Dice la leyenda, convenientemente manipulada, que Robert Shea y Robert Anton Wilson trabajaban en el equipo de la revista Playboy cuando tuvieron una idea brillante: ¿podrían concebir una novela inspirándose en las más chifladas cartas de lectores que recibía la redacción? El dúo comenzó a concebir una narración de investigación supuestamente policial y periodística sobre un mundo oculto dentro de nuestro mundo. Un mundo donde una infinidad de sociedades secretas pugnan, colaboran, se molestan o se ignoran en sus intentos de dominar el mundo... o dejar que siga su curso.
El resultado, la trilogía Illuminatus, tardó varios años en publicarse. Ahora, casi medio siglo después de la primera edición inglesa, el sello Orciny Press ha llevado a las librerías y a los socios del crowdfunding una traducción castellana en un solo tomo de más de 700 páginas. La trama se despliega alrededor de un atentado a una revista política, Confrontación, que salpica a su editor, a uno de sus periodistas-activistas, y a los policías que investigan un caso que se va volviendo más y más extraño. Todos ellos van siendo conscientes de que nada es lo que parece. O quizá sí que es lo que parece: todo es un caos.
Shea y Wilson se inspiraron en materiales e ideas que tenían a mano en la California del jipismo. Estilísticamente, su propuesta recuerda al uso (¿alucinado, perturbado?) de materiales de la literatura pulp tal y como los destilaba Philip K. Dick, el genio trastornado de la literatura de ciencia ficción estadounidense. Los autores añadieron a las historias de investigación (¿criminal?) y de sospecha dickiana sobre la naturaleza de la realidad una capa de filosofía humorístico-desconcertante. Incorporaron también elementos sexploitation, con sus activistas promiscuas y un cierto clima de misticismo salido y proclive a lo orgiástico. También hay historias de civilizaciones perdidas. Y delfines parlantes. Y monstruos varios. Además de grupúsculos ultraderechistas y, cómo no, zombis nazis.
Se dice que Shea y Wilson usaron el servicio de documentación de Playboy para saturar de referencias su novela. Todo era susceptible de convertirse en un eslabón más de una (o varias) cadenas conspiratorias, desde el asesinato de John Fitzgerald Kennedy a un macrofestival musical. Más aún cuando se procesa a través de una sospecha permanente que empuja a ver causalidades en las casualidades y verdades ocultas en meras coincidencias numéricas... Los autores también aportaron sus gustos literarios, comenzando por las experimentaciones estéticas y narrativas de James Joyce. No resulta extraño que el gurú de la cultura lisérgica Timothy Leary comparase la trilogía ¡Illuminatus! con el Ulíses de Joyce… y situase la obra de Shea y Wilson por encima.
Los malvados de la función son los illuminati, una sociedad secreta que llevaría milenios intentando ordenar el mundo a través de tramas más o menos autoritarias, más o menos abiertas a la práctica del genocidio. En oposición a este grupo, o no tanto, Shea y Wilson crearon una alianza variopinta de héroes extraños inspirados en los (confusos) principios del discordianismo, una religión satírica que estaba a su vez inspirada en una parodia de la cienciología y otros cultos (la Iglesia de los Subgenios). Orciny Press también ha publicado una recopilación de los collage referenciales de este grupo, Principia discordia, acompañados de textos introductorios y entrevistas que explican (y mitifican) algunos detalles de la concepción.
La conspiranoia era esto y también otra cosa
Es fácil quedarse con el aspecto más desatadamente pintoresco de la trilogía. Al fin y al cabo, ¡Illuminatus! tiene mucho de novela pulp de policías, detectives y espías implicados en mil y una sociedades secretas con agentes dobles, triples, cuádruples... Es una historia de investigaciones llevadas a cabo desde una cierta estupefacción. Es, también, la historia de heroicidades extrañas de una especie de Capitán Nemo, el pirata anticolonial de la verniana Veinte mil leguas de viaje submarino, en versión lúbrica, fumetas y espiritual. La diferencia respecto a otras narrativas conspirativas es que no solo se habla de dinero, violencia y poder, sino también de magia.
Además de ofrecer un cóctel de excentricidad y humoradas, Shea y Wilson partieron de un cierto ideario escéptico sobre los límites de la capacidad de percibir la realidad, sobre los sesgos cognitivos que imposibilitan la objetividad. Se trataba de una obra definitivamente posmoderna por su naturaleza de pastiche hiperreferencial, de significado bastante indeterminado y volátil, más aún cuando el relato incorpora dosis masivas de un humor gustoso de sembrar el desconcierto. Uno de los popes del discordianismo, Kerry Wendell Thornley, se refiere a esta indeterminación en su introducción al Principia discordia, cuando se pregunta “que tiene que ver el tomarse algo en serio con creernos lo que escribimos”.
¡Illuminatus! redifundió y lanzó muchas ideas al ambiente. Y en el mercado de píldoras de pensamiento y explicaciones fáciles de todo, las ideas son materiales descontextualizables con los que jugar y llevar a cabo construcciones contradictorias con las intenciones iniciales. Aunque el libro se alinee de manera explícita en favor de causas como el antirracismo o el antimachismo (en este aspecto, de manera un tanto problemática), la iconografía de una novela de la América contracultural de los porros, el ácido lisérgico y el sexo libre converge con las pesadillas del conspiracionismo de ultraderecha. Al fin y al cabo, es una obra de luchadores por la libertad, y esa agenda abstracta puede ser asumida y compartida por todo tipo de lectores.
Además, la trilogía denuncia que el cuarto poder y muchos otros poderes propagan unos miedos ambientales que debilitan y envenan a la ciudadanía. ¿Alguien ha dicho plandemia? Quizá es culpa de Shea y Wilson por dejar volar su imaginación y la de los lectores con una amalgama de referencias reales e imaginarias (incluido el Necronomicón inventado por Lovecraft), de hechos reales y de rumores locos, por no dejar suficientemente claro cualquiera que fuese su postura. Por comenzar a trabajar esa “lógica del quizá” que sirvió de título a un documental sobre la vida y pensamiento de Wilson (The maybe logic). En realidad, tiene algo de refrescante que el lector se convierta en un náufrago que navega estos centenares de páginas sin señalizaciones demasiado concretas.
Más allá del disfrute, podemos reprocharle alguna cosa a ¡Illuminatus!, como su libertad sexual combinada con algún guiño feminista de garrafón (la cineasta Anna Biller ya comentó algo sobre las asimetrías de la revolución sexual en The love witch). Quizá sus autores nos lanzan una promesa incumplida (¿e incumplible?) de hacernos más sabios. Quizá, al menos, nos puede servir para hacernos más ingeniosos, aunque no quede claro dónde pretenden llegar los autores con todo ello. Quizá a ningún lugar. Como escribe Wilson en su introducción al Principia discordia: “A modo de conclusión, no hay conclusión. Las cosas seguirán su curso como han hecho siempre, volviéndose más y más raras con el tiempo”. El autor de El martillo cósmico y su compañero de escritura ofrecen un recorrido narrativo desenfadado, estimulante. Además, incorporan algunos interesantes intentos de trascender el orden cronológico en la narración literaria para llevarla al territorio del viaje (¿astral, lisérgico?). Y de paso, estimulan a pensar por el camino. Que no es poco.