placenta está al sur de Madrid. En el barrio de Vallecas. Un barrio de unos 240.000 habitantes situado a la orilla de la M-30 (el anillo de autopista que rodea la ciudad) que se ha fundido con la urbe tras un pasado de marginalidad, droga y miseria que aún conservan algunas de sus avenidas. Allí se crío Poli. Era un entorno de constipado continuo debido al frío de un hogar precario y a la ausencia de agua caliente. Ese escenario, más cercano a la descripción de la infancia que hace Juan José Millás en El Mundo, lo arrastraba habitualmente a la calle. Un territorio comanche donde todos se resguardaban y donde la gente se buscaba las castañas en una suerte de supervivencia obligada.
Eran tiempos de rumba y menudeo. La dictadura de Franco languidecía tras cuatro décadas y la democracia se cimentaba sobre los pilares de la televisión pública como único canal, el imperio de los quinquis y los estragos de la heroína. “Si venías del centro de Madrid, desde que pasabas el puente de la M-30 y subías por la avenida de la Albufera, la pinta del barrio era cada vez peor. Y yo vivía arriba del todo, al final de la civilización”, recuerda el boxeador. Ese lugar, la calle Arroyo del Olivar, aún sigue estando en el limbo urbanístico. Su domicilio aún muestra esa dejadez de arrabal. El muro derrumbado del portal forma una corrala de matojos y, frente a la puerta, se encuentra la que probablemente sea la última fuente de la capital. Eso sí, revestida de un óxido que acredita el paso del tiempo.
“En casa no me hacían ni puto caso. No sabían lo que hacía ni querían saberlo. Ni mis padres ni mis hermanos. Como éramos tantos, cada uno iba a su bola y pasaba de los otros como de la mierda”, esgrime. “Tengo poco que agradecerles a mis padres, que casi no me dieron ni cariño ni buen trato ni educación. Con tantos hijos, los hombres no debían de tener tiempo...”, se lamenta Poli Díaz.
Sus trayectos al colegio Jaume I El Conquistador se convirtieron en un martirio. Era en aquel descampado del camino donde se enseñaban las lecciones más útiles. “Había que estar muy vivo con esa fauna”, apunta. Hoy el centro educativo es un instituto de persianas bajadas y hojas secas en los alféizares. Un panorama desolador lejos del bullicio de antaño. Consecuencias de la deuda municipal.
Poli abandonó los estudios por una vida entre raíles de tren hasta que se metió en el boxeo. Y de la chatarra pasó al oro. Se libró de la delincuencia y los problemas de una sociedad con el 21% de paro. Empezó en un gimnasio del barrio hasta que lo adoptó el periodista y empresario Enrique Sarasola. Debutó con 20 años. Con 22 ya era campeón de España y ocho veces de Europa. Un palmarés que nadie ha logrado igualar. “Boxeaba con cojones, con arranques de rabia, igual que Perico Delgado con la bici. Y eso les ponía cachondos: la furia española”, rememora.
El día que cambió todo: 27 de julio de 1991
Invicto, con una autoestima por las nubes y una buena forma física, llegó al 27 de julio de 1991. Jornada clave en su biografía, aunque él insista en que “para dar hostias da lo mismo, ni hay que pensar en números, ni en fechas ni en detalles tontos”. Fue la noche del combate por el título mundial contra Pernell Whitaker. En Norfork, Virginia (EEUU). Con 40 grados y una humedad cuatro veces mayor que la de la periferia madrileña. “Las semanas de antes se le veía por aquí vacilando. No estaba bien preparado”, cuenta Jorge, un antiguo compañero suyo que ahora regenta un bar a pocos metros de la Federación de Boxeo de Madrid.
Los Chunguitos palmeaban aquello de “no tienes rival, y como persona eres total. Todo el que te conoce habla bien de ti, estrecha tu mano y te dice: 'Bravo, campeón, eres mi colega, eres el mejor”. “Íbamos a verle en autobuses”, certifica Ángel Gutiérrez, un mozo de 61 años de la Galería Puerto Cardoso. “Un tipo muy majete”. “Tenía novia y la venía a recoger cuando era un don nadie. Luego pasaba con un descapotable lleno de chavalas”, completa Ángel Sepúlveda, 33 años al mando de Talleres Olivar.
