Con la llegada de las tribus urbanas, las pandillas de barrio perdieron su identidad local y fueron absorbidas por identidades más globales. Ocurrió con la llegada de los ochenta, cuando heavys, punkis, rockers y mods acabaron con el macarra “tradicionalmente inscrito en una pandilla”. Así lo cuenta Iñaki Domínguez en su nuevo ensayo que acaba de ser publicado por Akal con el título “Macarrismo”.
Se trata de un estudio antropológico que viene a completar su trabajo anterior, el exitoso “Macarras interseculares”, donde Iñaki Domínguez hizo un repaso a los distintos aspectos que conformaron el fenómeno llamado quinqui. En este nuevo ensayo, nos lleva hasta la era dorada de las tribus urbanas, cuando ciudades como Madrid o Barcelona se plagaron de identidades importadas de la cultura anglosajona.
En el Madrid de entonces era muy típico ver enfrentamientos territoriales entre rockers y mods. Uno de aquellos enfrentamientos acabó con el asesinato del rocker Demetrio Lefter, un joven que acabó apuñalado en las puertas del Rock-Ola, templo de la Movida Madrileña que, tras el suceso, cerraría sus puertas para siempre.
Ocurrió en marzo de 1985, y con el asesinato de Demetrio se cumplía lo que el historiador francés René Girard denominó víctima sacrificial; la víctima que sirve de chivo expiatorio para que se cierre un ciclo histórico. El suceso marcaría el final de la Movida Madrileña y el final de las tribus urbanas tal y como se conocían hasta entonces. Porque luego llegaron otras como fueron los bakalas, los skinheads y los raperos; tribus con atributos estéticos que vienen a ser mensajes políticos subliminales. De la misma manera que rockers y mods llevaron a la práctica la lucha de clases en las calles de entonces, las nuevas tribus registrarán nuevos órdenes políticos para dar continuidad a la citada lucha.
El ensayo de Iñaki Domínguez tiene múltiples lecturas. Una de ellas ejemplifica cómo la ficción nutre la realidad. Películas como West Side Story o Perros Callejeros condicionaron en su día a los jóvenes pandilleros, de la misma manera que Quadrophenia condicionará a las tribus urbanas de los ochenta, siendo rockers y mods tribus enfrentadas; currelas y pijos, ricos y pobres que quedaban para pegarse en la ciudad costera de Brighton.
Por un lado los mods, es decir, los pijos, con sus scooters de fabricación italiana, sus parkas y sus zapatos lustrados con el betún de los privilegios. Por otro lado estaban los rockers con sus grandes motos y sus tupés grasientos, enfundados en cuero proletario.
Las drogas tampoco pueden faltar en uno y otro bando. Mientras que las cervezas y la priva son moneda de cambio en los círculos rockers, las pirulas lo son en las filas mods. La música se convierte en otro atributo diferenciador, pues el rock´n roll de un lado poco o nada tiene que ver con la música soul del otro.
Con estas cosas, cuando nuestro país abraza la mal llamada democracia, las pandillas se convierten en tribus y la lucha de clases se pone en marcha hasta que ocurre lo que estaba previsto: que un cadáver dé por finalizado el ciclo histórico. Es entonces cuando la lucha de clases toma otro aspecto estético, otro orden político vivido en el cuerpo, por decirlo a la manera de Terry Eagleton en su ensayo “La estética como ideología”, uno de los libros que han servido a Iñaki Domínguez para montar este “Macarrismo”.
El ensayo termina con una reflexión muy acertada acerca de los códigos estéticos actuales. Los pantalones rotos y el aspecto desaliñado en la moda actual obedece a un orden económico marcado por las élites que viene a transmitirnos la consigna: “Ser pobre mola”. Con esto, la precariedad adquiere un valor comercial, es decir, que si eres pobre no has de preocuparte, haces bien, estás a la moda. No te quejes.