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Entre el sudor y la fritanga, memorias de una desertora del ejército israelí

“No aguantaba que todas sonrieran, que nadie dudara, que nadie cuestionara nada. No había nadie que insinuara, al menos, la posibilidad de rebelarse, nadie que dijera: '¿Y si esta vez no volvemos?'”. Estas eran las preguntas que Paulina Tuchschneider se formulaba, indignada, cada vez que regresaba al cuartel que se convirtió en su segunda 'casa' durante su traumático paso por el Ejército de Israel. La autora, que nació en Polonia pero se trasladó a Tel Aviv cuando apenas tenía dos años, presta su voz a la antiheroína que protagoniza su novela La soldada (Periférica). En ella ha volcado el horror, la indignación, la contradicción y desazón que experimentó al cumplir el servicio militar obligatorio para hombres y mujeres del país.

“El Ejército no es necesariamente ridículo, pero dado que fue creado por los seres humanos, tiene partes que sí que lo son”, explica la autora a este periódico. Como que les obligaran a proteger las pistolas como si fueran su bien más preciado. “Teníamos que dormir con ellas bajo la almohada”, narra su álter ego en el libro. “Me parecía un disparate que le dieran a un grupo de chicas de 18 años armas letales en un momento tan inquietante de sus vidas para luego advertirles de que, si las perdían, pasarían el resto de sus días en la cárcel, como si ese fuera el gran peligro”, lamenta.

Su etapa en el cuartel coincide con el “sordo rumor” de la contienda de Líbano en 2006, en la que Israel luchó contra Hezbolá. Un conflicto que, desde el servicio, viven como ajeno porque, 'gracias' a estar cumpliéndolo, cuentan con un nivel mínimo de protección. Un privilegio que la protagonista transita sumida en la contradicción porque el día a día es un suplicio, pero dentro de la realidad paralela que conlleva su formación. Y a su vez, porque lo que hay 'fuera' es igualmente hostil, inseguro, adverso. Volver a casa, incluso si es para desertar, y quedarse, la enfrenta con un escenario en el que ya no importa proteger las armas, sino que estas pueden ser las que te salven la vida.

Salir le lleva a darse de bruces con una coyuntura en la que no había reparado hasta entonces. “Para las personas de fuera era todavía peor. No tenían agujero [búnker], no tenían a nadie que les llevara la cena en bandejas plegables. Lo único que tenían era ese silencio grávido, las sirenas interminables y las persianas bajadas”, escribe.

Se echa en falta que ahonde algo más en el paralelismo que sí apunta entre la absurdez que esconde el entrenamiento para formar parte del ejército y los propios conflictos bélicos. Absurdo en cuanto a que sea elegida como opción, alternativa y solución. En el texto subyace la postura antibelicista de la autora, a la que el contexto de guerra entre Israel y Hamás, ha ampliado aún más sus opiniones discordantes. Paulina Tuchschneider recuerda que en las primeras semanas de octubre pensaba que era “el final” y que vivía con miedo a que Hamás se presentara en la puerta de su casa para secuestrarla o directamente asesinarla.

“Pensé qué armarios de mi casa podría usar para esconderme o qué podría servirme como arma. Cocino fatal y odio mi cocina, por lo que no tenía ningún cuchillo bueno”, expresa. La escritora cuenta que hubo una mujer de su zona, Rachel, que logró salvarse cocinando para los terroristas que invadieron su hogar. “Estuvo con ellos durante horas, habló con ellos y les preparó galletas mientras le apuntaban con sus pistolas. También le pusieron una granada en la cabeza”, narra, “finalmente el Ejército israelí entró en su casa, mató a los terroristas y salvó su vida”.

Esta historia le llevó a creer que a ella la habrían aniquilado en apenas segundos. Estas “atrocidades” le han llevado a valorar que “no es realista no tener un gran ejército. Sin embargo, pienso que hay personas que no pueden adaptarse tan bien al sistema. No tengo la solución”.

Como tampoco la tiene su protagonista, para la que desertar, tras llevar su vida al límite dentro del cuartel, se torna en condena. Ese abandono es condenado, puesto en duda, mirado con recelo y cuestionado por la sociedad de un país en el que este servicio es obligatorio.

Intimidad, privacidad, cuerpos

“Estaba claro ese principio: nunca podría convertirme en una auténtica soldada. Para mí, cualquier contacto con el sistema era sinónimo de humillación y de asfixia”, explica la antiheroína –de la que en ningún momento se menciona su nombre– en el inicio de la novela. Y dentro de este sistema, la autora se detiene a diseccionar cómo funcionan los que, de menor envergadura, se insertan dentro de este. Los ecosistemas que actúan como entes propios aunque interconectados.

