¿Para qué sirve una biblioteca pública? (Según Ali Smith)

Cristina Ros

29 de septiembre de 2024 21:57 h

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Nadie como un letraherido de familia trabajadora comprende la importancia de ese lugar tranquilo llamado biblioteca 'pública' (el adjetivo es clave). Tiempo atrás, los libros –la literatura, el conocimiento– solo estaban al alcance de unos pocos privilegiados, los que formaban parte de familias con cierto poder adquisitivo y educación cultural. Gracias al estado de bienestar y a la creciente alfabetización del último siglo, el acceso, a pesar de las desigualdades que aún lastran la educación, se ha democratizado. Los bibliotecarios y los maestros son a menudo grandes comadronas de nuevos (e inesperados) lectores.

Viendo el perfil de Ali Smith (Inverness, 1962) –padre electricista y madre conductora de autobús, la menor de cinco hermanos criados en una vivienda de protección oficial–, no es de extrañar que conozca bien su papel en la formación y, todavía más, en la vida. Su último libro publicado en castellano, Biblioteca pública (2015; Nórdica, 2024, trad. Magdalena Palmer), es, en parte, un homenaje y una reivindicación: en un contexto en el que el Reino Unido se está quedando sin ellas –muchas bibliotecas públicas cerraron o se convirtieron en “bibliotecas de la comunidad, un eufemismo para decir gestionadas y financiadas por voluntarios”–, la autora pregunta a amigos y colegas lo que significan estos espacios para ellos.

Lugares donde escapar

El resultado es una compilación de breves declaraciones, reproducidas en cursiva en los capítulos impares, en las que comparten su memoria personal de las bibliotecas públicas y reflexionan sobre su rol social. A diferencia de lo que suele ocurrir en los llamados bookish books (o libros sobre libros) de factura comercial, sus palabras van más allá de la mera celebración acrítica de las bondades de la lectura y lo bonito que es el amor por los libros. Porque las bibliotecas no solo van de eso: son “el único lugar donde puedes presentarte sin más, un lugar gratuito y democrático donde puede entrar cualquiera y estar allí sin necesidad de dinero [...]. Con personas de todas las edades”.

Son palabras de Helen, la hija de la novelista Kate Atkinson. Esta última cuenta que la biblioteca infantil de York tuvo que expedirle un pase de adulto a los seis años, porque sacaba muchos libros. No es el único nombre conocido que colabora con Ali Smith en este libro: “Veo la red de bibliotecas públicas como una especie de organismo vivo y benévolo”, dice Helen Oyeyemi, para quien las tres bibliotecas de su niñez fueron “un triángulo protector”. También en esa línea se expresa Kamila Shamsie, que las define como “lugares donde escapar”, además de destacar que acaso no hay “mejor manera de observar los cambios en una misma que mediante los libros que nuestros ojos antes pasaron por alto y que ahora nos cautivaban”.

Otros amigos son menos conocidos por aquí, pero no importa, porque en este libro, como en la biblioteca pública, todos se igualan. Sophie Mayer, autora de un poemario inspirado en las heroínas de las series de televisión, incluye el carné de biblioteca como una de las armas de la protagonista de Buffy Cazavampiros: “Las bibliotecas salvan el mundo, y mucho, pero fuera del modo narrativo del heroísmo: mediante la acción contemplativa, de forma anónima y colectiva”. Pat Hunter, bibliotecaria durante 40 años, recuerda que en su infancia, en la década de los treinta, “solo estaba permitido inscribirse a partir de los siete años. En 1939 lo hice con gran sensación de respeto y emoción”. Para ella, “las bibliotecas siempre han estado presentes en nuestras civilizaciones”, por lo tanto, “no son negociables. Forman parte de nuestra herencia”.

Otros destacan su valor en su educación sentimental, como Anna Ridley, que de joven se entusiasmó con el marqués de Sade: “No sé qué me horrorizaba más: que mi madre lo encontrara o pensar que la bibliotecaria había sabido desde el principio lo que me estaba llevando”. Las bibliotecarias, discretas cuando corresponde, también ejercen un papel activo con algunos usuarios, como Emma Wilson, que recuerda a una de su niñez: “Me hacía sentir como si solo yo le importara. Elegir libros cada semana era como una presentación de los sueños que podía tener”.

Y no falta el aprendizaje, por supuesto: “Para mí, las bibliotecas representan el azar del aprendizaje”, comenta Claire Jennings. Frente a la impotencia por la imposibilidad de leerlo todo que experimentan algunos, señala esos hallazgos accidentales e intuitivos como una rebeldía ante el conocimiento reglado enriquecedora para el lector: “Como si una brújula interna nos llevara a lugares que nunca hubiésemos imaginado que podíamos visitar. [...] Las bibliotecas pueden desviarte de tu camino de la mejor manera posible”. A ella le descubrieron otra vocación: cambió Químicas por Filosofía.

Al filo de la (ir)realidad

Esos testimonios, en realidad, son solo una parte de Biblioteca pública: Ali Smith los incorporó cuando ya había terminado los relatos que tenía previsto publicar; la urgencia social por los recortes se lo pedía. El grueso, los episodios pares, son ficciones breves, un género del que ya había publicado cuatro colecciones, incluido su debut, Amor libre (1995). No tienen la envergadura de sus últimas novelas, como How to be both (2014) o el Cuarteto estacional (2016-2020), pero comparten sus rasgos identitarios, a saber: la experimentación formal, los vínculos entre pasado y presente, y la noción de límite, de transformación, de traspasar fronteras en más de un sentido. Ah, y su toque de humor.

Casi siempre en una primera persona de mujer lectora que podría ser ella misma, y rompiendo los esquemas del cuento convencional (hay que decirlo: Ali Smith es una escritora muy particular, muy posmoderna), cada relato explora a su manera esa idea, con la que se identifican tantos escritores, de estar entre dos mundos. Conversaciones con el padre muerto –el de la autora había fallecido en 2010–, costumbres analógicas que ya no existen, sueños, amigos imaginarios o máquinas que responden a humanos son algunos de sus ejes. No es de extrañar que algunos textos se titulen Fin, Más allá o El arte de otra parte.

Hay asimismo una fuerte presencia de motivos librescos, como el gusto por conocer el origen de las palabras, el estudio de la historia o, de forma más directa, la aparición de escritores con nombre y apellidos como elemento narrativo, como Katherine Mansfield, Virginia Woolf o D. H. Lawrence, sobre todo en La exmujer, donde la narradora traza un curioso retrato de su ex ligado a la obsesión que esta sentía por la autora australiana. Y, como es habitual en Ali Smith, lo erudito convive con lo popular, la naturaleza con lo virtual, el pasado con la actualidad, por lo que también salen figuras como Tarantino, Annie Lennox o el grupo The Springfields; hay mucha huella de la cultura audiovisual.

“Me he pasado toda la vida intentando ir a otra parte”, dice uno de los personajes. Algo parecido siente quien observa cómo unos negocios locales se sustituyen primero por los centros comerciales y luego por la digitalización. Vivimos entre dos mundos, atrás y adelante, entre lo material y lo incierto, entre las preocupaciones prácticas y las ficciones que nos construimos (a veces mediante el arte, a veces por puro instinto de supervivencia). Esta idea se hermana con las bibliotecas, esos espacios que son más que un almacén de documentos: espacios que protegen y abren horizontes, donde no hay que contar a qué te dedicas ni abrir la cartera, donde se puede tomar y compartir. “Miro la puerta cerrada. Las cosas cambian cuando la gente entra y sale de ellas”. Y las de los libros, como las de las bibliotecas públicas, siempre están abiertas.