Todo pareció cambiar tras aquella cita. Poli Díaz había volado pocos días antes. Las televisiones hacían sus apuestas. Jamás hubo tanto seguimiento a un deporte que ahora está represaliado por los medios de comunicación. La gente esperaba de madrugada la retransmisión de un combate histórico. Y Poli Díaz se concentró en aquel Fly like a butterfly, sting like a bee que recomendaba Mohammed Ali, su rey.
Salió de rojo. Se movió por la lona como una chinche mientras Whitaker ejercía de satélite en el centro del ring. Aguantó hasta el último asalto y perdió por puntos. Con una muñeca y dos costillas rotas. “Aquella había sido solo una derrota, importante, pero solo una. La primera y única derrota de mi carrera profesional. Probablemente, estaba mal acostumbrado y ahora tenía que digerirla y analizar los errores que cometí. Porque ese no podía ser el final. Solo había pagado mi inexperiencia y mi mala organización”, sopesa ahora.
El KO técnico le vino después. Con el bolsillo repleto de millones de pesetas, un traspiés en el cuadrilátero y mucha parentela arrimándose a quien aún poseía el halo de las leyendas. Incluso fue la imagen de un videojuego. “Todavía sé que hay alguno por ahí, gente mala que, tarde o temprano, va a caer por su propio peso. Me acuerdo de todos los que me han hecho putadas o me han quitao dinero, incluso siendo boxeador. Yo no les voy a hacer ná, pero ya caerán”, lamenta en su libro.
El socialismo barría en las urnas y hacía creer en un milagro económico. Las protestas se perdían en los márgenes de las enciclopedias. Y el boxeo volvía a su terreno inicial: los garajes. “La prensa y algunos políticos empezaron a meterse con el boxeo con el rollo de siempre de que si es violento, de que si hay muerte y todas esas chorradas. Y se puso de moda no informar de los combates”.
Auge y caída del potro
Como una mala metáfora, el apodado Potro de Vallecas se despeñó por el precipicio con el lastre de la fama. Tuvo relaciones, un hijo y algún que otro espectáculo donde ya se desvanecía su imagen equina. “La droga en Vallecas fue una lacra, como la peste. Y en el barrio empezaron a faltar héroes y a sobrar heroína”, aduce. A Poli Díaz le fallaron los frenos de contención. Fardaba de coca con los amigos, fumaba papel de plata en confianza y se evadía pinchándose. Tanto que cruzó las vías e instaló una tienda de campaña donde ejercía, a cambio de su dosis, de guardián de yonquis.
“¿Por qué me enganché? Pues aún no lo sé. Me lo he preguntado muchas veces y no he encontrado una respuesta. Que se lo pregunten a otros, a ver si lo saben ellos. Si alguien quiere saber cómo se empieza, que se vaya a un poblado de esos y haga una encuesta. Yo solo sé que la heroína te puede, te engancha tanto que no ves más cosas en tu vida”. Le robó al futuro toneladas de goce. Juntó todos los polvos en un brote. Pero habría que hablar en asirio para explicar lo que sentía, como describe Fernando Arrabal en El mono o Enganchado al caballo.
De esa “época mala” a la que se refiere el dueño de un videoclub del barrio, en la que “tenía problemas con todo el mundo”, pasó a sufrir una de las grandes pandemias nacionales: el olvido. “Y es que la gente ya no se acuerda, o no se quiere acordar, de todos esos combates en los que generé tanto dinero y en los que todo el mundo estaba pendiente de mí. Aquí cada uno va a lo suyo, y no se reconocen los méritos de nadie. Y si te va mal, por ahí te pudras”.
Apareció en contadas ocasiones. Relacionado con reyertas de discoteca, desavenencias con sus padres, cameos en películas o incluso sospechas de violencia de género. “Tuvo mala suerte, como tantos en el barrio”, suspiran ahora dos vecinos de La Torre, un conocido edificio circular que corona una castigada zona de inmigración, paro y trapicheo.
De todo esto hace veinte años. Ahora, el Potro camina con su perro sin pasar por alto un “buenos días” a quien se cruza con él. Se ofrece para dar clases de boxeo y cuelga el teléfono con voz cansada, tal vez esperando a que amaine este lacerante constipado para recuperar su esencia, aquella que rimaba así: “Soy Poli Díaz, y doy hostias como tranvías”.