Sergio García Sánchez (Guadix, 1967) es uno de los ilustradores españoles más reputados. Con una intensa carrera en el campo del cómic, se ha especializado en un tipo de narrativa gráfica experimental, que explora nuevos caminos para contar historias, y que resulta inseparable de su carrera como investigador y docente en la Universidad de Granada. Ya desde su tesis doctoral, su labor ha resultado de gran influencia, y un referente ineludible para sus colegas de profesión.
En el campo de la ilustración de prensa, colabora en medios nacionales (El País) e internacionales (The New Yorker, The New York Times). En los último años, además, ha comenzado a experimentar con las posibilidades expositivas del cómic. Este explorador incansable del lenguaje visual ha sido reconocido con el Premio Nacional de Ilustración de 2022.
Resulta llamativo que, teniendo una larga trayectoria como autor de cómic, el Premio Nacional que se le ha concedido sea el de Ilustración.
Es curioso, sí. No sé si merecería el de cómic, pero en esa categoría se premia una obra concreta, no una trayectoria, y además tiene que ser una obra publicada en España. Yo casi siempre trabajo para el extranjero. A mí me parece incomprensible que autores tan buenos como Gabriel Hernández Walta [dibujante de La Visión o El bosque de los suicidas] nunca se vayan a llevar este premio por trabajar para mercados extranjeros; creo que es un error. Debería ser más abierto. En el Premio Nacional de la Ilustración se premia una trayectoria y se hace de una forma más flexible. Por ejemplo, yo entiendo que a mí se me ha otorgado, sobre todo, por mi labor de ilustración editorial que he desarrollado, fundamentalmente, para Estados Unidos. Y me hace muchísima ilusión haberlo recibido en esta categoría, porque cada vez me estoy escorando más a este campo. No deja de ser una ilustración muy fronteriza la que yo hago, muy narrativa: ¿qué es cómic y qué es ilustración?
Precisamente, el jurado ha destacado en el comunicado del ministerio que se le otorga el premio porque “amplía el formato libro llevando la narración gráfica a otros lugares y por multiplicar las posibilidades de la ilustración con imágenes que por sí solas narran”. Llama la atención, porque los lectores de cómic sabemos que las imágenes siempre narran, de alguna manera. Pero creo que tiene que ver con el hecho de que su trabajo se percibe como especialmente narrativo, con ilustraciones que realmente se leen. ¿Usted diferencia entre el lenguaje del cómic y el de la ilustración?
Depende. Esta semana he terminado una novela gráfica con guion de Lewis Trondheim [La mazmorra, Mis circunstancias], que considero que es un cómic pleno. Es un proyecto para niños con un cierto grado de experimentación, ya que son cuatro libros, con historias que se cruzan y diferentes estilos gráficos. El proyecto actual que estoy realizando con Antonio Altarriba [El arte de volar, Yo, mentiroso] creo que también es claramente un cómic. Pero otros proyectos, como Cuerpos del delito (2017), con el mismo Altarriba, quizás estén en la frontera.
Ahora bien, lo que hago en las portadas de El País, por ejemplo, creo que es claramente ilustración. Es una imagen única, que, efectivamente, puede tener niveles de narración, pero que no deja de tener un objetivo claro, que es ilustrar una portada que tiene que servir como referencia del contenido de la publicación. Igual que sucede cuando hago portadas para The New Yorker. Y luego tenemos todo el trabajo que desarrollo para The New York Times, que está en un limbo, con piezas más ilustrativas y otras más narrativas. Por ejemplo, la última que he hecho, Hansel y Gretel, puede escorar un poco más al cómic. Pero la verdad es que creo que da un poco igual. Tenemos cierta obsesión con ponerle nombres a las cosas. Igual a lo que yo hago habría que ponerle un nombre nuevo: sergiadas o algo así [risas].
De hecho, usted, en su faceta como investigador de la narrativa gráfica en la Universidad de Granada, ha recurrido a veces a conceptos teóricos para explicar su trabajo: por ejemplo, la narrativa multilineal, el contenedor de historias, etcétera. ¿Esto permite ir articulando un discurso?
