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ENTREVISTA | Julia Boyd (escritora)

Los turistas en la Alemania nazi que no vieron venir el fascismo

A toro pasado el análisis siempre es más fácil. A estas alturas, constatar que el régimen nazi fue una barbaridad y que Adolf Hitler y sus secuaces eran unos monstruos es una perogrullada. Sin embargo, llegar a esta conclusión no era tan sencillo a finales de los años veinte, cuando los nazis comenzaron a tomar posiciones en Alemania, y ni siquiera en los años treinta, cuando las SA y las SS desfilaban por las ciudades con sus antorchas, los carteles prohibían la entrada en los establecimientos para los judíos y Hitler, ya como canciller, organizaba mítines populistas llenos de fanáticas y demenciales propuestas.

No todo el mundo vio venir el nazismo, aunque lo tuviera encima y hoy nos parezca sorprendente. Tampoco buena parte de los intelectuales de la época que acudieron en viajes de placer por Alemania en aquellos años. Así lo cuenta la historiadora británica Julia Boyd en el atractivo ensayo Viajeros en el Tercer ReichViajeros en el Tercer Reich (Ático de los Libros), que le ha hecho merecedora de varios premios, y que relata las sensaciones de los turistas que acudieron al país germano en esa década.

“Algunas personas sostenían que Alemania vivía una situación confusa, pero a la mayoría les parecía una situación espléndida y mantenían que Hitler era la persona que necesitaban. Les daba confianza”, comenta Boyd a eldiario.es. La mayor crítica era que “era verdad que también veían las cosas malas, pero pensaban que todo eso pasaría cuando Hitler se afianzara en el poder”, añade la historiadora.

Una Alemania destruida

Para comprender esta visión hay que analizar el contexto en el que surgen los nazis, como hace Boyd en el libro. Alemania había sido una de las grandes perdedoras de la I Guerra Mundial y había sido sometida con el Tratado de Versalles, que impulsó Francia, su gran enemigo, a imponentes multas económicas que tenían prácticamente maniatado al país. La crisis económica era acuciante con cientos de miles de parados, y esta se incrementó tras el crack bursátil de 1929 que provocó que Alemania fuera incapaz de pagar los créditos a EEUU. La deuda del país era imposible de solventar. Muchas personas apenas tenían para comer. A eso se sumaba una brutal inestabilidad política: en 1932 llegó a haber hasta cinco elecciones. La República de Weimar afrontaba su final y en medio del lodazal surgía Hitler, un actor con trazas mesiánicas dispuesto a devolver el esplendor y el orgullo a los alemanes. Fueron muchos los que compraron aquel ticket. Y se lo creyeron, pese a que pocos meses después de haber sido elegido canciller se abriera el campo de concentración de Dachau, hubiera boicots contra las tiendas de judíos y se quemaran libros en las calles.

Así, si los propios alemanes confiaron en Hitler por la subida de autoestima que les generaba, los extranjeros de paso –muchos de ellos diplomáticos, políticos y periodistas, pero también otro tipo de turistas de clases medias- tampoco veían el nuevo régimen con horror. “Es cierto que había peleas en las calles, pero sobre todo en Berlín y ciudades como Hamburgo. La mayoría de turistas no las visitaban sino que se quedaban en el valle del Rin y en Baviera, así que eso no lo veían. Por otro lado, los uniformados y las marchas con las antorchas los veían más como una muestra de un país orgulloso que se había sentido humillado con el Tratado de Versalles y que ahora estaba resurgiendo”, explica Boyd.

Tampoco las tensiones con los judíos les parecían tan dramáticas: “Había muchas personas que también eran antisemitas y no lo veían mal. Y los estadounidenses poco tenían que decir cuando ellos trataban a la población negra igual en su país”, apostilla.

Los periódicos de entonces sí daban cuenta de la terrible política que estaba ejerciendo Hitler –principalmente a partir de las racistas leyes de Núremberg de 1935-, pero la población alemana y casi ningún europeo quería creérselos demasiado. “Muchas de esas informaciones señalaban que podría haber otra guerra fomentada por Hitler. La gente ya había pasado por una guerra y les parecía un horror, así que creían que los periódicos exageraban demasiado”, comenta Boyd. Nadie quería creer en un nuevo conflicto y a más de uno les parecía imposible cuando acudían a un país en el que todo era limpio –los hoteles relucían-, todo funcionaba y los propios alemanes les parecían personas eficientes y trabajadoras.

