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Las dos llaves que cerraron el Candela, epicentro de la 'movida flamenca'

Alejandro Luque

12 de enero de 2022 22:22 h

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Hay quien piensa que la movida madrileña no fue solo aquella de Alaska y Almodóvar, sino que también hubo otra, flamenca, que tuvo su epicentro en el barrio de Lavapiés y que, lejos de extinguirse con la transición, se prolongó más allá del cambio de siglo. Una movida marcada por las programaciones del colegio mayor San Juan Evangelista, por la aventura discográfica de Mario Pacheco y Cucha Salazar al frente del sello Nuevos Medios, y por la fundación de ese templo del arte que fue el Candela. El anuncio de la venta del local, que pone fin a cuatro décadas de leyenda, ha suscitado una oleada de nostalgia entre quienes conocieron los años dorados de este espacio en la esquina entre las calles Olmo y Olivar, aunque la estrella del Candela ya había empezado a declinar mucho antes, desde el inesperado fallecimiento en 2008 de su propietario, Miguel Ángel Aguilera Fernández.

De familia granadina emigrada a la Villa y Corte, recriado en el barrio de Orcasitas, Miguel Candela era una persona aguda, imbatible al ajedrez, conocedora del arte jondo en toda su extensión y extremadamente divertida, que también sabía regañar con gracia a quienes se empeñaban a dar palmas a destiempo, y ponerse firme cuando la clientela más patosa sacaba los pies del tiesto. Nadie como él supo conducir desde los primeros años 80 aquel espacio que había sido antes sede de la peña Chaquetón, y que él mantuvo fiel a su origen flamenco. Así, el Candela se convirtió en lugar de reunión obligado no solo de los cantaores y guitarristas veteranos, sino también de los jóvenes inquietos que habían bebido de músicas muy diversas y estaban ansiosos por promover la evolución del género. Si Paco de Lucía y Camarón, clientes habituales, así como su compadre del alma, Enrique Morente, habían abierto una fuente, toda la promoción que vendría inmediatamente después bebería de ella a manos llenas, de Pata Negra a Ketama –que grabó su vídeo Vacío en el mismo Candela–, pasando por La Barbería, Tomasito, Vicente Amigo, Sara Baras o Antonio Canales.

Oky Aguirre, que ofició allí cinco años como camarero, recuerda qué natural era tropezarse en cualquier rincón con la gente más talentosa que pudiera imaginarse –Rubén Blades, Sade, Compay Segundo, Pablo Milanés o Chick Corea– junto a figuras tan familiares como el bailaor Pepito El Molilo o el artista John Lane, conocido como El Pollito de California. “Ibas al cuarto de los hielos a por dos bolsas, y te encontrabas a Paco de Lucía y compartías con él el tiempo que pudieras, antes de volver a la faena. Quizá eran solo veinte segundos, pero eran veinte segundos con Paco”, afirma. “Lo bueno del Candela era que se daba cita gente de todas clases, y todos tenían su sitio: podías estar en la barra con el rey Juan Carlos y al lado con un expresidiario recién salido de la cárcel”.

Lo bueno del Candela es que podías estar en la barra con el rey Juan Carlos y al lado con un expresidiario recién salido de la cárcel

Aguirre trabajó en el local desde 1994 a 1999, cuando ya había superado los comienzos difíciles, que lo fueron aún más en un barrio, Lavapiés, muy castigado por la crisis de los 80. Miguel Aguilera, que había sido experto en instalaciones eléctricas y había conocido la cárcel de Franco por su militancia comunista, ya se había doctorado en la noche madrileña y empezaba a hacer fortuna con aquel imán para los noctámbulos. “Conocí a Miguel cuando yo vendía discos de Nuevos Medios en la puerta de Casa Patas”, dice refiriéndose a otro célebre local flamenco que cerró en mayo de 2020. “Un día me avisó de que un tío que se estaba marchando me había robado dos discos. A partir de ahí cogimos confianza y me dio trabajo”. El tipo que le robó, por cierto, acabaría siendo un cantaor de fama internacional.