Claro; yo no soy capaz de disociar mi faceta de artista de mi faceta de profesor de universidad. Somos personal docente y tenemos la obligación de investigar. Y tengo que ser coherente con lo que hago. Cuando entré en la universidad, dejé de aceptar trabajos de encargo en el cómic y decidí dedicarme a la experimentación. Creí que mi deber era investigar a través de la imagen, así que todos mis proyectos a partir de entonces han tenido ese enfoque. Cuando en Francia dejaron de aceptarme este tipo de propuestas, empecé a trabajar en Estados Unidos, primero con Perdida en Nueva York (2015) y, más adelante, con mi trabajo en prensa. Siempre he intentado investigar con mis obras, profundizar en la narración multilineal, en conceptos como el dibujo trayecto, la nueva relación entre imagen y texto, la ruptura de los formatos, etcétera. Todas mis investigaciones se plasman en forma de obra gráfica.
Resulta especialmente interesante cómo recurre en esa investigación al dibujo infantil, o a ciertas tradiciones artísticas y representacionales previas al Renacimiento. ¿Cómo llega a esto, y cómo elabora una forma de integrarlo en su trabajo?
Al principio, surge de una manera intuitiva. Empecé a experimentar y me di cuenta de que esas cosas ya se habían hecho. Y es verdad que el Renacimiento marca un antes y un después en la forma en la que concebimos la representación de la figura y el espacio. Eso ha resuelto un montón de problemas gráficos, y me parece muy válido pero a mí, personalmente, no me interesaba. Mi forma de dibujar se adecuaba a una forma mucho más primitiva.
Por mi trabajo como docente, hace años descubrí los principios básicos del dibujo infantil, y me di cuenta de que podía aplicarlos a mi forma de dibujar. A eso se une que, desde hace treinta años, colaboro anualmente con las bibliotecas de Granada, y el día del niño y de la niña hacemos un cuentacuentos, en los que dibujo en directo mientras cuento la historia. Y aquí suelo usar un dibujo muy infantil, con la intención de crear un código que pueda acercarme a ese público. Toda esa coctelera, de alguna forma, me ha llevado a este estilo narrativo. Pero, también, gracias a mi colaboración con el Museo Nacional Picasso-París de 2020, titulada Guerra —inspirada en el Guernica de Picasso— me he metido de lleno en las vanguardias de principios del siglo XX.
Precisamente, esas vanguardias también miraron al arte previo al Renacimiento y a otras tradiciones, como el arte africano.
Exactamente, como en el caso de Picasso, pero también George Grosz, los futuristas, y muchos otros. Hay mucha gente que ha tomado cosas de estos movimientos para su trabajo en la ilustración, pero yo me preguntaba cómo podía incorporarlos a mis historias para intentar narrar sin texto. Tengo una obsesión con esto: siempre que puedo, prescindo de tanto texto como es posible.
Antes ha mencionado su trabajo en cabeceras como The New York Times o The New Yorker. ¿Cómo es su trabajo en estos medios, le dan libertad para hacer lo que usted quiera?
Todo esto surge a partir del año 2015. En aquel momento, Delcourt, la editorial francesa con la que publicaba, me dice expresamente que necesita que haga obra más comercial. Y yo decido que no continúo por ahí, que lo dejo hasta que surja un proyecto que me permita trabajar con libertad. Y, a los pocos meses, recibo un correo de Françoise Mouly [directora de arte del New Yorker]. A ella se lo debo prácticamente todo porque me propuso, en primer lugar, hacer una versión para su editorial, Toon Books, de Tres caminos, un libro que yo había hecho con Lewis Trondheim para Delcourt. Después, surgió la posibilidad de hacer algo más experimental, y así hice Perdida en Nueva York, con guion de Nadja Spiegelman, que va a publicar ECC en España en breve. Mouly me deja total libertad, siempre que el resultado sea legible. Es inflexible, pero siempre de una forma positiva.
A raíz del éxito de aquel libro, me llamaron de The New York Times para empezar a colaborar en su suplemento literario, con lo que ellos llaman “graphic reviews”. La primera que hice fue Rip van Winkle. Desde entonces, me han ido publicando todo lo que les he enviado. Pero no funcionan por encargos; simplemente, cuando yo tengo tiempo y les hago algo, se lo envío y se publica. Y tengo libertad absoluta para hacer lo que quiera. Es una delicia, y tengo muy buena relación con Matt Dorman, el director de arte.
