¿Llevas dos manguitas, chaquetón de mezclilla y pantalón pitillo con las piernas juntas por la rodilla? Si además llevas barba de capuchino y no sabes abrocharte la rebequita, eres un hipster como la copa de un pino.
Eso quiere decir que admiras a los grupos patosos del britpop y a las orquestas ligeras de los 50. Defiendes el reggaeton, haces tus pinitos electrónicos con el Ableton Live y en ocasiones hasta pinchas. Eres vegano, no votas y tus gafas de pasta tienen forma de pera porque las Wayfarer las lleva todo el mundo. ¿Música clásica? ¡Puag! Progres oyendo a Mahler y marujas, a Andrea Bocelli: dos tribus urbanas que te inspiran la tirria más profunda.
Tú te lo pierdes porque bajo el epígrafe música clásica se esconden muchos siglos de historias y conflictos interesantísimos y toneladas de melodías, conceptos y armonías que pueden revivir a un muerto, que han iniciado revoluciones, han hecho evolucionar el pensamiento y han afectado las vidas de hombres y mujeres a lo largo de los siglos.
Tal vez la música les proporcionaba algo de felicidad en tiempos en los que pulgas y parásitos les hacían la vida imposible, los dolores se eternizaban sin una aspirina para calmarlos y el hobby familiar más barato y divertido eran las ejecuciones públicas. En contraste con la dura y sucia vida cotidiana, la música era extremadamente bella, compleja y delicada.
Por eso no ha sido nunca olvidada. De hecho, se llama clásica a la música europea de los últimos seis siglos. Se suele incluir la música medieval y los listos aceptan las músicas clásicas de otras culturas: árabe, india, etc. Nadie se ocupaba de preservar en partitura la música de la calle, de los campesinos, de los pescadores, de los bailes, de los niños, etc., que se ha perdido y sólo nos ha llegado –a menudo censurada o, al menos, blanqueada– a través de crónicas y referencias literarias, recopilaciones, apropiaciones o investigaciones etnomusicológicas.
Händel, Haydn, Mozart, Beethoven, Wagner, y quien se tercie, trabajaron para reyes y cortes o para la Iglesia, es decir: para los poderosos. Muchas veces dependían de ellos para sobrevivir y para poder crear. Casi todos tuvieron vidas de perros y muchas de sus biografías han inspirado películas inolvidables.
“Fueron los más rebeldes y adelantados de su época; algunos de ellos, los mas geniales y transgresores”, dice Ana Curra, una de las personalidades más queridas del rock hispano. El Requiem de Mozart, las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, la Fantasía D940 para piano a cuatro manos de Schubert, el Piano Concierto nº 2 de Rachmaninov y La danza del fuego de El amor brujo de Falla son sus favoritos. Pianista y profesora de conservatorio, divide su vida musical entre Chopin y el punk rock y asegura: “Con esta lista de obras y genios, es imposible que no sucumbas”.
Repulsa y redención
Con los años y los siglos, los salones y las academias convirtieron la música de estos creadores en algo limpio, frío, perfecto y, ¿por qué no?, repelente para muchos. “Me disgusta que mucha gente vea la música clásica como una manera de relajarse”, dice Dorian Wood, pianista de formación clásica, cantautor y performer de origen costarricense, recientemente en gira por nuestro país. “Escuchen a Wagner, Bela Bartók o Chopin. Si no se les cae el corazón a los pies, es que no les entienden”.
“El 85% de la música que se programa pertenece al siglo XIX. Y estamos ya en el XXI. Desde un punto de vista conceptual, parece casi normal que el personal no se interese tanto por músicas compuestas hace dos siglos”, dice José Manuel Costa, director de Vía límiteVía límite, espacio dedicado a la experimentación musical más radical en Radio Clásica.
Con la mejor de las intenciones, los responsables de la difusión de los clásicos eligen empapuzarnos a base de polcas, romanzas de zarzuela y valses vieneses: las piezas más fáciles y pegadizas del repertorio clásico en ocasiones indigestas para los oídos más avezados del siglo XXI acostumbrados al minimalismo, el exotismo, la emotividad, la brutalidad y también a la complicación armónica de muchas músicas populares y comerciales.
La música popular, quizás como reflejo de las crisis que atravesamos, se ha ido volviendo más y más violenta: metal, hard core, hip hop, tecno bailable... ¿Y la música clásica? “La intensidad de sensaciones es completamente distinta. Pero sí existen obras en la música clásica, naturalmente del siglo XX hasta nuestros días, que inciden en la violencia”, explica José Luis Pérez de Arteaga, crítico, musicólogo y uno de los expertos más respetados de la clásica.
“La consagración de la primavera de Stravinsky, cuya audición rara vez deja indiferente a persona alguna, El paso de acero de Prokófiev, La fundición de acero de Mosólov, la Sinfonía nº 11, El año 1905 de Shostakóvich... Como se puede ver, todas las obras citadas pertenecen a autores rusos, pero no son los únicos casos –especifica Pérez de Arteaga–. Se pueden mencionar Parade de Satie, con el empleo de máquinas de escribir y sirenas, o Arcana de Varèse, con su espectacular dispositivo de percusión. Todas estas piezas poseen un elemento rítmico significativo, determinante. Podemos ampliar el espectro con autores americanos de épocas diferentes, como George Gershwin y Leonard Bernstein”.
