CRÍTICA

'Macbeth' demuestra 400 años después que el poder sigue corrompiendo

William Shakespeare nunca ha dejado de ser actual. Sus textos tienen como elementos centrales sentimientos básicos de los seres humanos, como la codicia en el Mercader de Venecia, la locura en Hamlet o el amor prohibido en Romeo y Julieta. Lo que cambia es el contexto en el que se desarrollan las emociones, pero el fondo y la forma son atemporales. Lo mismo ocurre con una obra que, a pesar de ser presentada por primera vez en 1606, ha tenido diversas réplicas tanto en el séptimo arte como sobre las tablas. Se trata de Macbeth y ahora, quien toma la batuta, es Joel Coen.

La primera película en solitario del cineasta, codirector con su hermano Ethan de largometrajes tan icónicos como Fargo (1996) o El gran Lebowski (1998), se estrena en cines selectos este miércoles 12 de enero y en Apple TV+ solo dos días después. Y lo hace con un reparto de lujo, con Frances McDormand y Denzel Washington como Lady y Lord Macbeth en una adaptación que busca ser fiel a la obra teatral al mismo tiempo que es enriquecida con elementos cinematográficos. Es una simbiosis entre dos artes, el cine y el teatro, que dialoga perfectamente entre sus partes.

La principal preocupación de Joel Coen, según contó en una entrevista a The Guardian, era la de hacer un Macbeth para todos los públicos, incluso para aquellos que no son aficionados a la obra. “Quise hacer Shakespeare para personas que no quieren ver a Shakespeare, o que incluso podrían sentirse intimidadas por él. Pero quería preservar el poder del texto, porque ahí es donde está su esencia”, señaló el cineasta, que ha reducido las líneas de diálogo del relato original pero con cuidado para no alterar su identidad. 

De ahí que la historia no haya sufrido grandes cambios. Sigue contando la caída a los infiernos de Macbeth que, tras regresar victorioso de una batalla, se encuentra con tres brujas que predicen su futuro: será nombrado Lord de Cawdor y después rey de Escocia. Movida por esta idea, Lady Macbeth anima a su marido a asesinar al actual monarca para acelerar el devenir de los acontecimientos y ocupar el trono. Cabe preguntarse si las hechiceras realmente vaticinan o provocan los hechos, pero lo que parecía un plan sin fisuras acaba dando pie a la arrogancia, la tiranía y la culpabilidad. No solo para conseguir la corona, también para perpetuarla.

Shakespeare plasmó los efectos psicológicos de un tipo de ambición, la política, aplicable a otras ambiciones contemporáneas, como la laboral o la social. El dramaturgo inglés describe la relación con su soberano, Jacobo I, pero realmente señala con el dedo a todos aquellos que no tienen reparo en pisotear a sus iguales con tal de conseguir un rédito personal que será cobrado de vuelta. Un tema universal que incluso cautivó a Akira Kurosawa para hacer Trono de sangre (1957), un Macbeth trasladado al Japón feudal.

Pero ser fiel a la historia no significa mantenerla intacta, y Joel Coen se ha permitido la licencia de hacer un pequeño cambio que explicaría el misterio de la ausencia de los hijos de los Macbeth. “Este es un Macbeth posmenopáusico […] son una pareja mayor, más allá de la edad fértil. El tiempo, la mortalidad y el futuro son temas vitales”, indica el director al periódico británico. 

Los Macbeth de Coen se alejan del arquetipo romántico presentado en otras adaptaciones cinematográficas, como la de Justin Kurzel con Michael Fassbender y Marion Cotillard. El matrimonio presentado aquí es uno marchito en el que no hay deseo desenfrenado, sino avaricia por un reinado que creen que servirá para rellenar los huecos vacíos de sus vidas. 

La pareja pasa por diferentes estados emocionales derivados del proceso de conseguir un fin a toda costa: la mezquindad inicial, el arrepentimiento posterior y la locura. Una serie de registros en los que McDormand y Washington hacen gala de todos sus atributos como intérpretes veteranos. Entre ellos se palpa una tensión in crescendo presente tanto en los diálogos contenidos como en aquellos en los que se desata la rabia. Solo la puesta en escena de ambos crea una presencia que difícilmente habría sido posible con otros actores. 

Esa misma tensión es recalcada desde el punto de vista técnico. En el apartado sonoro son frecuentes los golpes de efecto, como las pisadas, el tic-tac de un reloj a punto de acabar su cuenta regresiva o alguien que llama a la puerta repetidamente. El estruendo auditivo se hace cada vez mayor en la cabeza de los Macbeth, al igual que el sentimiento de culpa por sus crímenes. Este atosigamiento es apoyado por el propio formato de filme, en 4:3 en lugar del tradicional panorámico. Se reduce así el campo visión del espectador, aumentando la sensación de estar encerrado en un lugar sin salida. 

Pero, sin duda, otro punto en el que brilla esta adaptación es en el de la fotografía de Bruno Delbonnel, encargado también de la de otros filmes de los Coen como La balada de Buster Scruggs (2018) o A propósito de Llewyn Davis (2013). La elección del blanco y negro refuerza una narrativa que precisamente habla de eso, de los claroscuros de la humanidad. De ahí que en algunas escenas la cara de Washington esté completamente en sombra: porque su rostro no importa, es una careta tras la que esconde sus sombrías ideas. Es lo mismo que sucede en Ciudadano Kane (1941) cuando el periodista lee su declaración de principios para “un periódico honrado que dé con fidelidad y exactitud las noticias”. Una proclamación de intenciones que, tanto para Orson Welles como Shakespeare, se ve truncada por el mismo motivo: el ansia de poder.