¿Cómo es la colaboración con el resto de medios con los que trabaja?
En El País trabajo con Diego Areso, que también me deja mucha libertad. En The New Yorker el proceso es un poco más complicado. No te piden a ti directamente una portada, sino que envían un correo a un grupo de ilustradores con temas sobre los que se puede trabajar. Tú puedes mandar tu propuesta, y ellos pueden seleccionarla o no. Además, trabajan con fact checking, para que todo lo que tú pongas en la portada sea coherente y esté contrastado, por lo que es un proceso más lento. Pero es una delicia publicar ahí.
Habitualmente, usted trabaja con Lola Moral, colorista de sus obras. ¿Cómo funciona esta colaboración?
Llevamos casados desde el año 93, y como pareja desde el 86. Así que imagínate la complicidad que tenemos. Como colorista, jamás le tengo que explicar lo que tiene que hacer, pero tampoco cuando se ha ocupado del guion, como en Odi’s Blog (2010) o Caperucita Roja (2015). A nivel experimental, quizás me ayuda menos, porque no es su campo, pero siempre es el primer filtro, la que antes todos mis trabajos. Pero, sobre todo, vivir con ella es lo que más me influye. Nuestra casa es como un enorme taller. Lola es todo, fundamental para el trabajo. Hace una labor excepcional. Y ahora hemos empezado una serie de colaboraciones nuevas, con una exposición en la que hicimos una versión de la historia de Nastagio degli Onesti, incluida en el Decamerón de Bocaccio y que Botticelli contó en cuatro cuadros. Yo hice un redibujo de esos cuadros, y Lola hizo una obra experimental en cerámica. Queremos seguir probando con este tipo de exposiciones, tanto en salas grandes como pequeñas.
Precisamente, quería preguntarle, para concluir, por su trabajo llevando el cómic a las paredes de las salas de los museos. Por ejemplo, la exposición Viñetas desbordadas que hizo junto con Ana Merino y Max en 2018.
Todo esto tiene que ver con mis colaboraciones en The New York Times, en realidad. Cuando hice los primeros trabajos, vi que allí había un hallazgo. Lo que yo llamo “nuevas relaciones entre imagne y texto”. El dibujo sale del libro y se puede colocar en la pared. Mis originales para el The New York Times son enormes… “Moby Dick” mide dos metros, por ejemplo. Tú puedes navegar por el dibujo, en una nueva relación, de tú a tú, entre texto e imagen. Y, justo entonces, surgió la posibilidad de hacer la exposición. Fue una propuesta de Paco Baena, del Centro José Guerrero de Granada. A mí me pareció genial porque está en la línea de lo que vengo investigando en la universidad, sobre narraciones visuales en la Antigüedad. Concretamente, hay una tumba egipcia que me fascina, la de Tutmosis III, que parece dibujada por Chris Ware. Y por eso decidí hacer una adaptaciones de sus imágenes, pero con la ciudad de Nueva York.
Últimamente, más que abocetar mucho, lo que hago es pensar mucho, darle vueltas a cómo puedo adaptar cualquier cosa, conceptualizar gráficamente los textos. Y una vez que vi que Viñetas desbordadas tenía un éxito increíble, quise seguir trabajando en esta onda, y pude hacer Guerra, Tu corazón me pertenece y otros. Acabo de ganar un concurso internacional para ilustrar las nuevas estaciones del metro del Grand Paris. En cada una hay que ilustrar 50 m2, y a mí me ha tocado la estación de Sant-Denis. La primera semana de septiembre iré allí en una residencia, para conocer el barrio y poder plasmarlo en la obra.
En resumen, quiero continuar mi carrera con tres líneas de trabajo: las exposiciones, el dibujo editorial, que adoro, porque he encontrado la mayor libertad, y por último la novela gráfica, pero seguramente a un ritmo menor, porque me agota mucho. Y todo esto tengo que compaginarlo con mi trabajo en la universidad. Es duro, pero este Premio Nacional de Ilustración ha sido un bálsamo.