La propaganda y la seducción de Hitler

Por supuesto, el régimen tenía un sistema de propaganda extraordinario para hacer creer que esto era realmente así. Si ahora tenemos las redes sociales y páginas llenas de fake news, entonces la radio era el principal altavoz para los nazis. Desde las ondas machacaban constantemente con las bondades de sus políticas, analiza Boyd.

Los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 fueron otro aldabonazo para venderse al resto del mundo. “Fue el momento en el que tuvieron más impacto. Acudieron miles de deportistas y muchos de ellos pensaban cosas malas de los nazis, pero había otros a los que les parecía que estaba todo genial, todo muy limpio, ordenado, los alemanes eran bastante eficientes y educados, así que pensaban que no podía estar todo tan mal. Veían a gente que miraba con optimismo hacia el futuro. Así que volvían a sus países y comentaban que lo que se decía de Alemania no era para tanto”, sostiene la historiadora.

Además, estaba la figura del propio Hitler, que era increíblemente seductora. Pese a que hoy podemos ver a alguien fanatizado en los vídeos de sus mítines y más parecido al personaje de El gran dictador, de Charles Chaplin, el canciller alemán tenía la destreza de engatusar a casi todos. Incluso a un estadounidense negro que realizó su tesis en Alemania en aquella época, como cuenta Boyd en el libro, y al que le alabó su manejo del idioma alemán y después le envió una foto dedicada.

“Muchos políticos y diplomáticos quedaron seducidos por Hitler. Muchos tenían audiencias con él y salían con una sonrisa en la cara. Daba una imagen de sinceridad. Algunas personas iban pensando que era un tipo que estaba preparando una guerra, pero tras la audiencia ya no pensaban lo mismo”, afirma la historiadora.

Tampoco no pocos escritores, personas a las que se les atribuye una intelectualidad y cultura, veían peligro en Hitler. Fue el caso de T.S. Elliott, Thomas Wolfe, W.B. Yeats, Samuel Beckett –que escribió en sus diarios sobre lo bello que era pasear un día de invierno por el Tiergarten de Berlín en 1936- o incluso Leonard y Virginia Woolf. “Es extraordinario porque es gente que tiene unos valores y defiende la libertad de expresión, pero no eran tan críticos”, sostiene Boyd. Podían estar irritados, como los Woolf, pero no se sentían ofendidos, y eso que Leonard era judío. “Es verdad que vieron los desfiles con las motos, pero tampoco vieron lo peor. Formaban parte de esos turistas que no llegaron a verlo del todo”, explica la investigadora.

La lectura actual

Por supuesto, hubo quien sí vio lo peligroso que resultaba Hitler y atisbó hacia dónde podían llevar sus políticas, como la periodista María Leitner, que escribió en numerosos periódicos de izquierdas alertando de la situación. Hoy resulta impactante que fuera una voz a la que apenas se le hiciera caso.

Por ese motivo, Julia Boyd, que se encuentra muy molesta con la situación que hay en Reino Unido, con Boris Johnson y con el Brexit, insiste en que “la gente con ideas más progresistas debe estar muy atenta y vigilante a todo esto y defendernos de los extremismos con argumentos. Lo que está ocurriendo en Reino Unido, Alemania con la AFD, Hungría… da miedo. Reino Unido está ahora polarizado como nunca lo había visto en mi vida. La gente siente odio. No es comparable a la situación de la Alemania de entonces, pero sí es peligroso y la forma en la que se puede utilizar puede ser terrible”.

La esperanza, para ella, radica en el Estado de Derecho, que fue precisamente lo primero que se acabó con la llegada de Hitler al poder. Aunque los baños de los hoteles estuvieran impolutos, los valles verdes y oxigenados y nadie fuera capaz de ver la amenaza de la barbarie que llegaría muy poco tiempo después.