Junto al irresistible carisma de Aguilera, uno de los atractivos principales del Candela era su cueva, a la que se accedía a través de una estrecha escalera, y donde los artistas y los clientes de confianza perdían la noción del tiempo. Eso, sumado a que el Candela obtuvo con el tiempo licencia de café-teatro, con horarios muy elásticos, permitió que fuera un lugar de confluencia conocido por todos, madrileños y foráneos. “Durante aquellos años, no había artista que viniera a Madrid que no pasara por el Candela. Yo recuerdo a Van Morrison, a Sting, a Slash, al cantante de Spin Doctors [Chris Barron], que entonces vivía de incógnito en Madrid…”, enumera Aguirre. “Eso sí, Miguel no se dejaba impresionar por nadie. Era capaz de decirle a Prince que no bajaba a la cueva porque esa noche estaban allí abajo Ramón el Portugués con un par de primos a gustito. Pero Pina Bausch, que le encantaba, esa sí entraba”.

A la bailarina Pina Bausch la conoció allí mismo César Cabanas, arquitecto madrileño que realizó varias obras de acondicionamiento en el Candela, y que atesora también muchos recuerdos como cliente. “Como era el único que hablaba inglés, hice de intérprete entre Pina y Carmen Linares. Disfruté mucho de Morente, que era fijo, y de Riqueni, uno de los personajes más finos que pasaron por allí. Era un bar muy divertido y muy completo, que me reveló el mundo gitano de Madrid, que yo desconocía. No solo los cantaores y los músicos, sino también los pintores, como Antonio Maya. Todos los creadores de aquellos años pasaban por su barra”.

Para quienes más lo disfrutaron, el Candela fue lo que otros lugares míticos han sido a nivel internacional para la historia de la música: Motown, el CGBG, Muscle Shoals, Capitol, Chess, Trojan o The Cavern. Allí se grabaron discos y videoclips, pero sobre todo se vivieron mil y una noches en las que el arte espontáneo, las risas y los vapores etílicos se conjuraban para propiciar la magia. Inglima Fifi, siciliana unida a Aguilera por vínculos familiares, trabajó en la barra entre 1998 y 2006. “Entrar en el Candela era entrar en el universo de Miguel. El local tenía el mismo encanto y el mismo magnetismo que su dueño. Daba igual el día y la hora que llegaras, siempre pasaba algo bueno allí. Y yo misma me mimetizaba en el Candela. Había quien me decía: hay que ver lo chica que eres, y lo grande que te vuelves”, cuenta.

El local tenía el mismo encanto y el mismo magnetismo que su dueño. Daba igual el día y la hora que llegaras, siempre pasaba algo bueno allí

En su memoria, naturalmente, también se acumulan las anécdotas: Arcángel cantando por malagueñas con el Candela apagado y vacío, a última hora de la noche, solo para Miguel y para ella. Victoria Abril deambulando descalza y bailando a su aire. Joaquín Cortés presentando a Naomi Campbell a los amigos. Almodóvar y el Gran Wyoming. Bryan Adams o Lenny Kravitz alucinando con el ambiente un lunes cualquiera. Joaquín Sabina en el cuarto donde la madre de Miguel, Gloria, preparaba antaño los bocadillos para la parroquia. La generosidad en las propinas de Carmina Ordóñez o la noche de domingo que empezó con una reunión de Rafael Riqueni y el Niño Josele, a los que se sumaron Rubem Dantas y Jerry González, solos en el local, hasta que se corrió la voz y se acabó llenando para asistir a un memorable concierto improvisado. O el día en que le entregaron a Alicia Keys un disco de oro en la cueva, “y la cantante cantó en plan flamenco, mientras el Cigala cantaba por Alicia Keys. Eso está grabado, y alguien debe de tenerlo por ahí”.