Las plataformas salvadoras
Hasta que en el siglo XX no aparecen las tecnologías –cine, radio, TV, disco, vídeo, internet, DVD– que preservan y difunden la música, lo que ahora consideramos grandes clásicos se estrenaron y se interpretaron sin que los espectadores tuvieran posibilidad de escucharlos previamente. La clásica es música para impresionar a la primera escucha y para ser recordada eternamente sin discos, iPods, videoclips y sin necesidad de que la machaquen 40 veces al día las radiofórmulas.
Los que dicen que se aburren con la música clásica, no es que, como sus gafas, estén hechos de otra pasta. En muchas ocasiones escuchamos grabaciones mediocres, conciertos desafortunados e intérpretes de cuarta fila, pero la mística elitista construida alrededor de lo clásico inspira en el espectador un sentimiento reflejo de culpa: “Yo no entiendo”. “Yo me aburro”.
“La música clásica nos rodea y es más familiar de lo que parece. La música clásica está presente en jingles publicitarios, bandas sonoras, música de ambiente, etc. Si pones la Pequeña serenata nocturna de Mozart o la Gymnopédie nº Gymnopédie 1 de Satie a un joven, no las va a encontrar extrañas porque son parte de los llamados 'clásicos populares'”, dice Antonio Galvañ, AKA Parade, cantautor de alta intensidad, y, como Curra, profesora de conservatorio: otro de los escasos músicos clásicos de nuestra cultura pop.
“No hay nada que entender, sólo sentir y dejarse llevar”, indica Vicente J. Martín, director de cine y novelista. “No hay necesidad de ser un erudito. Como en todo buen viaje, la recompensa es disfrutar del camino y poder conocer lugares inesperados que nos cautiven”.
Pérez de Arteaga ofrece una razón incontestable para el esfuerzo de escuchar unas músicas que han emocionado y estimulado a los corazones y los cerebros de millones de personas a través de los siglos y de las fronteras. “¿Qué me ha aportado a mí la música en general y la clásica en particular? La música te amplia horizontes, te descubre cosas nuevas, te obliga a hacerte preguntas, te hace ser curioso, y en última instancia te incita a estudiar, y no sólo música, sino muchas otras materias que se interrelacionan con ella. ¿Se resumiría todo ello en una frase en parte tópica, que la música te enriquece a nivel personal? Pues aunque la expresión sea manida, es cierta”.
Volvemos con el cineasta: “En mi caso entré en la música clásica por piezas que había escuchado en películas. Y quizás por las propias bandas sonoras, que no dejan de ser música sinfónica”. Sus recomendaciones: Aire para la cuerda de sol de Bach, Cavalleria rusticana de Mascagni, Sarabande de Händel, Vals Nº 2 de la Suite Jazz Nº 2 de Dimitri Shostakóvich, Música nocturna de las calles de Madrid de Boccherini, Adagio para cuerdas de Samuel Barber, Adagietto de la 5° Sinfonía de Gustav Mahler, Gymnopédie de Satie, Obertura 1812 de Tchaikovsky (“ideal para los tiempos que corren”). Todas ellas aparecen en películas“.
Bandas sonoras para amar
También Pérez de Artega recomienda “nombres que provienen del clásico pero que han recreado un lenguaje sonoro cinematográfico nuevo, como John Williams, en cabeza, o Jerry Goldsmith y Elmer Bernstein (sin parentesco con Leonard). Las bandas sonoras de Hans Zimmer, con su combinación de sintetizadores y sonidos orquestales, han creado escuela, en la que se podría ubicar a Ramin Djawadi (persa), a Atli Örvarsson (islandés), a Mark Griskey y Steve Jablonsky (americanos) o a Klaus Badelt (alemán).
Ciertos músicos del pop/rock, como Trent Reznor y Atticus Ross, han creado aplaudidas bandas sonoras (La red social, nominada al Oscar, o la versión americana de Los hombres que no amaban a las mujeres) a partir de elementos completamente roqueros y electrónicos“.
“Y, desde luego, la música de los videojuegos, de importancia creciente. Por ejemplo, Remember me de Olivier Derivière, que combina rock duro con los sonidos de la orquesta sinfónica y en ciertos momentos la transformación electrónica de todos ellos. O el caso de Jeremy Soule –con o sin su hermano Julian–, responsable del célebre videojuego Prey, que combina lo sinfónico con lo electrónico, y de la saga de videojuegos The Elder Scroll, uno de los hitos de la música en este apartado.
