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'VOZ', el nuevo Gilead que pone un bozal de 100 palabras a las mujeres

Margaret Atwood escribió El cuento de la criada con una banda sonora de estallidos provocados por las fuerzas aéreas de la Alemania Oriental. Cada vez que visitaba los países del otro lado del Telón de Acero, tenía la sensación de convertirse en objeto de espionaje y le invadía la necesidad de mantener la boca cerrada. Era 1984. La autora canadiense se inspiró en el tablero político de Berlín para crear Gilead y, en aquel momento, parecía imposible encontrar un escenario más apropiado.

Sin embargo, llegó 2016 y con él la elección del actual presidente de Estados Unidos. La república teocrática y feudal que trataba a las mujeres como vasijas sin derechos recuperó su vigencia treinta años después y un productor televisivo la convirtió en la serie de éxito que es actualmente.

“¿Era El cuento de la criada una predicción?”, le preguntan a Atwood cada cierto tiempo. Y aunque ella sostiene que no, cuando escuchamos a un político clamar contra el aborto o defender la estructura familiar del catolicismo como la única legítima, la mente vuela de forma inconsciente a estas distopías.

Ha llegado un momento en el que no está muy claro qué inspira a quién. ¿Es Donald Trump el acicate de la adaptación de El cuento de la criada? A veces parece que son los propios políticos quienes toman ideas de estas ficciones aterradoras para lanzar según qué discursos. En el caso deVOZ (Roca Editorial), de Christina Dalcher, es una mezcla de ambas.

En medio del auge del populismo sexista de Trump, pero antes del despertar del Me Too y el renacer de la novela de Atwood, la escritora y lingüista empezó a crear una nación en la que a las mujeres solo se les permitiese pronunciar 100 palabras al día.

“Me gustó esta hipótesis porque es una opresión muy verosímil, solo tenemos que retrotraernos a los años 50 para encontrar esa cultura doméstica y del silencio en el seno del hogar”, cuenta Dalcher a eldiario.es.

Aún así, entre una distopía feminista y un thriller sobre el lenguaje, a la escritora le gustaría quedarse con la segunda etiqueta. “Soy mujer y tengo una opinión sobre la igualdad. Pero lo primero de todo y lo que soy en esencia, es lingüista. Así que es un poco lo opuesto: hay feminismo en mi libro sobre lingüística”, asegura. El amor de la autora por el lenguaje y la aterradora posibilidad de perderlo, es el verdadero motor del libro.

Lo cataliza a través de la figura de Jane, madre de cuatro hijos que se ve obligada a renunciar a su carrera como investigadora sobre la afasia o la pérdida del lenguaje. Dalcher se sitúa en el mismo extremo que Atwood para presentar un Estados Unidos controlado por una cúpula fundamentalista que confina a las mujeres en las casas y las controla a través de un brazalete que cuenta sus palabras. El bolígrafo y el papel son elementos prohibidos, y la lengua de signos es punible. No tienen más opción de comunicarse que dosificando ese centenar de vocablos.

“El número 100 es completamente arbitrario. Pero es que, como media, las personas hablamos 16.000 palabras al día (en inglés)”, explica la autora. “Es como dar un vaso de agua a un hombre que acaba de cruzar el desierto. No sacia tu sed. 100 es casi más diabólico que no poder hablar en absoluto”.

Además de la protagonista, hay dos hijos que plantean algunas cuestiones espinosas. La primera es Sonya, la pequeña de la familia, que con seis años crece privada de un derecho fundamental: la libre expresión. Dalcher se inspiró en el caso real de Genie, una niña salvaje que en 1973, a los 14 años, fue rescatada de una infancia de abusos y encierro en la que no pudo adquirir ninguna aptitud comunicativa.

“En mi mente, el verdadero horror viene de pensar en la próxima generación. ¿Qué pasará con estas niñas que no están aprendiendo el idioma a tiempo?”. Un límite de 100 palabras para alguien que ya puede hablar “no le quita la facultad de idioma, ni le quita la capacidad de pensar, de racionalizar ni de procesar información”, expresa. En cambio, “cuando las mujeres mayores mueran y queden las jóvenes, ¿que será de ellas aparte de convertirse en mascotas del poder?”.

La otra figura controvertida toma forma en el hijo mayor, Steven, interceptado por los poderosos para convertirse en un esbirro de los fundamentalistas. Los defiende con vehemencia e incluso fantasea con la dictadura machista a la que piensa someter a su prometida con apenas 17 años. Dalcher, para este caso, se fijó en las juventudes que se siguen afiliando a formaciones con ideas extremistas y neonazis, aún más en la llamada “era de la desinformación”.

Da igual cuántos libros alerten al respecto, porque “tú y yo leemos distopías como 1984, Farenheit 451 o Brave New World. Pero, ¿crees que os chavales que ondean las banderas con esvásticas también las leen? En absoluto. Son movimientos difíciles de parar, a veces ni siquiera los vemos venir, por eso uno de los mensajes de Voz es que tenemos que seguir prestando atención y no bajar la guardia”, dice como reflexión.

En relación al lenguaje como herramienta del feminismo para implantar un cambio en la sociedad, Christina Dalcher se muestra escéptica. “Mi especialidad no es la sociolinguistica, pero sin duda hay muchos estudios que analizan la relación entre el lenguaje, el poder y las relaciones de género entre hombres y mujeres. Sin embargo, creo que también hay muchos tipos de feministas”, comienza. “En los últimos años las mujeres han expresado en alto lo que opinan, y eso es buenísimo, pero también es inevitable que otra persona, en otro lugar, te rebata. En eso consiste el lenguaje”.

Por último, aunque se declara seguidora de Atwood y de su manuscrito original (no así de la serie), duda que Voz sea visto como una reinterpretación moderna de El cuento de la criada. “Me encantaría que el lector se lleve algo de lo valioso que es el lenguaje y cómo lo damos por sentado. No hablo solo de la libertad de expresión o el derecho a salir y manifestarse. Me gustaría que los lectores reflexionen sobre cuánto dependemos de nuestra facultad del habla y qué nos pasaría si nos la quitaran”.