“El Candela era una isla que nos salvaba de la realidad”, concluye Inglima. “Un día Miguel me dijo: 'Fifi, algún día te sentirás orgullosa de haber trabajado aquí, y de todo lo que has vivido entre estas paredes'. Y tenía razón”.

También conoció aquella barra durante un breve periodo de tiempo, entre 2004 y 2005, el periodista Daniel Iriarte. “Había terminado la carrera y estaba buscando dinero para un documental, así que de lunes a viernes trabajaba como teleoperador y los martes y miércoles, además, como camarero en el Candela”, evoca. “Yo había currado en otros bares, pero en seguida me di cuenta de que aquel no era un sitio cualquiera, ni por la personalidad del dueño ni por los personajes que por allí deambulaban. Un martes cualquiera, a las tres de la mañana, encuentras a gente normal que se ha ido a cenar y se ha despendolado, a los músicos que vienen de actuar y por supuesto a la canalla. Y todos acababan en el Candela”.

El dueño acabó contratando a un ucraniano veterano de la misión de la ONU en Kosovo, porque la noche madrileña era a veces otra guerra

Iriarte asegura que el momento más especial era la hora del cierre, cuando tocaba hacer caja y Miguel se quedaba solo con sus amigos más íntimos. A veces, por supuesto, las guitarras seguían sonando. “Un día que creo que estaban Tomatito y Habichuela, era la hora de cerrar y no se iba nadie. Y al final nos dijo: 'Iros vosotros a casa, cómo voy a cerrar yo si tengo aquí a todo el arte de España'”.

“Había arte para parar un tren, claro, pero la noche también puede ser muy dura”, concluye Iriarte. “Miguel, tan bajito como era, luchaba lo indecible por mantener el orden entre gente que no siempre sabía comportarse. Y acabó contratando a un colaborador ucraniano, Nico, que era veterano de la misión de la ONU en Kosovo, porque la noche madrileña era a veces otra guerra”.

La vida de Miguel, luchador y hedonista a partes iguales, se vio cancelada una madrugada de 2008 al caer del tejado de su casa madrileña, desde donde solía ver amanecer sobre Madrid. Había sido padre recientemente de una niña a la que puso el nombre de su madre, Gloria, la mujer que lo ayudó a poner en pie el negocio, y que hasta una edad avanzada seguía acudiendo a él muchas noches.

Al año siguiente de su muerte, en los Teatros de Canal se le tributó un homenaje capitaneado por Enrique Morente, su gran amigo, que reunió a Carmen Linares, Miguel Poveda, Ketama, El Cigala, los Habichuela, El Güito, La Tati, Manolete, Grilo, Paco Cortés, Tomasito, Riqueni, Manuel Parrilla, El Bolita, Jerónimo, Nicolás Dueñas, Miguel Ángel Cortés, Javier Ruibal y Juan Diego. Fue en aquella ocasión en la que Enrique cantó aquella letra en memoria de su paisano y amigo: “El amigo del arte no ha muerto,/ aficionaos no llorad,/ Miguel Candela no ha muerto,/ que está en el corazón/ de los artistas del flamenco…”.

La muerte de Miguel fue la primera vuelta de llave que cerró el Candela: el local, sin el dueño que le había dado alma y fama mundial, trató de mantenerse abierto, gestionado por su familia, introduciendo novedades como la instalación de un tablao para actuaciones, una opción a la que Miguel siempre se había resistido. Siguió siendo un sitio concurrido, de referencia en todas las guías de ocio nocturno, pero su ausencia era inconsolable.

Mientras tanto, la falta de entendimiento entre los herederos –la familia Aguilera por un lado, y la madre y tutora legal de la hija por otro– de este legado ha dado lugar a la segunda y definitiva vuelta de llave: “Miguel creó el Candela porque tenía una gran necesidad de comunicarse”, agrega Fifi Infglima, “y la incomunicación es lo que ha acabado con el Candela”. Se refiere a la venta del local, según fuentes consultadas por este diario, por la irrisoria cifra de 350.000 euros. Un precio regalado por un trozo de la historia de Madrid y del flamenco.