Miquel Barceló llega con traje de faena a su estudio de París, un laberinto luminoso plagado de animales disecados, libros y rarezas, y se despide contando que le han regalado un elefante en Tailandia y que aún no sabe qué hacer con él. Entre medias, su mundo nómada de tierra, mar, angustia y luz.
“Cuando salgo del taller es para tirarme al agua. Siempre estoy sumergido. Menos respirar agua de mar, lo he hecho todo, también beberla. Luego me pregunté cuántos pulpos habré matado... y ahora ya no mato nada, si cojo algo lo devuelvo vivo. Ya no soy depredador”, explica en una entrevista con Efe Barceló (Felanitx, Mallorca, 1957).
El artista español vivo más cotizado en el mundo inaugura mañana en la galería Thaddaeus Ropac de París -que toma el relevo del retirado Yvon Lambert- la exposición “L'inassèchement”, con catálogo de Enrique Vila-Matas y obra nueva que ha pintado esencialmente en Mallorca.
Barceló recurre a un mundo submarino y desfigurado que sitúa en contraste con el secado de sus lienzos de gran formato. Salpica las telas de pintura y relieve y las rocía con arena y sepias temblorosas que “aparecen casi sin querer, igual que los pulpos”.
“Es todo una metáfora: la sepia como un 'alien'. Forma parte de mi iconografía de una forma muy natural. Son cuadros muy influidos por el buceo, como casi todo en mi obra. Los cuadros están en el suelo y yo me sumerjo en apnea”, relata.
Flanqueado por un esqueleto humano y por lo que un día fue un oso hormiguero, ahora embalsamado sobre una peana, Barceló se explica en la sala de su taller del barrio del Marais donde crea sus serigrafías y grabados. Alrededor hay una calavera de gorila, una oreja de elefante con su autorretrato, tallas africanas...
“En Mallorca tengo animales: vacas, burros, cerdos, ovejas, cabras, perros, gallinas y palomas... Vivo con ellos y alguna vez nos zampamos alguno. Los uso como modelos y me gusta su compañía. Aquí los tengo disecados porque me parecen objetos maravillosos”, explica Barceló.
Para llegar hasta esa sala hay que franquear la entrada custodiada por dos asistentes, muchos libros, algún mapa y la cabeza de un rinoceronte. Debajo está el área que reserva a sus esculturas y la habitación colindante, que alberga decenas de retratos pintados con lejía, se abre sobre su colosal estudio de pintura.
“Esto es 'Don't Think Twice It's Alright', de Bob Dylan pero cantado por Elvis Presley. ¡Es buenísimo!”, dice el insular mientras revuelve entre discos de Bach y Bob Marley apilados en una estantería. Cuando en su cabeza aparecen las imágenes que vierte en sus cuadros, la música es su única compañía.
“Yo creo que no pienso”, dice dubitativo. “No, no pienso, no funciona así. No es una lengua, no tengo una voz interna diciéndome: 'ahora amarillo'. No es verbalizable”, comenta un artista con fantasmas que tienen “días buenos y malos”.
“A veces muerden, otras veces son divertidos. El sufrimiento y la angustia son herramientas, parte del oficio. Pero me suele mover más el deseo, una especie de pulsión muy sexual hacia las cosas. No tengo recuerdo de mi vida antes del sexo. Es parte integral desde siempre. Fui un niño precoz en ese sentido y seguramente soy muy retrasado en muchos otros”, deduce.
Sigue caminando por un magnífico espacio de caos que ordena Jean-Philippe, su fiel asistente desde hace un cuarto de siglo. Vela los pinceles, prepara los colores y arruga papeles que Barceló convierte en cuevas rupestres, una de sus grandes pasiones.
“No sé dónde quiero llegar, pero intento saber cuándo he llegado”, resume un artista que vive en movimiento porque “la pintura es un oficio muy estático, muy sedentario”.
“Soy isleño y de naturaleza móvil. Intento ajustar esas contradicciones”, dice un Barceló cuya obra después de unos inicios posmodernistas está ligada al país dogón, en el centro de Mali.
Llegó en 1988 en un Land Rover, con el grafista Javier Mariscal y por casualidad. Y terminó asimilando ese paisaje dramático como su tercer hogar, junto a Mallorca y París, hasta que la violencia lo hizo impracticable.
“He ido cinco veces al Himalaya pero no me quedo en ninguna parte, voy caminando y dibujando. Lo que más se parece al mundo dogón animista es el mundo budista, ancestral, tántrico. Pero echo de menos mi casa de Mali. Hay cosas que son insustituibles”, relata sobre unas travesías en las que le acompaña “un viejo hippie”.
“Es un buen compañero de viaje porque es como un faquir. Nunca dice nada y no se interesa por nada que no tenga al menos 500 años. Vive en el primer milenio. No sabe nada, pero nada, del mundo de hoy”, comenta Barceló, que este año se irá con sus cuadernos al Tíbet.
Y también visitará Tailandia, porque tiene una novia de ese país cuyo padre le ha regalado un elefante y quiere ir a verlo. El paquidermo aún no lo sabe, pero podría terminar en Mallorca.