También Brian Tyler, autor de bandas sonoras de Hollywood y de varios de los juegos de la serie Call of Duty, donde el rock más rompedor se alía con lo sinfónico-coral, o Jack Niklen, de la serie Galleon Game. O la serie Fable de Russell Shaw. Y, desde luego, el español Óscar Araujo, autor musical de todo el ciclo de videojuegos Castlevania. En todos estos autores, y no son los únicos, hay un uso “percutivo” de la sinfónico que puede atraer a oyentes en principio ajenos a todo lo clásico“.
Fernando Galicia Poblet está preparando su tesis doctoral sobre el metal español de los ochenta para la facultad de Historia y Ciencias de la Música de la Universidad Complutense. “Existe rechazo pero no por la música clásica sino hacia el elitismo en torno a ella –expone–. Debemos diferenciar entre lo que es la música clásica y lo que intentan hacernos creer que es. Algunos se la han apropiado como cosa de ricos, pero lo que transmite es y será universal”.
“La ópera era el equivalente al concierto de rock –añade–. Se llevaban el bocata y el vino, como al fútbol. Las oberturas se inventaron para que la gente se diera cuenta de que iban a empezar y se callara. ¡Imagina el jaleo que había en los teatros!”.
“Por muy bella que sea un aria de Puccini, el público joven va a asociarla a ricos emperifollados escuchando a una diva gruesa lanzando gorgoritos: lo adulto, el sistema, todo contra lo que hay que luchar. No lo ves como algo propio, sino como la música de la gente contra la que te estás rebelando a esa edad”, opina Parade. “La música es algo que nos identifica, que dice a los demás algo sobre nosotros –comenta Vicente J. Martín–. Decir que te gusta la música clásica –y lo mismo ocurre con el jazz o el rock progresivo– es ponerte la etiqueta de soso y aburrido”. Un estigma social que puede resultar angustioso para el adolescente o el hipster.
“No existe una playlist ideal de música clásica para el seguidor de estilos populares modernos –señala Galicia–. Hay tanta música clásica que es prácticamente imposible no encontrar al menos una obra que nos guste. Soy fan de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak o de la Sinfonía Nº 25 de Mozart, con una fuerza tremenda. La visión de la música que tenía Beethoven es totalmente moderna y Bach fue un revolucionario de la técnica compositiva. En el plano intimista: los Nocturnos de Chopin o la Fantasía Elegíaca de Fernando Sor”.
“Como guitarrista no puedo pasar por alto a Francisco Tárrega y merece una mención especial la sonata Claro de Luna de Beethoven –continúa Galicia–. En otro plano, aconsejaría escuchar canto gregoriano y música renacentista con Palestrina a la cabeza. Conceptos como la modalidad, utilizada en cierta forma por el rock en general, aparecen ahí y, no tratándose de armonía convencional, produce una sensación muy diferente y enriquecedora que te ayuda a comprender bastante lo que se hace ahora”.
¿Electrónica y clásica? Por supuesto
Las recomendaciones musicales de José Manuel Costa empiezan por la electrónica: Kontakte de Stockhausen, The Expanding Universe de Laurie Spiegel y la Trilogie de la Mort de Eliane Radigue. Nos lleva después al minimalismo: Music for 18 Musicians de Steve Reich, A Rainbow in Curved Air de Terry Riley o Four Violins de Tony Conrad; y a la música concreta: La Roue Ferris de Bernard Parmegiani, L'Escalier des aveugles de Luc Ferrari y la Symphonie Magnétophnique de Else Marie Pade.
Tabula Rasa de Arvo Pärt, The Bewitched de Harry Partch o Rothko Chapel de Morton Feldman representa la música orquestal contemporánea para el crítico. “Es buena música –resume– y, la mayor parte, perfectamente accesible”.
Entender la melancólica y sentimental canción irlandesa que entona el marinero al principio de Tristán e Isolda no cuesta ningún esfuerzo ni al más tarugo. La supuestamente complicada Wozzeck de Alban Berg termina con la irritante cantinela infantil cuando los niños cuentan al hijo de la protagonista que su madre está muerta junto al arroyo, absurda y cruel como a veces pueden ser los niños, que deja tan mal cuerpo como las canciones de Charles Manson o Daniel Johnston.
Los cuatro minutos del amanecer del Peer Gynt musical de Grieg nos hacen revivir la claridad mortecina de la primera hora como si lo estuviéramos viendo, los colores se definen gradualmente cuando el sol asciende en el horizonte, y, casi, casi notamos en la piel el frescor de la mañana y el rastro de humedad que ha dejado la noche... El 'aria de las joyas' del Fausto de Gounod, con sus trinos, gorgoritos y su necia alegría, nos expresa perfectamente la frivolidad y la cursilería de la casquivana Margarita lo mismo que la de su más célebre intérprete, la cargante Bianca Castafiore..., delicias y emociones al alcance de cualquiera en un clic de YouTube o de Spotify.
“En esta era de la locura por las píldoras, habría que recetar un medicamento que ayude a mejor apreciar todo tipo de música. Y si es alucinógeno, mucho mejor –se burla el muy punk Dorian Wood–. Les recomendaría que escuchen puro Wagner. Las cabezas se les reventarían y sería muy bonito verlo desde lejos”.