Consecuencias unos de otros. Como las duchas en este caso del cuartel, pero cuya descripción puede extenderse a las de espacios como vestuarios de colegios, gimnasios e institutos. En gran parte por las dinámicas que se generan en estos, por la incomodidad que pueden implicar por la relación tan compleja que cada persona establece con su cuerpo. Que no tiene por qué ser necesariamente mala, pero sí es en cualquier caso determinante, y más en un contexto como este en el que no existe la intimidad. Ni para ducharse, ni comer, ni para pasear, ni para dormir.

“Apagaron la luz, seis chicas en silencio, tensas, en sus camas (...). Quería refugiarme en el sueño. Contaba con poder hacerlo; el descanso siempre ayuda a arreglar las cosas. Cerré los ojos y me tragó un abismo oscuro”, expone sobre una de las primeras noches que pasa en el servicio. También se describen los ataques de ansiedad y la desesperación, impotencia y agotamiento que provoca el insomnio. La de la protagonista es una salud mental desprovista de arraigo entre unas paredes, sucias, en constante desasosiego por la amenaza de una guerra inminente.

La escritora, que omite el posible patriotismo en su texto, se explaya en la descripción de los detalles sobre estas atmósferas, en especial la relacionada con la higiene personal. Y lo hace sin pudor, deteniéndose en describir los cuerpos de las mujeres que la rodean, describiendo sus diferentes tipos de pieles, hechuras, pelos, granos, kilogramos, tampones y hedores. “Las rejillas no llegaban a filtrar el penetrante olor de nuestro sudor. El tuyo humano se condensaba en una nube densa y oscura que ocupaba el espacio entre nuestras cabezas y el techo”, comenta en las páginas.

El protagonismo concedido a la corporeidad se extiende a la sexualidad. El sexo, tanto entre compañeras como con los compañeros, que habitan en otro área del cuartel, trastoca el día a día de los reclutas, en tanto que actúa como vía de escape. “Es una herramienta de libertad y diversión. Ocurre que en algunos sitios todo el mundo es homosexual de repente, solo porque es más fácil hacer fiestas pijama. Las chicas comparten habitación con las chicas y los chicos con los chicos, por lo que, ¿por qué no optar por la opción más fácil que la de intentar colarse en las otras zonas del cuartel?”, plantea.

A la protagonista le atraen los hombres y, al contar con quiénes mantenía relaciones sexuales, pone en evidencia cómo el clasismo impregna hasta el propio Ejército. “Entre los diferentes rasgos no solía haber sexo y, cuando lo había, era sobre todo para comentarlo y reírse. No había que olvidar que lo importante de echar un polvo es contar chismes después: a un chico le gustaba que le apretaran las bolas mientras estaba en plena acción, otro tenía olor a algarroba, otro tenía un sarpullido...”, explica.

Tuchschneider ha basado su novela en su propia historia, que según describe en su biografía, ha vuelto a repetirse. La autora se describe a sí misma como una “desertora en serie”. Abandonó el Ejército, sus estudios de arte y los de montaje. Actualmente trabaja editando el programa de televisión de reportajes de investigación en un canal israelí HaMakor (La Fuente) y ha escrito el guion de la que será la adaptación al cine de La soldada.

La escritora explica que, si la guerra lo permite, esperan comenzar a rodar el próximo mes de abril. “Estoy muy emocionada porque siempre he querido hacer algo parecido a la escena inicial de Salvar al soldado Ryan, pero en vez de en Normandía, una batalla en las duchas con mujeres derramando champú y lanzando tampones por todos lados”.

Postura antibelicista

La autora publicó La soldada en 2022, pero su traducción al castellano no llegó hasta principios de este año. Noticia que la propia escritora celebró en sus redes sociales, copadas hasta entonces por mensajes sobre la situación que atraviesa su país desde el inicio de la ofensiva israelí en Gaza. “Unas palabras de alegría por algo bonito que está sucediendo al otro lado del mundo”, compartió el 7 de diciembre sobre la edición argentina que aterrizó, al igual que a España, en enero. “Espero que el libro pueda ser interesante, divertido y permita que los corazones de los lectores que están tan lejos de aquí se identifiquen”, añadió.

En sus páginas dejó plasmada su postura antibelicista, también presente en su cuenta de X, donde ha sumado las críticas y la exigencia al Gobierno de Netanyahu para que consiga el retorno de los secuestrados el pasado 7 de octubre, en la incursión de Hamas en territorio israelí.